La muerte de los Sargentos y de la Mulita (28)
Sin quepis, sin espada,
con un culero de delantal en protección de las rojas bombachas, el Fajinero Mao
Pelada, saliendo y volviendo a acogerse a la sombra del gran ombú, con mucho
recogimiento interior preparaba su fuego en el momento espantoso. Aquellos
troncos ardiendo pronto serían machacados unos con otros, se desharían en
brasas. Luego, el largo palo de punta retostada se desparramaría. Y desde el
suelo, sin apuro, ellas irían dando bien repartido calor sobre las dos ovejas
todavía pendientes de una rama del ombú ya cuereadas y ya limpias, ya con firmeza
abierta de par en par por las respectivas dos estaquillas que mantenían muy
separados y tensos los cuartos.
Próximo al tieso y de
fusil al hombro Soldado Cuzco Overo apostado ante el pasadizo, el barril del
agua, dormido a la sombra de un tala sobre su rastra de ñandubay y con un
jarrito de lata encima, mostraba en torno de su boca revoloteos minúsculos,
casi como en un juego. En aquel momento grises “vaquillas”, avispas de talle
ceñido,, “guitarreros” metálicos, torpes mangangaes de pechadas imperiosas,
modestos gorgojos, moscardones esmeraldas, inocentes San Antonios, el feroz
mamboretá giraban, se alejaban, volvían, posábanse un instante en los sitios
donde el jarro, al salir, había derramado, chupaban un instante la frescura,
mientras con timidez, sin animarse mucho, alguna mariposa y la brisa también,
andaban a ras del suelo contentándose con los pequeños hilos de agua que la
ancha sed de la tierra borraba al ratito sin dejar rastros.
De pronto, quien se
hallaba de guardia, el Soldado Cuzco Overo, abrió tamaños ojos, dio un
resoplido y, sin creer lo que veía, se recostó al barril, cuya agua sonó al ser
sacudida con tal brusquedad. Todo el mundo quedó de pie y se inmovilizó en su
sitio como si, en vez de por desgracia hallarse realmente allí, sólo estuvieran
sus estatuas. Era que, la cabeza erguida, la mirada extraviada en la lejanía,
las manos cruzadas y posadas sobre los hombros, una de azul blanco había
aparecido en la salida del pasadizo…
Sin bajar los brazos,
como quien no se ha desprendido de las mallas del sueño, ella pasó lentamente
la mirada por tantas formas quietas; quietas sí, aunque vestidas de rojo hasta
la cintura. Así uno de un paso y se para en el interior de la Iglesia… y a su
frente y a los costados ve a los Santos, cada cual con su soledad y su
silencio.
Ninguna espuela rozó el
suelo, ninguna diestra se tendió hacia la empuñadura de su sable o hacia el
mango de la pistola de reglamento, como tampoco se escuchó el más mínimo
rechinar de cadenillas, pues los colgantes machetes de golpe parecieron, más
que verdaderos, tan sólo pintados al lado de sus tiesos dueños. Asomados los
dedos, las botas de potro debieron dar idea de que habían echado raíces. La luz
del sol, de tan fija, era una astilla de vidrio sobre el hule de la visera que
agarrara en descubierto. Y a la sombra de sus respectivos árboles, con quién
sabe qué presentimiento, todas las cabezas de los caballos se habían tornado en
dirección de la Mulita y, también, aguardaban quietas; igual, pues, a las de la
soldadesca y a la del Fajinero Mao Pelada, quien mantenía en la siniestra
enorme cucharón goteando. Lo único que se movía, desde muy lejos, desde el bajo
del arroyo, era el Voluntario Terutero corriendo a pie, entre revolidos del
poncho, porque venía calculando que se perdería lo mejor.
Por fin -la mirada siempre por encima del ornado quepis del Comisario Tigre, sin ver ni a este ni a los dos Cabos- la forma azul y blanca comenzó a avanzar, siempre cruzadas las manos sobre la garganta.
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