Apéndice I
La tormenta (1)
Ahora parecía que estaban
arrojando aguas, rayos, relámpagos y estirados arrastres de truenos sobre la
tierra en confusión, como si desde arriba se quisieran imponer con tamaña
ostentación de fuerzas y, cegando así, así ensordeciendo vaya a saberse a
quiénes, haciendo sopa, pretendieron reducir la fe en sí mismo del que
agarraran por delante. Entre el retumbar, los silbos, los fragores, las súbitas
iluminaciones, al monte lo zamarreaban todo, lo ponían un instante como de día,
de golpe en la oscuridad de más peso lo sumergían. Y desde sus orillas hasta lo
compacto de su centro, allí cada raíz tenía que empeñarse de firme para poder
aguantar los enviones de fuerzas de desentierro entrometidas tan pronto de un
lado, tan pronto de otro, cuando no en franco tirabuzón. Las altas copas se partían,
trizándose, para peor, sus ramas unas con otras en el frenético chasquear. Y se
le venían al suelo a sus árboles, o se les quedaban en colgajos, vueltas
péndulas locas, aventando en pedradas con sus balanceos nidos, pájaros vueltos
plomo por la empapadura y blanqueantes astillas y bolsones de hojerío y agua
sobre agua alrededor del Zorrino ovillado contra un tronco, en compensación muy
alerta el oído cuando sin relámpago, sin relámpago, él se quedaba ciego; que, como
quiera que sea, el relámpago es luz y algo remedia.
Él ya no se preocupaba
por la ropa porque hasta de abajo le había ganado el agua, en un descuido por
atender a la amenaza del forcejeo de un árbol a medio hender. Pero no
resignándose a perder el sombrero entre tamañas sacadas de quicio y venida abajo
y el remontarse brusco de las rachas, había corrido el barbijo so el mentón.
Ante sus encapotados ojos, no ya a los talas y a los sarandíes, hasta los
lapachos mismos y los viraroes, hasta al mismísimo ñandubay meneaban como a
varas las descendidas potencias, les recorrían un fuego y a tironear los
volvía, tapados otra vez por sombras, encima recibiendo cada cual, en desplome,
ruidos, roncas voces, soplos silbantes, crepitación, redobles sobrecogedores,
remedando que el estruendo de un furioso mar, al elevarse hacia el cielo,
quedaba suspendido a cientos de metros de su salir y se echaba otra vez abajo
con toda la imponencia de su vocinglería y de su bramar.
-¡Háganse los locos, no
más, los del mundo y no aprendan a respetar! – Así parecía que decían de allá
mismo, desde las grandes alturas.
Y más lleno de ecos que
un pozo se ponía el viejo matrero cuando presentía que todo viviente, por más
aparatoso y alarife que a los demás se mostrara siempre, en esos precisos
momentos, tapada la cabeza con las cobijas, también pensaría que le reclamaban:
-¡Hable, hablen tanto usté como cualquier otro viviente que salga; digan en qué fundan sus tontas pretensiones!
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