por Pablo Simón
Tener estudios universitarios hace
menos probable el desempleo y da más sueldo promedio, pero no asegura la
movilidad social. Por eso es importante recordar que la educación, por sí misma,
no puede asegurar algo que requiere de una revisión mucho más profunda de
nuestras instituciones.
La idea de movilidad social es un concepto central del
pensamiento ilustrado. Su premisa es que todos los individuos podemos mejorar
nuestra posición social de partida o, al menos, la que heredamos de nuestros
padres. Un pensamiento revolucionario que, en el Antiguo Régimen, cuando se
transmitían las ocupaciones en función del nacimiento, ni siquiera estaba
contemplado.
Dicha movilidad
social tiene un fundamento profundamente meritocrático.
Teóricamente, dado que todas las posiciones están abiertas a la competencia y
que gracias a la educación podemos
desarrollar las aptitudes para disputarlas, nuestro sistema sería fluido.
Así, las desigualdades existentes estarían basadas en el éxito, en el
mérito, que nace de la combinación de nuestras capacidades naturales y del esfuerzo personal.
En la práctica,
en cambio, sabemos que es más complejo. Es cierto que gran parte de la
población europea ha experimentado una movilidad social ascendente desde la II
Guerra Mundial. No obstante, esta transformación se debió más a cambios estructurales que a vivir en una sociedad
con igualdad de oportunidades. Unos países de rápida modernización hicieron
fácil que, como pasó en España, un baby boomer hijo
de un ganadero pudiera mejorar el nivel educativo y la posición laboral que
tenían sus padres. Sin embargo, cuando ese cambio estructural se moderó, el
agua se volvió a estancar.
En esta
transformación social, la universalización de la
educación jugó un papel clave. En los años 50, menos del 10%
de los alumnos se matriculaba en secundaria, así que hubo que expandirla en
tiempo récord cuando llegó la democracia. Esto fue algo que se hizo en
paralelo a la educación superior. Como resultado, hoy en nuestro país tenemos
una tasa de jóvenes universitarios del 41%, lo que nos sitúa en una media
razonable respecto a la Unión Europea.
Y es que,
efectivamente, la universidad española venía a colmar muchos anhelos de
movilidad social. El viejo lema «El hijo del obrero, a la universidad» refleja
bien esta aspiración. La proliferación de centros universitarios
públicos en cada rincón del país –en parte para paliar la
ausencia de becas– fue aposentando el nuevo sistema de enseñanza superior
español. Hoy, incluso con todas las críticas que lo rodean, el sistema
universitario tiene un rendimiento razonable dado el escaso nivel de inversión
pública que se le dedica tanto en investigación como en enseñanza.
No obstante, la
historia es diferente cuando hablamos de su capacidad para generar movilidad
social. Decenas de investigaciones han mostrado cómo las familias acomodadas logran el éxito de alumnos
mediocres a través de refuerzos extraescolares (lo que permiten el desarrollo
de soft skills), algo que se ha traducido tanto en el
acceso como el rendimiento en la educación superior.
Asimismo, los
alumnos de familias con recursos siempre tienen una segunda oportunidad, y también pueden cambiar a
centros educativos de menor exigencia. Incluso con mecanismos sutiles, la estratificación
es persistente. No es casualidad que un buen predictor de estudiar carreras
CTIM (ciencia, matemáticas, ingeniería o medicina), las de mayor
empleabilidad y salario, suela relacionarse con venir de un hogar acomodado o
con padres universitarios.
A esto, además,
se le suma la terrible voracidad de nuestro mercado de trabajo,
que hace que el 29% de los titulados universitarios no haya accedido a un
puesto acorde a su cualificación antes de los 35 años. Es decir, que están
subempleados. Por supuesto que tener estudios universitarios hace menos propenso el desempleo y da más sueldo
promedio, pero, de nuevo, no asegura la movilidad social.
Quizá por eso es importante recordar que la educación, por sí misma, no puede asegurar algo que requiere de una revisión mucho más profunda de nuestras instituciones, desde el estado de bienestar al mercado de trabajo. Ir a la universidad es poner un pie en el estribo, pero no todos los caballos parten de la misma posición.
(ethic / 29-9-2021)
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