por Eva Güimil
Superó la condición de estrella juvenil, un intento
de magnicidio y varios reveses profesionales. Y es de las pocas que aún
mantienen opiniones y amistades controvertidas en uno de los momentos más
polarizados de Hollywood.
El discurso en los Globos de Oro de 2013 en el que
contó que es lesbiana
En la última edición de los Globos de Oro, la ganadora al premio a mejor
secundaria, Jodie Foster (California, 58 años), escuchó a Jamie Lee Curtis leer su
nombre en pijama y desde el salón de su casa —cosas de la pandemia— y junto a su
esposa, Alexandra Hedison, y su perro, Ziggy. Así, de manera
casual, disfrutamos de un momento que hace apenas una década habría sido
inimaginable. Desde los albores de la industria, homosexuales y lesbianas se
habían visto obligados a esconder sus afectos so pena de perder sus carreras.
Apenas ocho años antes, Foster había elegido otra de las galas de la prensa extranjera para
confirmar lo que era un secreto a voces. En su mesa, emocionado y sentado junto
a los hijos de la actriz, estaba Mel Gibson, homófobo indisimulado y uno de sus mejores amigos,
como también lo es otro homófobo recalcitrante, James Woods. Jodie Foster,
como escribió Walt Whitman, contiene multitudes.
Aquella noche de 2013, Foster se
había convertido en la primera gran estrella que hablaba públicamente de
su homosexualidad. Lo habían hecho antes otros intérpretes —pocos— y, desde luego, nadie
a quien se pudiera catalogar como una verdadera luminaria. Alguien cuyo nombre
no solo puede encabezar proyectos, sino que es reconocible incluso por quienes
jamás han visto una película suya. Como reza el documental que Movistar estrena
mañana, Jodie Foster lleva a Hollywood en la sangre.
Foster forma parte de la industria
desde que a los tres años acompañó a su hermano a grabar un anuncio de
Coppertone y, como marca el cliché, acabó siendo quien lo protagonizó. A los 10
años ya acumulaba cincuenta créditos como actriz entre series y películas, y
hasta se había llevado el mordisco de un león. Fue a los nueve, durante el
rodaje de Napoleón y Samantha (1972) junto a Michael Douglas. Aquel suceso que
habría sido traumático para cualquiera tuvo un efecto imprevisible. Como
le confesó años después a Andy Warhol, ese mordisco fue
determinante para seguir con su incipiente carrera: “Pensé que si podía superar
eso, podría ser actriz de por vida”.
Y lo fue. A los 13 ya trabajaba por
segunda vez con Martin Scorsese. Había sido la
niña ambigua de Alicia ya no vive aquí (1974), pero a pesar de
aquella experiencia no fue su primera opción para el papel de Iris, la
prostituta infantil con la que Robert de Niro se
obsesionaba en Taxi driver (1976). La elegida por Brian de
Palma, el primer director previsto, había sido Melanie Griffith, pero su madre
Tippi Hedren no lo permitió. La de Scorsese fue Linda Blair, pero cuando esta
se apeó del proyecto llegó Foster. Y su madre no fue tan remilgada como Hedren.
Por entonces Jodie llevaba ocho años sosteniendo económicamente a la familia.
“Esa película cambió mi vida por
completo. Fue la primera vez que me di cuenta de que actuar no era un
pasatiempo, sino que en realidad había algo de artesanía” declaró en 1991
a The New York Times sobre la película que la consagró y en la
que conoció a uno de sus grandes amigos, Robert de Niro. “De Niro me hizo
entender el proceso de actuar, lo que era crear un personaje y eso fue un
desafío”. Taxi Driver se convirtió en un éxito incontestable,
le proporcionó su primera nominación al Oscar y la llevó
al Festival de Cannes. Cuando llegaron las preguntas de los medios
locales, aquella niña diminuta respondió en un perfecto francés para éxtasis de
la prensa. Tenía apenas 13 años y en el festival se proyectaban tres películas
suyas: Taxi Driver, Bugsy Malone (un musical sobre
la Ley Seca interpretado exclusivamente por niños, así eran los setenta)
y La muchacha del sendero. The Washington Post describió a
Foster como “un talento cinematográfico prodigioso en ciernes”.
Prodigiosa y
diferente
Cuando Warhol preguntó a Foster en
1980 si ya tenía citas, ella respondió: “¿Por qué desperdiciar mi fantástica
vida infantil en ser una joven libertina?” Y así, cuando otras estrellas
adolescentes se adentraron en las adicciones, ella se adentró en Yale. Foster combinó
sus estudios de Literatura Inglesa con su transición entre los papeles de niña
a adulta. A saltos entre Disney (Viernes loco, 1976) y los
dramas adolescentes (Zorras, 1980), su carrera
iba tomando forma. Y entonces, el 30 de marzo de 1981 tuvo lugar el suceso que
cambiaría su vida para siempre. John Hinckley Jr., de 25 años, disparó al presidente Reagan para captar su atención.
La mujer que paseaba discretamente
por el campus de Yale feliz de mantener algo parecido al anonimato, se
convirtió en la más famosa del mundo. Mostrando la misma determinación que ha
marcado su carrera, no dejó que aquel suceso condicionase su vida. Tres días
después y mientras el intento de magnicidio seguía abriendo los informativos de
medio mundo, protagonizó una obra de teatro en la universidad. La mujer que
había crecido ante las cámaras se volvió más reservada y empezó a valorar una
privacidad que realmente no había tenido nunca.
Los ochenta empezaron con un
desequilibrio emocional y también laboral. Su carrera estuvo al borde del
precipicio tras un puñado de fracasos y alguna joya incomprendida como El hotel New
Hampshire (1984), la adaptación de Tony Richardson de la novela de John Irving. Foster compartía
cartel con Rob Lowe y en plena eclosión del brat pack el
mundo la confundió con otra comedia generacional, cuando era mucho más.
Los que habían vaticinado que algún
día se convertiría en una gran estrella empezaban a dudar de su premonición y
la propia actriz se planteaba abandonar su carrera cuando en 1988 llegó Acusados, una historia
basada en un hecho real: la violación en grupo de una camarera en un bar
abarrotado mientras los presentes jaleaban a los agresores. En un principio,
Paramount no la quería para el papel porque “no era sexi” (en palabras del
productor Stanley Jaffe). Querían a Kelly McGillis, pero la estrella de Top Gun, que había sufrido una
violación años atrás, estaba más interesada en el papel de abogada. Para
interpretar a Sarah sugirió a Foster. Por entonces se rumoreaba que eran pareja
y por tener a McGillis en la película aceptaron. El resultado se saldó con el
primer Oscar para Foster.
El valor de ese Oscar queda más
patente cuando se tiene en cuenta quiénes eran el resto de las nominadas: Meryl Streep, Sigourney Weaver, Melanie Griffith y Glenn Close, las dos últimas
en las que son objetivamente sus mejores interpretaciones (Armas de mujer y Las
amistades peligrosas). Además de reactivar la carrera de Foster, Acusados fue
un fenómeno social que puso por primera vez el foco en la revictimización de
las mujeres agredidas sexualmente. La secuencia de la violación de Sarah fue la
más larga, prolija y realista rodada hasta aquel el momento en una película de
Hollywood. Su grabación duró cinco días y fue una experiencia tan traumática para
el equipo que los actores implicados en su agresión terminaron entre lágrimas.
A pesar de su reluciente estatuilla
también tuvo complicado acceder a su siguiente gran éxito. A Jonathan Demme ni
se le había pasado por la cabeza contratarla como la Clarice Starling de El
silencio de los corderos (1991). Pretendía a Michelle Pfeiffer, con quien había
trabajado en Casada con todos y después de que esta rechazase
la propuesta por “demasiado oscura” le envió el guion a Meg Ryan.
Foster, que había intentado comprar
los derechos de la novela y conocía su potencial, insistió en hacerse con el
papel. Demme, que detestaba su interpretación en Acusados, se negó.
Pero esta vez los productores, conscientes de lo beneficioso que resultaría en
taquilla contar con una actriz oscarizada, se impusieron. Y no solo le dieron
el papel, también accedieron a facilitar una de sus grandes ambiciones: detrás
de la cámara. “Y mira lo que pasó”, recordó Demme años después. “Me enamoré locamente de ella. Ha
hecho su debut oficial como directora con El pequeño Tate (1991)
pero ciertamente practicó mucho en El silencio de los corderos”.
La de los noventa fue su mejor
década: empezó con su segundo Oscar gracias al thriller de
Demme y continuó con éxitos como Sommersby (1992), Maverick (1994)
y Contact (1997). La primera
trajo consigo algo importante: en ella conoció a su pareja, la coordinadora de
producción Cydney Bernard, con la que mantuvo una relación durante 15 años y
tuvo dos hijos. En la segunda comenzó a fraguar su amistad con Mel Gibson, algo
que ha dado más que hablar que sus relaciones de pareja. Sobre todo después de
que lo apoyase tras ser acusado de maltrato.
A ella no le importan demasiado las
opiniones ajenas. Como no le importó cuando el movimiento Me
Too cuestionó su trabajo con Roman Polanski en Un dios salvaje (2011). Nunca mostró arrepentimiento por
ello. Cuando aceptó el papel conocía perfectamente las acusaciones contra el
director, las conocía todo el mundo. Tampoco se lanzó a renegar de Woody Allen, con quien trabajó
en Sombras y niebla (1991). “Padecemos un exceso de
declaraciones. Nadie necesita oír a otro actor hablando del tema”, zanjó en 2018. No sintió la misma epifanía que su compañera de reparto Kate Winslet, que el año pasado
y mientras promocionaba Ammonite —y esperaba una nominación al
Oscar—renegó de su trabajo con ambos directores. “La justicia a golpe de Twitter no es el
camino a seguir”, declaró al respecto.
Las (pocas)
decepciones
Foster también ha vivido grandes
decepciones, como su frustrado intento de llevar a la pantalla la vida de Leni Riefenstahl, una de las
primeras directoras de cine, y la favorita de Hitler. Un proyecto tan
controvertido que hoy parece irrealizable hasta para alguien tan curtida como
Foster. Tampoco pudo sacar adelante Flora Plum, la historia de un
artista de circo durante la Gran Depresión. Un accidente de Russell Crowe en el set de rodaje paralizó indefinidamente la producción. Meses
después, otro accidente reactivó su propia carrera como actriz: el de Nicole
Kidman en Moulin Rouge, que dejó a David Fincher sin estrella
cuando La habitación del pánico llevaba medio mes de
producción.
Jodie Foster se incorporó como la
improbable madre de Kristen Stewart, la película fue
un éxito y entre ambas se creó un vínculo que aún se mantiene. Foster la apoyó
tras sus primeros escándalos sonados y años después Stewart fue la encargada de
hacer los honores el día que la actriz y directora recibió su estrella de la
fama. Es difícil encontrar una película en la que la actriz no haya forjado una
amistad inquebrantable.
En los últimos años, su presencia ante las cámaras ha disminuido en relación a su trabajo como directora, pero cuando ha recuperado el primer plano, como en El mauritano, ha demostrado que The Washington Post no se equivocó con su predicción: su talento es prodigioso. Como actriz y, en un Hollywood cada vez más polarizado, también como pacificadora.
(EL PAÍS España/ 15-10-2021)
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