Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola
1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la Universidad de Poitiers.
1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el
apoyo de la Universidad de Poitiers.
LAS DOS CARAS DE LA TRANSGRESIÓN
II LOS RITOS INDIVIDUALES
O LA FASCINACIÓN DEL ACTO TRANSGRESOR (2)
En La novia robada encontraremos
un nuevo desafío a la función social unificadora de toda práctica ritual, a
través de la descripción de un desbordamiento neurótico que, una vez más,
contribuye a aislar al personaje del resto de la comunidad. Por haber creído
demasiado en la honorabilidad del casamiento burgués, Moncha Insurralde se
refugia en un ritual delirante:
Asombros varios,
afirmaciones rotundas de ancianos negados a la entrega, confusiones inevitables
impiden fechar con exactitud el día, la noche del primer gran miedo. Moncha
llegó al hotel del Plaza en el coche bronquítico, hizo desaparecer al chofer y
avanzó en sueños hasta la mesa de dos cubiertos que había reservado. El traje
de novia cruzó, arrastrándose, las miradas y estuvo horas, más de una hora,
casi sosegado ante el vacío -platos, tenedores y cuchillos- que sostuvo
enfrente. Ella, apenas contenta y afable, preguntó a la nada y detuvo en el aire
algún bocado, alguna copa, para escuchar. Todos percibieron la raza, la mamada
educación irrenunciable. Todos vieron, de distinta manera, el traje de novia
amarillento, los encajes desgarrados y en parte colgantes. Fue protegida por la
indiferencia y el temor. Los mejores, si es que estuvieron, unieron el vestido
con algún recuerdo de dicha, también agotado por el tiempo y el fracaso.
No muy temprano ni tarde,
el maître en persona -Moncha se llamaba Insaurralde- trajo la cuenta doblada
sobre un platito y la dejó exactamente entre ella y el otro ausente, invisible,
separado de nosotros, de Santa María, por una incomprensible distancia de
millas marinas, por las hambres de los peces. (23)
La joven vasca se hundirá
en la locura. El restaurante, el jardín tapiado y luego el sótano del farmacéutico
Barthé serán las tres estaciones principales en su camino hacia la ruptura
definitiva: el suicidio. Una vez más, la exacerbación de los rituales desemboca
en un final inquietante:
Porque Moncha Insaurralde
se había encerrado en el sótano de su casa, con algunos -pero no bastantes-
seconales, con su traje de novia que podía servirle, en la placidez velada del
sol del otoño sanmariano como piel verdadera para envolver su cuerpo flaco, sus
huesos armónicos. Y se echó a morir, se aburrió de respirar.
Y fue entonces que el
médico pudo mirar, oler, comprobar que el mundo que le fue ofrecido y él seguía
aceptando no se basaba en trampas ni mentiras endulzadas. El juego, por lo
menos, era un juego limpio y respetado por ambas partes: Diosbrausen y él (24)
Reducidos a una
gesticulación rechinante y hasta grotesca, así como despojados de toda
trascendencia en un universo novelesco que contempla sarcásticamente la
ausencia de Dios, estos degradados e irrisorios rituales personales
constituyen, sin embargo, el nudo narrativo de muchos textos onettianos. Podríamos
citar desordenadamente las indesmayables recorridas portuarias de Kirsten y
Montes, empujados por el sueño de un embarque imposible; los movimientos
mágicos y pueriles que repite inconscientemente el tío Horacio, nuevo Orfeo
lanzado a la búsqueda de una Eurídice infiel; las ceremoniales y violentas
visitas de Brausen a la Queca; e incluso las dulzonas inmersiones en la
nostalgia a las que se entrega Díaz Grey en La casa en la arena:
Cuando Díaz Grey, en el
consultorio frente a la plaza de la ciudad provinciana, se entrega al juego de
conocerse a sí mismo mediante este recuerdo, el único, está obligado a
confundir la sensación de su pasado en blanco con la de sus hombros débiles; la
de la cabeza de pelo rubio y escaso, doblada contra el vidrio de la ventana,
con la sensación de la soledad admitida de pronto, cuando ya era insuperable.
También le es forzoso suponer que su vida meticulosa, su propio cuerpo privado
de la lujuria, sus blandas creencias, son símbolos de la cursilería esencial
del recuerdo que se empeña en mantener desde hace años (25)
También la escritura,
manifiestamente valorada en nuestras sociedades, será objeto de una divertida
ritualización al ocupar el escenario novelesco onettiano. En La vida breve,
por ejemplo, el impulso creador de Brausen, provocado por el miedo a la
enfermedad y la muerte, es precedido muy a menudo por el mismo gesto
convulsivo: una manipulación irreprimible y sistemática de ampollas o cualquier
tipo de medicamento, que caracterizará específicamente al personaje:
Estiré la mano hasta
introducirla en la limitada zona de luz del velador, junto a la cama. Hacía
unos minutos que estaba oyendo dormir a Gertrudis, que espiaba su cara, vuelta
hacia el balcón, la boca entreabierta y seca, casi negra, más gruesos que antes
los labios, la nariz brillante pero ya no húmeda. Alcancé en la mesita una
ampolla de morfina y la alcé con dos dedos, la hice girar, agité un segundo el
líquido transparente que lanzó un reflejo alegre y secreto. Serían las dos o
las dos y media; desde medianoche no había oído el reloj de la iglesia (…)
Había sentido crecer contra mi mano la humedad de su frente, mientras pensaba
en el argumento para cine de que me había hablado Julio Stein, evocaba a Julio
sonriéndome y golpeándome un brazo, asegurándome que muy pronto me alejaría de
la pobreza como de una amante envejecida, convenciéndome de que yo deseaba
hacerlo (26)
Notas
(23) La novia robada, p.
24.
(24) Ibíd., pp. 27-28.
(25) La casa en la arena,
p. 107.
(26) La vida breve, Cap. 2, p. 17.
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