jueves

LA BATALLA DE LEPANTO: DOS ARMADAS FRENTE A FRENTE

 

por Juan Carlos Losada 

 

El 7 de octubre de 1571 tuvo lugar la mayor batalla naval de la historia moderna. Más de 400 galeras y casi 200.000 hombres se enfrentaron en una lucha que mostró el poder de la artillería europea sobre la marina otomana

  

Hacía años que las naves turcas se habían lanzado al control del Mediterráneo occidental. Las costas italianas y españolas estaban cada vez más amenazadas y Malta estuvo a punto de ser tomada en 1565. Ante el creciente peligro, España, Venecia y los Estados Pontificios formaron una alianza para enfrentarse a la armada turca y detener su avance. Así se constituyó la Liga Santa, que se puso bajo el mando de don Juan de Austria, el hijo natural de Carlos Vpues no en vano España sufragaba la mitad de los costes de la alianza. Tras concentrarse en Mesina, la armada cristiana zarpó hacia aguas griegas a mediados de septiembre de 1571. Chipre, tras la capitulación de Famagusta, acababa de caer en manos otomanas, pero quedaba la posibilidad de derrotar a la flota turca atracada en el golfo de Lepanto, al este de Grecia.

 

Al amanecer del 7 de octubre, los buques de la Liga Santa comienzan a desplegarse en la boca del golfo. Lo hacen a fuerza de remos al no tener el viento a favor, cosa que sí tienen los turcos que salen del puerto dispuestos al combate. Pero por suerte para los cristianos el viento amaina y los otomanos no pueden aprovecharlo, lo que da tiempo suficiente a los primeros para desplegarse en orden de batalla. Lo hacen en tres cuerpos formados en línea, y con una reserva en retaguardia. Los musulmanes, bajo el mando del almirante Alí Pachá, también forman en tres cuerpos, desplegados en forma de media luna. En total son 204 galeras cristianas por 205 galeras turcas. Unos cincuenta barcos más pequeños y ligeros por bando les acompañan, cumpliendo misiones de enlace y exploración. La escuadra cristiana está compuesta por un total de 90.000 almas y su enemiga, por un número similar.

 

A primera vista, las fuerzas parecen equilibradas, pero la realidad es otra. Los hombres de don Juan de Austria suman unos 36.000 soldados de infantería, más unos 34.000 marineros y galeotes libres que son armados para que, llegado el momento y cuando ya no sea necesario que sigan remando, se sumen también al combate. Otros 20.000 hombres van como remeros forzados; de ellos, los que no son esclavos comienzan a ser desencadenados con la promesa de libertad e indulto de sus penas si demuestran su valor en la lucha. En la armada otomana los hombres de armas son menos, en torno a 20.000. Además tienen el problema de que un elevado número de sus galeotes son esclavos, en gran parte cristianos, por lo que no son muchos los que pueden liberar para que les ayuden en la batalla. Por lo tanto, la flota de la Liga Santa dispone del doble o triple de combatientes que el enemigo, lo que va a ser determinante en el resultado final.


CÁNTICOS DE GUERRA

 

A las nueve de la mañana, ambas escuadras se divisan con claridad y mientras avanzan una contra otra van desplegando las banderas y los estandartes, sacan las imágenes y los crucifijos, suenan trompetas y tambores, se reza, bendice, canta, baila, grita y arenga, tratando de provocar el paroxismo y motivar al máximo a los combatientes. A los remeros se les da vino y comida para que afronten el embate con energía. Al mismo tiempo se despejan las cubiertas, se amontonan las municiones y se preparan las armas y las herramientas de abordaje. Poco a poco los cristianos consiguen situar en vanguardia a las seis galeazas, galeras más altas, grandes, muy pesadas y lentas, pero fuertemente armadas, cuya misión es hendir y romper la formación enemiga. Han pasado cinco horas desde que las dos flotas se han avistado. Poco a poco se van acercando. Las galeras navegan en paralelo sin apenas poder maniobrar; sólo marchan hacia adelante al ritmo de la boga, hacia el choque. Son las doce del mediodía y el infierno está a punto de desatarse.

 

A esa hora, cinco de las seis galeazas cristianas, que marchan a la vanguardia de la flota, se aproximan a los turcos. Semejantes a castillos, cuentan con 44 piezas de gran calibre cada una. Los otomanos les disparan, con escasos resultados; en cambio, los cañones de las galeazas arrasan las cubiertas de los buques próximos y envían a pique a varias galeras turcas. La armada del comandante turco, Alí Pachá, les deja atravesar sus filas para sufrir menos daños, esperando el choque con el grueso de la flota de la Liga.

LA ARTILLERÍA ABRE FUEGO

 

La tensión crece en las dos armadas, que están sólo a unos centenares de metros. Ambas saben que han de disparar sus cañones lo más tarde posible para causar más estragos, pues luego, en el fragor del combate, será muy difícil la recarga. La mayor parte de las gruesas piezas de artillería sólo podrá disparar una vez. En esta guerra de nervios son los otomanos los que disparan primero, pero casi todos sus proyectiles van a parar al mar. Cuando ya les separan menos de cien metros, los cañones de las galeras de la Liga empiezan a vomitar su carga, barriendo las cubiertas otomanas. A esa distancia no hace falta apuntar: se dispara a bulto, sabiendo que las balas y la metralla impactarán en los cuerpos y buques enemigos.

 

Cuando se produce el choque, muchos de los espolones de las galeras consiguen clavarse en los costados del enemigo, rompiendo remos y cubiertas. Ahora, borda con borda, comienza otra batalla. Ya no es una batalla naval, es un abordaje en el que las infanterías se lanzan a luchar sobre una aglomeración de barcos trabados entre sí por garfios, tablones y pasarelas. El azar y los choques de las embarcaciones hacen que los hombres de una galera tengan a veces que luchar contra dos, tres y hasta cuatro navíos enemigos que la rodean. Sin embargo, lo normal es que cada barco escoja a su oponente y se enzarce en una lucha furiosa. Los soldados cristianos disparan una y otra vez sus arcabuces, a lo que los otomanos responden mayoritariamente con flechas. El objetivo de cada fuerza embarcada es conseguir abordar al contrario y combatir en su puente a golpe de espada hasta matar o echar por la borda a todos los contrincantes.

 

LA HORA DE LA INFANTERÍA

 

El golfo de Lepanto se convierte en un gran campo de batalla que, a su vez, se fragmenta en cientos de pequeños escenarios en los que la suerte puede ser diversa. Ambos bandos cruzan fuego de arcabuz y de pistolas, flechazos, lanzadas y hasta fuego griego, la famosa bomba incendiaria inventada por los bizantinos. No se hacen prisioneros, salvo aquellos capitanes distinguidos por los que se pueda pedir un suculento rescate. El ala izquierda cristiana, que está junto a la costa, es la primera en entrar en combate. Ahí están los venecianos comandados por el almirante Barbarigo, quien morirá de un flechazo en un ojo. En los primeros momentos se ven parcialmente desbordados por los turcos, pero, habiendo sido reforzados por alguna nave del centro y de la reserva de Álvaro de Bazán, logran imponerse y obligan al enemigo a huir a tierra tras matar a su comandante Sirocco. El centro de don Juan de Austria entra en lucha a continuación, entablando combate frontal con las naves de Alí Pachá e imponiendo su potencia de fuego y su infantería, superior a los jenízaros enemigos.

EL BALANCE DE LA CARNICERÍA

 

Sólo el ala derecha, comandada por Andrea Doria, que se ha alejado a mar abierto, es desbordada y envuelta por el grupo de Uluch Alí, quien logra hundir y arrasar unas cuantas galeras cristianas. Entre ellas está la nave capitana de la Orden de Malta, cuya tripulación es exterminada. Pero la llegada de refuerzos del centro y la reserva hace huir a los turcos con lo que queda de sus barcos, llevándose una galera veneciana como botín.

 

A las cuatro de la tarde, la batalla parece llegar a su fin.

 

Es la hora del saqueo, y las tripulaciones porfían y discuten por ver cuántas galeras enemigas logran remolcar. El balance de bajas en la Liga es aterrador: 15 galeras perdidas (una de ellas capturada), 7.650 muertos y 7.784 heridos. En el bando otomano se han hundido también 15 galeras y otras 160 han sido capturadas (las cifras exactas difieren según los distintos comandantes), aunque algunas de éstas quedan en tan mal estado que pronto se irán a pique. El número preciso de muertos se desconoce, pero se evalúa en unos 30.000. Más exacta es la cifra de prisioneros, unos 8.000, que serán convertidos en esclavos. Son liberados asimismo unos 12.000 galeotes cristianos, entre los que hay numerosas mujeres.

 

Cuando el almirante veneciano, Venier, volvió a Venecia, tras abrirse camino entre la multitud informó al dogo de forma solemne: «Llevo, Serenísimo Príncipe, la más noble y admirable Victoria. La Armada turca, toda vencida y derrotada por los nuestros. Poquísimos se salvaron. Sed contentos y gloria a vos».

 

El olvido que seremos trata la relación de Héctor Abad Faciolince con su padre, Héctor Abad Gómez, médico, profesor universitario y articulista que, sin militancia política alguna –algunos lo han tachado de marxista y, otros, de burgués– se caracterizó por su lucha en defensa de los derechos sociales y de la libertad, cuya violación en la Colombia de la segunda mitad del siglo XX denunció públicamente, motivo por el que murió asesinado en Medellín en 1987 cuando iba a dar un pésame. Llevaba en el bolso de su chaqueta el poema de Borges que daba comienzo a esta pieza.

 

El libro comienza con una confesión extremada: «El niño, yo, amaba al señor, su padre, sobre todas las cosas. Más que a Dios. Un día tuve que escoger entre Dios y mi papá, y escogí a mi papá». Pero este amor filial –más propio de los hijos hacia sus madres pues, al menos en Colombia, como en otros países, las muestras de cariño entre padres e hijos son más contenidas (así lo reconoce el propio escritor)– tiene como base el amor incondicional del propio padre padre – «todo lo mío es tuyo, coge lo que necesites»–.

 

En un cuaderno de apuntes que Abad Faciolince recogió después del asesinato –Manual de Tolerancia–, su padre había escrito «si quieres que tu hijo sea bueno, hazlo feliz. Los hacemos felices para que sean buenos y para que luego su bondad aumente su felicidad». Desde luego, Héctor (padre) consiguió su objetivo, porque, como reconoce su hijo, «ahora pienso que la única receta para poder soportar lo dura que es la vida al cabo de los años es haber recibido en la infancia mucho amor de los padres». «Sin ese amor yo hubiera sido menos feliz».

 

Ese amor incondicional se concretaba en la confianza absoluta del padre en su hijo y en el respeto tolerante a su crecimiento personal, como muestra, por ejemplo, el hecho de que durante un año, que Héctor (padre) fue consejero cultural en la embajada de México, Abad, con 19 años, le acompañó «sin ningún objetivo académico ni laboral» –y tampoco reproche alguno de su padre– todas las mañanas en la casa de Ivan Restrepo, leyendo «con una pasión y una concentración que quizá nunca he vuelto a sentir con ninguna lectura» los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, que marcarían su vida como lector y como escritor. La evidencia la encontramos en los temas que trata en El olvido que seremos, tan análogos a lo que Proust tratara en los siete volúmenes de Recherche: el paso inexorable del tiempo, la enfermedad, la muerte, las clases sociales, la sexualidad, la literatura, la política y la guerra.

 

Esa confianza absoluta en el hijo la demostró siempre Héctor (padre), pues «sin haber leído un cuento, ni mucho menos un libro mío, a todo el mundo le decía que yo era escritor, aunque me diera rabia que diera por hecho lo que era solo un sueño». Y junto a la plena confianza y las muestras de amor incondicional, el respeto tolerante al desarrollo del hijo en todas las facetas y el empeño en inculcarle el amor a la belleza.

 

Del respeto tolerante, el libro deja más de una muestra, pues siendo el padre crítico con la Iglesia dejó que su hijo descubriera por sí mismo en lo que creía (o no) sin interferir en influencias como el ambiente religioso de la casa familiar o la fe de su esposa. Respeto tolerante. De adolescente, Héctor le confiesa a su padre ciertas dudas sobre su orientación sexual y él le aconseja que el tiempo lo resolverá, asegurándole que, en cualquier caso, su amor incondicional seguirá intacto. Respeto tolerante, en fin, a la intimidad del hijo, a lo que solo él sabe de sí mismo y quiere mantener oculto; respeto también a lo que incluso está oculto para todo el mundo, para los demás y para él mismo.

 

También el padre quiso mantener ciertos secretos sobre su intimidad, y el hijo supo respetarlos siendo callado testigo: «No confesiones y franquezas brutales, que suelen ser más un peso para los hijos que un alivio para los padres, sino pequeños síntomas y signos que dejaban entrar rayos de luz en sus zonas de sombra, en la caja oculta de nuestra conciencia».

 

Rememora Héctor el momento en el que su padre le invitó por tercera vez a ver la película de Visconti, Muerte en Venecia. «La primera vez que la vi –le aseguró el padre– solo me impresionó la forma. La última vez entendí su esencia, su fondo. Lo comentaremos esta noche». No la comentaron porque «quizá había algo que yo no quería entender a mis diecisiete años», confiesa Héctor (hijo). Un decenio más tarde, tras la muerte de su padre, y al escarbar en sus cajones llegó a comprender lo que su padre quería: no era otra cosa «que yo entendiera y sintiera todo el esfuerzo, el trabajo, la angustia, el aislamiento, la soledad y el intenso dolor que la vida exige a quien escoge el difícil camino de crear belleza».

 

Precisamente, el esfuerzo artístico de alcanzar la belleza es el que eligió Thomas Mann al escribir ese pequeño libro y representar la belleza no en una muchacha, sino en un joven, a fin de que los lectores no crean que la atracción del protagonista es algo más que una atracción sexual: Luchino Visconti, al dirigir la película y elegir entre cientos de muchachos a Björn Andrésen para encarnar el personaje de Tadzio; Gustav Mahler al componer el adagietto de la Quinta Sinfonía, elegida por Visconti para la película; y también el propio Héctor Abad Faciolince, no solo por escribir tan sincero y bello, sino por enseñarnos además de los valores fundamentales que debemos transmitir a nuestros hijos, que al final solo el amor incondicional que hayamos dado y las obras bellas que hayamos realizado permanecerán más allá del olvido que seremos.


(NATIONAL GEOGRAPHIC / 6-10-2018)

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