por Ricardo Dudda
Aunque no dudan en postularse como
actores neutrales, las grandes empresas tecnológicas cuentan actualmente con
una capacidad para censurar contenidos completamente arbitraria. Su rol, hoy,
va más allá de un concepto de editor que ellas mismas rechazan: son las
infraestructuras que posibilitan nuestra existencia (o nuestra ausencia) en
internet.
La censura
siempre ha sido cosa de los Estados. Al menos, así la hemos planteado durante
siglos. Hoy, esa visión, muy influenciada por el liberalismo y el libertarismo,
está anticuada. El Estado sigue siendo
el principal actor censor, especialmente en regímenes autoritarios, pero en las
democracias consolidadas hay una censura corporativa que a menudo resulta más
importante. En Silicon Values. The Future of Free Speech
Under Surveillance Capitalism, Jillian York, activista y experta en
libertad de expresión, defiende que «la censura no es un término legal, ni es
dominio exclusivo de los actores gubernamentales. A lo largo de la historia, la
censura ha sido promulgada por la realeza, la Iglesia, el servicio postal, los
editores, el Estado y, sí, también por las empresas». En su libro, York analiza
la capacidad censora de las grandes plataformas tecnológicas y
demuestra que su arbitrariedad es enorme.
El problema viene
de lejos: en la década de 1990 se aprobó una ley en Estados Unidos que permitió
a las empresas tecnológicas defender que «no eran editores,
sino que sólo proporcionaban acceso a Internet o transmitían información y, por
lo tanto, no podían ser consideradas responsables del discurso de sus
usuarios». Bajo esa concepción la censura no era censura, sino tan solo una
forma de controlar el aforo. Sin embargo, cuando comenzaron a crecer, estas
empresas empezaron a tomar decisiones difícilmente justificables que ya no
podían considerarse simplemente como «moderación de contenido»: había
intereses. Y, paradójicamente, esos intereses casi siempre coincidían con los
mismos que mantenían los entes estatales.
Como explica
York, «desde el punto de vista de Mark Zuckerberg, Facebook es un mero
intermediario. El aseguramiento de la libertad de expresión es
una cuestión que deben determinar los gobiernos y sus ciudadanos y, en ese
marco, cuando un gobierno extranjero ordena a Facebook que elimine contenidos,
la empresa se limita a cumplir órdenes». Facebook se convierte, así, en
cómplice de la censura de gobiernos autoritarios.
Hay muchas
teorías sobre el poder de las grandes plataformas tecnológicas. Hay quienes
sugieren que ya no son simplemente empresas privadas, sino que su tamaño las
convierte en utilities (es decir, infraestructuras). Google, por ejemplo, es sinónimo de
internet. No es simplemente una empresa: si no estás en Google, no estás en
internet. Si Google veta tus contenidos no puedes irte a otro lugar. Algo
parecido pasa con Facebook, cuyo poder no tiene contestación.
Para millones de
personas, especialmente en el tercer mundo, Facebook es sinónimo de
internet, sobre todo porque Mark Zuckerberg también es dueño de
WhatsApp. Cuando la red de la compañía ‘cayó’ hace unas semanas, en Occidente
nos permitimos la posibilidad de hacer bromas, pero en países de África, Asia o
América Latina, el apagón fue total: bajo la iniciativa Free Basics, impulsada por Facebook, millones de
personas tienen internet gratis solo a través de la compañía y de WhatsApp;
para ellos, internet es simplemente eso. Si te censuran en esas plataformas, te
censuran ante el mundo.
Para la autora, Facebook no es como un pseudo-Estado, tal y como sugieren muchos. Su poder, en realidad, se parece más al religioso. «Facebook y sus homólogos funcionan más como iglesias que como tribunales; están sujetos a la influencia de los Estados y de los ricos, e ignoran las necesidades de sus súbditos en favor de los que tienen poder. Cuando se retira la fachada de la gobernanza participativa no hay jurisprudencia ni un registro de decisiones que permita comparaciones. En su lugar, hay un mosaico de dogmas y cánones contradictorios que, cuando se escalan, dan lugar a un colonialismo cultural único con una moral miope y unos valores profundamente sospechosos».
(ethic / 27-10-2021)
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