por Juan Arnau
¡Mi querido
lector!, ¡lee, en lo posible, en voz alta! Al hacerlo recibirás con más fuerza
la impresión de que tendrás que habértelas únicamente contigo mismo, no conmigo,
“que no tengo autoridad”, ni tampoco con otros, lo que sería una distracción.
S. K.
A Borges le
preguntaron una vez que le parecería ser Borges por toda la eternidad. Respondió
que estaba cansado de ser Borges, que no sería una buena idea. Pese a ello, las
grandes corporaciones de la biotecnología sueñan con ofrecer el exclusivo
producto (sólo para ciertos bolsillos) de una vida interminable. La eternidad
siempre ha sido una aspiración legítima. El problema es definir qué parte de
nosotros queremos eterna (el cuerpo, la mente o el espíritu) y cuál es mejor
dejar efímera o pasajera. Kierkegaard es el pensador
moderno que más en serio se ha tomado el asunto y sus conclusiones son
sorprendentes.
Para el danés, lo que define al ser
humano no es la razón, ni la capacidad de utilizar el lenguaje abstracto o
metafórico. Lo que nos define es la desesperación. El hombre es ese animal que
desespera. Y esa desesperación sobreviene por ser espíritu, es decir, por ser
eternos. Ser eterno es desesperante, pero también lo es ignorar esa condición.
Kierkegaard convirtió la desesperación en categoría filosófica. Es la enfermedad
esencial del hombre y la llamaba el “incendio frío”. El calor de ese fuego es
la desesperación misma, y el frío la dialéctica, que es lo que caracteriza al
espíritu. El espíritu es dialéctico porque es una síntesis de lo eterno y lo
pasajero, de lo infinito y lo finito, de la posibilidad y la necesidad. Estamos
hechos de opuestos (ya lo dijo Heráclito) y el espíritu es el lugar donde se
reconcilian los contrarios. Nuestra condición híbrida tiene una conclusión:
somos seres desesperados. Y un corolario: nuestro problema no es la muerte,
nuestro problema es ser eternos.
No hay nadie que no sea un
desesperado. Y esa desesperación congénita la tapamos de muchas maneras:
buscando la (frágil) felicidad, contemplando la belleza (efímera) o parapetados
en la ética (puritana). El ajetreo mundano y sus afanes nos permite olvidamos
de ese yo profundo y desesperado que somos. Y lo hacemos generalmente
expandiendo el ego (ese amasijo de manías e inclinaciones mentales). Nos
olvidamos del Uno (que no es un número, como decía Nicolás de Cusa, sino
aquello que hace posible los números), y aceptamos ser un número entre la
multitud. Esa es la forma de desesperación más común. La persona que se ha
perdido de este modo puede tener éxito en la vida, pero su espíritu ha quedado
pulido como un canto rodado, y circula como moneda corriente que va de mano en
mano. Nadie lo considera un desesperado (al contrario, todos se rinden a su
éxito), pero ese ciudadano ejemplar, amante de la previsión y de amontonar
dinero, secretamente lo es.
La desesperación es una pasión
impotente, pues no es capaz de realizar su propia extinción (esa es la ilusión
del suicida). El desesperado cabal desespera por no poder destruirse. Y es
lógico, pues la desesperación prende fuego a algo ignífugo: el espíritu. La
vida es desesperada si falta la posibilidad, pero tan desesperado es quien
carece de posibilidades como quien no tiene ninguna necesidad. Hasta cierta
edad se vive de esperanzas y posibilidades, y estas van menguando hasta que
todo es necesidad. El que se hace ilusiones no es menos desesperado que el que
no se las hace. El fatalista también es un desesperado. Ignora que la
personalidad es síntesis de necesidad y posibilidad. La posibilidad es como la
respiración: un continuo flujo de aspiraciones y el yo fatalista no respira, la
pura necesidad lo asfixia. Sólo el que comprende que todo es posible entra en
contacto con lo divino. Tan desesperado es el soñador como el burgués banal y
sin imaginación que vive a impulsos de lo agradable y lo desagradable y carece
del coraje de ser un espíritu. Frente a esas evasivas, Kierkegaard propone
vivir y profundizar en la paradoja absoluta del espíritu. Quien evita la
paradoja es como el amante que teme la pasión. No sabe que la aspiración última
de la pasión es su propia desaparición, y eso es imposible.
Toda esta visión tiene, claro está,
sus antecedentes. Kierkegaard se arquea como un junco, es espigado y algo
contrahecho. Lleva un pañuelo de seda abrochado al cuello, la mirada clara, los
rasgos afilados, el pelo erguido y arremolinado. Recorre las calles a buen
ritmo y con el andar desacompasado (tiene una pierna más larga que otra), con
la casaca excesivamente abotonada y la barbilla alta. Su estampa es familiar
entre sus conciudadanos. No tanto porque haya sido ridiculizada hasta la
crueldad por una revista satírica local, sino por sus continuos paseos, porque
saborea con gusto e ingenio las conversaciones con sus paisanos, por sus
continuas muestras de afecto con los estudiantes atormentados que se acercan a
él. Su vida breve (como la de Weil o Pico) discurre sobre el
abismo. De joven descubre que su padre maldijo a Dios cuando era cabrero en
Jutlandia. Su melancólico progenitor puede oír la carcajada divina, que se
concreta en su éxito en los negocios. Comprende que debe asumir esa carga. Se
enamora de Regina Olsen, de 14 años, pero renuncia al matrimonio y se consagra
al estudio. Salvo unos meses en Berlín, su vida transcurre en Copenhague. En la
capital alemana escucha las lecciones de Schelling, que le parece un mentecato
y, cuando toda Europa es hegeliana, sostiene que no hay equivalencia entre ser
y razón y que la verdad no solo está lejos de ser “puro pensamiento”, sino que
se parece más a una subjetividad insondable y contradictoria. Como en el caso
de Weil, una experiencia extática lo lleva a abrazar la lucha contra la cristiandad
en nombre del cristianismo. Gasta todo su dinero (heredado gracias a la
maldición de su padre) en la revista El instante. En sus
páginas firman muchos pero sólo escribe él bajo diferentes heterónimos. Cuando
se le acaba el dinero, muere. Arrinconado por la iglesia oficial y los
hegelianos, evita el olvido gracias a Haecker y Heidegger y llega a España a
través de Høffding y Unamuno.
Kierkegaard sostiene que la vida es
indefinible y que solo la íntima tribulación puede decantar las verdaderas
transformaciones. La revolución externa, pública o política, es inane. Postula,
como los antiguos brahmanes, que la vida se compone de etapas. La primera de
ellas es la estética, gobernada por el principio de seducción. Kierkegaard fue
el perfecto seductor y escribió un jugoso diario sobre el asunto. La segunda
etapa es la ética y familiar, la vida como tarea. La tercera es la entrega a la
paradoja absoluta y la fuga hacia lo divino. Lo que permite el paso de una
etapa a otra es el salto (Springet). La vida conduce siempre a la encrucijada y
esta se resuelve mediante el salto. La ruptura es esencial. La angustia es
paralizante, pero el vértigo ante el abismo puede ser trampolín para el salto.
El salto no tiene nada que ver con el devenir lógico-metafísico de Hegel. No
ocurre en la historia sino que pertenece a la vida y la vida nunca es
universal. La ciencia puede explicar los diferentes estados, pero no el salto,
que no puede observarse y, estrictamente hablando, no es un fenómeno. No ocurre
en el mundo, sino fuera del mundo y tiene una naturaleza metafísica
(magnética). Sin embargo, no todos los saltos son iguales. El salto entre la
etapa estética (la vida como posibilidad) y la ética (la vida como tarea) se
realiza mediante la ironía. Mientras que el salto entre la etapa ética y la
espiritual se realiza mediante el humor. La risa (frente a la seriedad de
Hegel) abate con su hacha el árbol de la vanidad, las ramificaciones de las
ambiciones. La risa encierra, como una semilla, el fruto de la sabiduría.
De todos los filósofos que he leído,
Kierkegaard es el mejor escritor (y no sé danés). Le sigue de cerca Nietzsche
y, un poco más rezagados, vienen los “ingleses”: Hume, Berkeley, Santayana y
Bergson (un escocés, un irlandés, un español de Boston y un judío anglo-polaco
nacido en Francia), más claros pero no menos audaces. Dicen los que saben
alemán que Hegel es ilegible y Kant torpe. A veces me pregunto si la buena
filosofía es amiga de la literatura. Sospecho que sí, aunque lo literario
siempre está amenazado por la afectación y la buena filosofía es diáfana. El
estilo de Heidegger o Derrida es una conmoción pasajera (y francesa) que
acabará siendo olvidada.
La exigencia de este gran desesperado que fue Kierkegaard parece ilimitada. Encierra una metafísica de la juventud: toda vida que no se funda de modo transparente en la pura posibilidad (lo divino) es una vida malgastada. Hay quienes prefieren reposar en las nubes de abstracciones como el Estado, la Nación o la Justicia, o en deberes que ligan a los demás. “El niño, que hasta ahora solamente ha tenido a los padres como medida, pronto será un hombre cuando tenga al Estado como medida. ¡Pero qué rango infinito adquiere cuando lo divino se convierte en su medida!”
(EL PAÍS España/ 3-8-2020)
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