por David Lorenzo Cardiel
El futuro del trabajo está
caracterizado por las nuevas tecnologías y la robótica pero, sobre todo, por la
posibilidad, cada vez más palpable, de poder dedicar menos horas de nuestras
vidas a las tareas productivas. ¿Podremos, por fin, disfrutar del simple hecho
de vivir?
El trabajo es una
parte indiscutible de nuestras vidas, pero no de forma exclusiva: es
también esencial en la existencia de otros seres vivos
como animales, plantas o incluso organismos unicelulares. Vivir implica,
necesariamente, realizar diferentes labores que aseguren la subsistencia y, a
la vez, faciliten un modo de estar en el mundo diferenciado en la naturaleza de
cada propio ser.
Los seres humanos
no somos indiferentes a ese proceso que nos permite construir la civilización.
Sin embargo, la discusión acerca del papel que representa el trabajo en
nuestros días no es nuevo: desde la antigüedad hasta las modernas ciencias
sociales, se ha analizado la manera de aunar el ocio, la participación en los
asuntos públicos y el descanso con la actividad laboral. ¿Proporcionarán los
nuevos desafíos ambientales –y el acelerado desarrollo de las tecnologías
computacionales y la robótica– un futuro con trabajos menos arduos y mayor
tiempo para los asuntos propios y colectivos?
Una
época de cambio (también laboral)
Una de las
principales consecuencias que –en la opinión de la mayoría de expertos– deberá
ir de la mano de cualquier cambio en la economía es la reforma del mercado de
trabajo. La necesidad de reducir el uso de determinados materiales, como el
plástico y otros derivados del petróleo, el abandono progresivo del uso de
combustibles fósiles y las consecuencias de una mayor demanda de energía van a
obligar a cambiar la implicación de los trabajadores en su actividad laboral:
no hará falta invertir tantas horas de trabajo diarias,
ni una presencia de tantos días en el puesto de trabajo, para mantener –o
incluso aumentar– el rendimiento y la productividad.
En esta línea se
dirigen las propuestas como la reducción de la jornada laboral a un total de cuatro días. De hecho, tras las aparentes
conclusiones de éxito de estas propuestas en países como Islandia, algunas
empresas y Estados ya han comenzado a trazar sus planes para ir aplicando esta
nueva medida por sectores. Una estrategia que, para que no implique un
deterioro en la calidad de vida de los ciudadanos, necesita ir acompasada desde
el primer momento por una legislación que impida reducciones salariales que
debiliten no sólo la economía individual y familiar, sino la común, con una
consiguiente reducción drástica de impuestos que debilitarían los Estados del bienestar, todavía vigentes e imprescindibles
para garantizar un nivel de vida adecuado para todos los estratos sociales.
Uno de los
factores esenciales en esta nueva organización laboral es
el papel del trabajador, el cual ha estado transformándose ya durante las
últimas décadas. El empleado, hoy, ha pasado de ser un elemento especializado
dentro de una cadena productiva –sea este un funcionario, un obrero o un
oficinista– a adquirir un papel cada vez más transversal en el ambiente de la
empresa pública y privada. Y si bien en el contexto laboral de nuestros días
todavía resulta residual encontrar empresas que ofrezcan esta clase de
incentivos, todo apunta a que se van a ir haciendo más comunes, al menos entre
los puestos de mayor carga intelectual y responsabilidad.
A ello ha de
sumarse que, junto con la trágica llegada de la pandemia, ha aterrizado también
el teletrabajo,
odiado y deseado a partes iguales. Tras milenios donde la actividad laboral se
ha fraguado habitualmente fuera del hogar, sorteando epidemias, guerras y
penurias de toda clase, podemos llegar a sopesar como un pequeño lujo el hecho
de poder trabajar desde nuestras casas. No obstante, el confinamiento de la actividad
laboral en el hogar puede suponer problemas como la ruptura de la
imprescindible diferenciación entre el tiempo de trabajo y el de ocio y
el aumento de la tensión en la convivencia de las familias (y vecinos). Incluso
es posible llegar a sufrir ciertos abusos por parte de los empleadores, que
pueden ahorrar recursos estratégicos como el consumo eléctrico y el
mantenimiento de instalaciones y, sin embargo, cargárselos a sus empleados a
cambio de trabajar desde casa; de nuevo, se hace imperioso una contundente
reforma laboral que proteja y garantice los derechos de los trabajadores.
Por otra parte,
las dificultades de inclusión de los jóvenes en puestos de trabajo que les
proporcionen salarios de calidad no sólo están anquilosando la economía, que
depende inexorablemente del nivel de acceso a los mercados por parte de la
ciudadanía, sino que compromete futuras readaptaciones de la producción. Si no
son los jóvenes quienes reciclen sus habilidades, amplíen su formación y sean
recompensados con una masa salarial que les permita contribuir al bien común,
¿quiénes lo harán? La propuesta de retrasar la edad de jubilación suma,
además, riesgos innecesarios en la salud de personas que
en multitud de ocasiones llevan trabajando desde la adolescencia, pues proceden
de una época en la que el acceso al mundo laboral era bastante más temprano que
en la actualidad y en la que, además, los medios para seguir estudiando, en la
mayoría de situaciones, eran particularmente escasos. Aparte de la discusión
ética sobre tales medidas, es lógico imaginar que, si el futuro ha de pertenecer
a las siguientes generaciones, son éstas quienes deben tomar su timón en todos
los aspectos de la sociedad cuando llega su momento.
Del ‘animal laborans’ al ‘homo faber’
La pregunta que
subyace a este panorama de remodelación de las relaciones laborales es qué rol
jugaremos en ellas y en la sociedad que definan. ¿Seguiremos siendo animales trabajadores, condenados a unas actividades
que nos desvían de la contemplación y del ocio, como sugiere Aristóteles
en Metafísica, o evolucionará la concepción del trabajo
hacia formas que nos permitan mayor tiempo para cuidar –y ser cuidados– y
disfrutar del simple hecho de vivir?
Si bien las expectativas generadas en un cambio de modelo productivo y económico –así como en la robotización– alientan la esperanza en una nueva forma de redistribución de la riqueza, lo cierto es que la intervención humana en la fuerza de trabajo sigue siendo indispensable, y previsiblemente lo seguirá siendo. Sólo mediante los frutos de un diálogo ilustrado entre intelectuales, científicos, políticos, empresarios y trabajadores se podrá trazar un mundo del mañana donde, además de trabajar, dispongamos del tiempo y de la suficiente serenidad mental para ocuparnos de los asuntos de la polis, que ahora ya no es sólo ciudad y territorio: también es conciencia, fraternidad y humanidad.
(ethic / 13-10-2021)
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