—¿Por qué
van tan despacio? —les preguntó Feliciano Ruelas a los de adelante—. Así
acabaremos por dormirnos. ¿Acaso no les urge llegar pronto?
—Llegaremos
mañana amaneciendo —le contestaron.
Fue lo
último que les oyó decir. Sus últimas palabras. Pero de eso se acordaría
después, al día siguiente.
Allí iban
los tres, con la mirada en el suelo, tratando de aprovechar la poca claridad de
la noche.
“Es mejor
que esté oscuro. Así no nos verán.” También habían dicho eso, un poco antes, o
quizá la noche anterior. No se acordaba. El sueño le nublaba el pensamiento.
Ahora, en
la subida, lo vio venir de nuevo. Sintió cuando se le acercaba, rodeándolo como
buscándole la parte más cansada. Hasta que lo tuvo encima, sobre su espalda,
donde llevaba terciados los rifles.
Mientras
el terreno estuvo parejo, caminó deprisa. Al comenzar la subida, se retrasó; su
cabeza empezó a moverse despacio, más lentamente conforme se acortaban sus
pasos. Los otros pasaron junto a él, ahora iban muy adelante y él seguía
balanceando su cabeza dormida.
Se fue
rezagando. Tenía el camino enfrente, casi a la altura de sus ojos. Y el peso de
los rifles. Y el sueño trepado allí donde su espalda se encorvaba.
Oyó cuando
se le perdían los pasos: aquellos huecos talonazos que habían venido oyendo
quién sabe desde cuándo, durante quién sabe cuántas noches: “De la Magdalena
para allá, la primera noche; después de allá para acá, la segunda, y ésta es la
tercera. No serían muchas —pensó—, si al menos hubiéramos dormido de día”. Pero
ellos no quisieron: Nos pueden agarrar dormidos —dijeron—. Y eso sería lo peor.
—¿Lo peor
para quién?
Ahora el
sueño le hacía hablar. “Les dije que esperaran: vamos dejando este día para
descansar. Mañana caminaremos de filo y con más ganas y con más fuerzas, por si
tenemos que correr. Puede darse el caso.”
Se detuvo
con los ojos cerrados. “Es mucho —dijo—. ¿Qué ganamos con apurarnos? Una
jornada. Después de tantas que hemos perdido, no vale la pena”. En seguida gritó:
“¿Dónde andan?”
Y casi en
secreto: “Váyanse, pues. ¡Váyanse!”
Se recostó
en el tronco de un árbol. Allí estaban la tierra fría y el sudor convertido en
agua fría. Esta debía de ser la sierra de que le habían hablado. Allá abajo el
tiempo tibio, y ahora acá arriba este frío que se le metía por debajo del
gabán: “Como si me levantaran la camisa y me manosearan el pellejo con manos
heladas.”
Se fue
sentando sobre el musgo. Abrió los brazos como si quisiera medir el tamaño de
la noche y encontró una cerca de árboles. Respiró un aire oloroso a trementina.
Luego se dejó resbalar en el sueño, sobre el cochal, sintiendo cómo se le iba
entumeciendo el cuerpo.
Lo
despertó el frío de la madrugada. La humedad del rocío.
Abrió los
ojos. Vio estrellas transparentes en un cielo claro, por encima de las ramas
oscuras.
“Está
oscureciendo”, pensó. Y se volvió a dormir.
Se levantó
al oír gritos y el apretado golpetear de pezuñas sobre el seco tepetate del
camino. Una luz amarilla bordeaba el horizonte.
Los
arrieros pasaron junto a él, mirándolo. Lo saludaron: “Buenos días”, le
dijeron. Pero él no contestó.
Se acordó
de lo que tenía que hacer. Era ya de día. Y él debía de haber atravesado la
sierra por la noche para evitar a los vigías. Este paso era el más resguardado.
Se lo habían dicho.
Tomó el
tercio de carabinas y se las echó a la espalda. Se hizo a un lado del camino y
cortó por el monte, hacia donde estaba saliendo el sol. Subió y bajó, cruzando
lomas terregosas.
Le parecía
oír a los arrieros que decían: “Lo vimos allá arriba. Es así y asado, y trae
muchas armas.”
Tiró los
rifles. Después se deshizo de las carrilleras. Entonces se sintió livianito y
comenzó a correr como si quisiera ganarles a los arrieros la bajada.
Había que
“encumbrar, rodear la meseta y luego bajar”. Eso estaba haciendo. Obre Dios.
Estaba haciendo lo que le dijeron que hiciera, aunque no a las mismas horas.
Llegó al
borde de las barrancas. Miró allá lejos la gran llanura gris.
“Ellos
deben estar allá. Descansando al sol, ya sin ningún pendiente”, pensó.
Y se dejó
caer barranca abajo, rodando y corriendo y volviendo a rodar.
“Obre
Dios”, decía. Y rodaba cada vez más en su carrera.
Le parecía
seguir oyendo a los arrieros cuando le dijeron: “¡Buenos días!” Sintió que sus
ojos eran engañosos. Llegarán al primer vigía y le dirán: “Lo vimos en tal y
tal parte. No tardará el estar por aquí.”
De pronto
se quedó quieto.
“¡Cristo!”,
dijo. Y ya iba a gritar: “¡Viva Cristo Rey!”, pero se contuvo. Sacó la pistola
de la costadilla y se la acomodó por dentro, debajo de la camisa, para sentirla
cerquita de su carne. Eso le dio valor. Se fue acercando hasta los ranchos del
Agua Zarca a pasos queditos, mirando el bullicio de los soldados que se
calentaban junto a grandes fogatas.
Llegó
hasta las bardas del corral y pudo verlos mejor; reconocerles la cara: eran
ellos, su tío Tanis y su tío Librado. Mientras los soldados daban vuelta
alrededor de la lumbre, ellos se mecían, colgados de un mezquite, en mitad del
corral. No parecían ya darse cuenta del humo que subía de las fogatas, que les
nublaba los ojos vidriosos y les ennegrecía la cara.
No quiso
seguir viéndolos. Se arrastró a lo largo de la barda y se arrinconó en una
esquina, descansando el cuerpo, aunque sentía que un gusano se le retorcía en
el estómago.
Arriba de
él, oyó que alguien decía:
—¿Qué
esperan para descolgar a esos?
—Estamos
esperando que llegue el otro. Dicen que eran tres, así que tienen que ser tres.
Dicen que el que falta es un muchachito; pero muchachito y todo, fue el que le
tendió la emboscada a mi teniente Parra y le acabó su gente. Tiene que caer por
aquí, como cayeron esos otros que eran más viejos y más colmilludos. Mi mayor
dice que si no viene de hoy a mañana, acabalamos con el primero que pase y así
se cumplirán las órdenes.
—¿Y por
qué no salimos mejor a buscarlo? Así hasta se nos quitaría un poco lo aburrido.
—No hace
falta. Tiene que venir. Todos están arrendando para la Sierra de Comanja a
juntarse con los cristeros del Catorce. Estos son ya de los últimos. Lo bueno
sería dejarlos pasar para que les dieran guerra a los compañeros de Los Altos.
—Eso sería
lo bueno. A ver si no a resultas de eso nos enfilan también a nosotros por
aquel rumbo.
Feliciano
Ruelas esperó todavía un rato a que se le calmara el bullicio que sentía
cosquillearle el estómago. Luego sorbió tantito aire como si se fuera a
zambullir en el agua y, agazapado hasta arrastrarse por el suelo, se fue
caminando, empujando el cuerpo con las manos.
Cuando
llegó al reliz del arroyo, enderezó la cabeza y se echó a correr, abriéndose
paso entre los pajonales. No miró para atrás ni paró en su carrera hasta que
sintió que el arroyo se disolvía en la llanura.
Entonces se detuvo. Respiró fuerte y temblorosamente.
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