por Rafael Narbona
1
La escritura de Wiliam Faulkner es un río desbordado, una avalancha de
agua que invade las orillas y arrastra todo lo que se cruza en su camino, un
caudal que frustra todos los intentos de ser encauzado para frenar sus
estragos. El escritor sureño que amaba los caballos, el tabaco de Virginia y
el burbon single barrel escribe como el que se desangra, abriéndose las
venas en cada frase. Cada palabra brota de sus entrañas, a veces sucia y
agreste, dividida entre el anhelo de orden y la nostalgia del caos primitivo,
cuando el lenguaje no se había sometido a la violencia de la gramática y la
sintaxis.
Faulkner amontona asociaciones subjetivas, sin buscar un nexo lógico,
pues sabe que el flujo de la conciencia no se guía por la razón. La razón es
artificio, impostura, ficticia claridad. En realidad, la mente es una selva
enmarañada, turbia y espesa. La escritura es un parto que saca a la luz esa
confusión y, por tanto, no puede ser un proceso limpio y apolíneo, sino una
explosión de ruido y furia. Lo que caracteriza al verdadero escritor es el
estilo y el estilo debe ser honesto con lo real, mostrando que en el origen
solo hay oscuridad y anarquía. El gabinete de un autor debe parecerse a un
despacho en penumbra, semejante al del inicio de ¡Absalón, Absalón!,
un espacio claustrofóbico, cálido y sin aire, donde la literatura se despoja de
afeites para buscar el latido más profundo de la vida. William Faulkner explicó
su poética, sumamente ambiciosa: “decirlo todo… entre la primera palabra y el
punto… ponerlo todo en una frase —no solo el presente, sino todo el pasado del
que depende y que supera al presente segundo a segundo”.
La temeraria e irrealizable pretensión de abarcar la totalidad de lo
real mediante un texto conduce necesariamente al colapso del lenguaje, pero se
trata de un colapso fecundo. La ininteligibilidad de algunas obras, como los
pasajes más herméticos del Ulises de Joyce, es la prueba de que la literatura
siempre apunta más allá, codiciando el más alto grado de comprensión, pero sin
ignorar que su vuelo está limitado por las insuficiencias del conocimiento
humano. Faulkner hace astillas la forma tradicional de narrar,
cultivando la paradoja, el fragmento, la incongruencia. Frente a la
perspectiva del narrador omnisciente, que ofrece una visión coherente y sin
ambigüedades, opone el punto de vista múltiple, incluyendo la óptica deformada
de personajes con graves deficiencias mentales, como Benjy, el hijo
discapacitado de los Compson.
El ficticio condado de Yoknapatawpha, situado al noroeste de
Mississippi, es una representación del cosmos y no puede prescindir de ninguna
perspectiva, sin malograr su vocación de totalidad. El estilo de
Faulkner eclipsa la nitidez, arrojando estratos de palabras que se atropellan y
desplazan mutuamente, pero en ese desorden surgen nubes de significados más
clarificadores que la transparencia más estricta. La luz de Yoknapatawpha es
opaca, casi una fluctuación que surge de la nada y regresa a ella, pero ese
fluctuar no cesa de crear universos.
Faulkner siempre deja dudas sin resolver, pues entiende que la
incertidumbre es un principio vital y no una imperfección. Sus novelas casi
reproducen las profecías de la física moderna, que augura al cosmos una
imparable entropía. Algo similar puede decirse del concepto de identidad
individual, especialmente después de los hallazgos del psicoanálisis. El yo,
plural y caótico, no puede avanzar en autoconocimiento, sin propiciar su
autodestrucción. El último tramo del saber nos conduce a la disolución de todo
lo existente. La literatura solo es la crónica de una decadencia global
que afecta indistintamente a la materia y el espíritu, si es que se trata de
dimensiones diferentes y no aspectos de una única e indivisible realidad.
2
William Faulkner nació el 25 de septiembre de 1897 en New Albany,
Mississippi, pero su familia se trasladó a los pocos años a Oxford, condado de
Lafayette, donde residiría la mayor parte de su vida. Su nombre completo era
William Cuthbert Falkner. De joven, añadiría la “u” —a instancias del impresor
de El fauno de mármol (1924), uno de sus primeros libros— para
reforzar su identidad como escritor y diferenciarse de su bisabuelo, William
Clark Falkner, abogado, hacendado, oficial condecorado durante la Guerra Civil,
político, empresario, novelista y poeta. Aunque no llegó a conocerlo, siempre
se consideró su heredero espiritual. Su padre, Murry, fracasó en cambio como
hombre de negocios, mostrándose incapaz de dirigir la compañía de ferrocarril
creada por su padre. Tras varios años de inestabilidad, solo logró una plaza de
secretario y administrador de la universidad de Mississippi, lo cual despertó
en la familia cierta sensación de decadencia.
Estudiante mediocre —o, mejor dicho, indiferente—, Faulkner no llegó a
graduarse en secundaria, pero gracias a su madre, un mujer refinada y
algo dominante, se convirtió en un fervoroso lector de Shakespeare, Fielding,
Voltaire, Dickens, Hugo, Balzac y Conrad. Gracias a su
amigo Philip Stone ampliaría sus lecturas, familiarizándose con autores
como W. B. Yeats, Ezra Pound y T. S. Eliot, pero nunca se
involucró en camarillas, grupos o escuelas. Intentó alistarse en el Ejército de
los Estados Unidos, pero lo rechazaron por su escasa estatura (medía un metro
sesenta y cinco). Sin embargo, logró ser admitido en una unidad reservista del
Ejército Británico en Toronto. Años más tarde, se inventó que había recibido
instrucción para ser piloto de la RAF, pero no había llegado a entrar en
combate porque la Primera Guerra Mundial finalizó antes de que lo enviaran al
frente. Con el tiempo, añadió nuevas fábulas a su historia, afirmando que había
sufrido varios accidentes durante el entrenamiento, quedando gravemente
malherido en brazos y piernas.
La necesidad de estar a la altura del “viejo coronel”, el bisabuelo
condecorado, le llevó incluso a sostener que había combatido en Francia, donde
supuestamente fue abatido. Había sobrevivido, pero no sin una intervención
quirúrgica y una placa de metal en la cabeza. La mitomanía es un vicio
—o una patología— que suele acompañar a muchos escritores. Es comprensible,
pues su profesión consiste en mentir.
En 1921, Faulkner logra ser admitido como estudiante en la universidad
de Mississippi, pese a carecer del título de secundaria. Su padre realiza el
milagro, aprovechando su trabajo en la universidad. No parece que la
experiencia aporte mucho al futuro escritor, que será suspendido en la
asignatura de inglés. Su próximo destino será Nueva York, donde trabajará
en una librería. No tarda en volver a Oxford, donde trabaja como carpintero,
pintor de brocha gorda y empleado de una estafeta de correos. Incapaz de
soportar la rutina de un empleo, deja correos, explicando su dimisión con una
frase airada: “¡Que me condene si pienso estar a la disposición de cualquier
granuja que tenga dos centavos para gastárselos en un sello!”. En 1925 está en
Nueva Orleans, relacionándose con un círculo de artistas y escritores entre los
que se encuentra Sherwood Anderson. Lee a Joyce, Bergson, Frazer, y publica un
puñado de apuntes en prosa y varios relatos. Viaja en barco a Europa, donde
pasa seis meses. Son sus únicos viajes, salvo sus estancias en Hollywood para
trabajar como guionista (entre sus trabajos, cabe destacar El sueño
eterno, Tener y no tener y Tierra de faraones,
todas de Howard Hawks; y Gunga Din, de George Stevens) y la gira
por Europa, Francia y Japón organizada por la Academia Sueca cuando le concedió
el Nobel de Literatura en 1949.
Casado con Estelle Oldham, pasa el resto de su vida en Oxford, llevando
una vida de ermitaño, solo perturbada por el alcoholismo. Escribe poesía de
corte simbolista y por fin aparecen sus primeras novelas: La paga del
soldado (1926) y Mosquitos (1927). Inicia Padre
Abraham, pero la interrumpe —no se publicaría hasta 1983— para
concluir Banderas sobre el polvo. El editor Horace Liveright
rechaza el manuscrito, alegando que la “historia realmente no llega a ninguna
parte y tiene mil cabos sueltos”. A Faulkner le afectan mucho esas palabras,
pero acaba pensando que constituyen una liberación: “un día súbitamente pareció
que una puerta se había cerrado de golpe, […] pero me dije: ahora puedo
escribir, es ahora cuando puedo escribir”.
En los dos años siguientes publicará dos de sus grandes novelas: El
ruido y la furia (1929) y Mientras agonizo (1930). Ya
es un autor con un pleno dominio del arte narrativo, un estilista consumado,
con una prosa densa, poética e introspectiva, un demiurgo que ha usurpado el
lugar de los dioses, creando un territorio: Yoknapatawpha. Yoknapatawpha
County, Mississippi, con su capital Jefferson, una ciudad con las huellas de su
decadencia económica y social en las viejas fachadas de los edificios, tiene un
área de 2.400 millas cuadradas y una población de 15.611 habitantes. Tierra del
delta, la caza es abundante y los terrenos arenosos y cubiertos de matorrales.
El paisaje de Yoknapatawpha County incluye carreteras polvorientas,
pantanos, cementerios, un ferrocarril y el gran río, que se desliza como una
gigantesca lengua de agua: a veces lento y solemne; otras, ciego y furioso,
anegando granjas y destruyendo puentes. Allí viven indios, esclavos, soldados,
plantadores, granjeros, buhoneros, predicadores, médicos, abogados. A pesar del
aroma a madreselva y el sonido de los cascos de los caballos durante las
bochornosas tardes de julio, es una tierra baldía poblada de criaturas
desdichadas que muchas veces desean no haber nacido.
3
Mientras agonizo es quizás la novela técnicamente más perfecta
de Faulkner. El ruido y la furia representa un esfuerzo mayor
por averiguar los límites del lenguaje, pero carece de su precisión casi
matemática. Su trama evoca las tragedias griegas. Addie, matriarca de la
familia Bundren, muere al comienzo de la novela y su marido, Anse, un granjero
pobre, decide cumplir la promesa que le hizo de enterrarla en Jefferson. Addie
engendró cuatro hijos con Anse: Cash, Darl, Dewey Dell y Vardaman. Su quinto
hijo, Jewell, es fruto de una relación adúltera con el reverendo Whitfield.
Atribuye todas sus desgracias —pobreza, incomprensión, enfermedades— a su
aventura extraconyugal. En un territorio donde la Biblia impregna todos
los aspectos de la existencia, la conciencia de pecado está muy arraigada.
Addie piensa que su dolor es el precio de la expiación y no recrimina nada a
Dios, pues considera que merece todas las calamidades que se abaten sobre ella.
Jewell es un joven fuerte e independiente, que se ha comprado un caballo
trabajando para un vecino hasta la extenuación. Consciente de la miseria que
aflige Yoknapatawpha, mira al cielo y se pregunta que “si hay Dios, para qué
diablos existe”. Darl, su hermano, es un joven inestable que apenas entiende el
mundo. Cuando escucha a los demás, tiene la impresión de oír un pandemónium sin
ningún sentido. Su mente roza la locura y será la causa de su
perdición. Sin un motivo claro, incendiará el granero que les ofrece
Gillespie para pasar la noche en su penoso viaje hacia Jefferson. Enviado a la
cárcel, no percibirá su destino como una desgracia, sino como un alivio, pues
vivir entre rejas le parece más tolerable que soportar el desorden del mundo.
Según Cora, esposa de Vernon Trull, un próspero granjero de la zona, era el
único que quería a su madre, pese a que ella prefería a Jewell. Su emotividad
es un mal negocio en una tierra áspera, donde la ternura equivale a fragilidad.
Vardaman, el hijo menor de los Bundren, no es más clarividente que Darl.
De hecho, confunde a su madre con el gigantesco pez que ha atrapado en el río.
La realidad exterior le aturde con su perpetua eclosión de formas y colores.
Apenas discrimina entre lo vivo y lo inerte, lo puramente animal y lo
específicamente humano. Anse es tremendamente egoísta y primitivo. Solo le
preocupa conseguir una dentadura, pues lleva muchos años sin dientes y no puede
comer bien. La muerte de su mujer apenas le conmueve. Vivir y morir son
actos casi indiscernibles en una región donde la violencia y la enfermedad
salpican el día a día.
El doctor Peabody, que atiende a Addie en su agonía y que se escandaliza
de que Cash se haya roto la pierna y su familia haya continuado el viaje a
Jefferson, escayolándosela de mala manera, contempla la existencia desde una
perspectiva pragmática que excluye cualquier referencia sobrenatural. Es
la voz de la razón en un universo contaminado por el fanatismo religioso.
No cree que la muerte sea el final o el principio, sino “una función de las
mentes de quienes sufren la pérdida”. Yoknapatawpha le parece una
inclemente forja que endurece las almas hasta deshumanizarlas. Las personas se
parecen al paisaje: opacas, implacables, taciturnas. Le escandaliza que
Addie le expulse de la habitación donde agoniza. Ya ha visto esa conducta otras
veces. Las mujeres del condado se aferran a sus maridos, olvidando los malos
tratos y la explotación. La oscuridad que se cierne cada noche sobre el condado
parece la confirmación de que se trata de un territorio maldito.
Dewey Dell es la única hija de los Bundren. Embarazada de Lafe, que le
ha dado diez dólares para comprar un abortivo en una farmacia, deambula de un
lado a otro como un animal herido. Se percibe a sí misma como “una semilla
silvestre y mojada, caída en la tierra ciega y ardorosa”. Engendrar vida solo
le parece una desgracia. Vernon Trull se resiste a aceptar que la existencia
solo sea fruto del azar. Dios ha dispuesto las cosas en beneficio de los
hombres, pero no somos capaces de apreciarlo. Samson, un agricultor que cede su
establo a los Bundren durante la primera noche de su viaje, opina que carece de
sentido quejarse. Hay que aceptar las cosas como vienen. El estoicismo es la
única respuesta digna a la adversidad.
El monólogo de Addie Bundren desprende una desolación infinita. Addie,
ya difunta, se pregunta si la finalidad de la vida no es prepararse para estar
muerto mucho tiempo. Piensa que cada individuo es una cabeza de alfiler en un
despeñadero insondable. Maldice a su padre por haberla engendrado. Para ella,
el mundo es un torbellino que te sacude con violencia para arrebatarte todas
las ilusiones. No hay nada a lo que agarrarse. Ninguna certeza. Ninguna
verdad. Las palabras no sirven de nada. Son imprecisas o mienten. Ni
siquiera son capaces de ajustarse a lo que pretenden decir.
Amor es la palabra más falaz. Promete la felicidad, pero siempre
desemboca en una soledad violada. Se pide a las mujeres que renuncien a todo
para garantizar la continuidad de la vida, “esa corriente roja y amarga que
corre por los campos”, pero lo cierto es que la vida solo es una larga
preparación para el bien morir. Addie se pregunta qué es el pecado y si es
posible la salvación, y no encuentra respuestas, solo palabras que añaden más
confusión. Todo es absurdo. El mundo se parece a ese río que ahoga a las dos
mulas que transportaban el féretro de Addie. Es un lugar sucio, turbio, oscuro,
estrepitoso.
Publicada trece años antes que La náusea de Sartre, Mientras agonizo es
una novela existencialista. Su pesimismo afecta a todos los aspectos de la
realidad. Metafísicamente, no podemos esperar nada, pues la vida solo es un
desgraciado accidente, una anomalía cósmica. Epistemológicamente, no podemos
albergar ninguna expectativa de conocimiento, pues las palabras, principal
fuente del saber, son inexactas, torpes y falaces. Éticamente, nunca sabremos
qué es el bien y el mal, quizás dos conceptos inútiles en un mundo donde lo
único que importa es sobrevivir. Teológicamente, no cabe aguardar nada de Dios,
un ser terrible o una simple fantasía. Lo único sólido, cierto e incontestable
es la náusea que nos produce contemplar la realidad, una trama carente de
significado, un tumor que crece desordenadamente, un juego inútil, casi una
obscenidad, que alumbra y disipa formas efímeras.
Faulkner bebe en las páginas más sombrías de Shakespeare, donde el ser
humano solo es un pelele en manos del azar o una vasija muy frágil siempre a
punto de romperse. También se abastece de las páginas del Antiguo Testamento, con sus
historias de incestos, maldiciones y catástrofes naturales. El tratamiento que
Faulkner hace de los elementos —el agua, la tierra, el cielo, el fuego— posee
el aliento de lo primordial, de lo que acaba de salir de la oscuridad,
reclamando un nombre. El estilo —lírico, elusivo, expresionista— desprende ese
adanismo donde las palabras parecen expresar la esencia de las cosas y no
limitarse a designarlas.
Mientras agonizo es un prodigio
arquitectónico. La historia avanza con eficacia, añadiendo calamidades al trágico
peregrinaje de los Bundren: inundaciones, escasez, un incendio, la putrefacción
del cadáver, la pierna gangrenada de Cash, que ha construido el ataúd y que
ahora parece el próximo difunto. Addie es enterrada en Jefferson, pero el fin
del viaje no constituye una catarsis. De hecho, la familia Bundren no parece
una comitiva de vivos, sino de muertos que flotan en el cieno, como ramas en
proceso de descomposición. Su obstinación no nace de la piedad, sino del
orgullo. Yoknapatawpha es una elegía por una constelación
de muertos vivientes. Maestro de la introspección, Faulkner consigue que
los monólogos de sus personajes parezcan parlamentos de difuntos que evocan su
vida desde el más allá, preguntándose si la muerte no es más real que el leve y
breve paso por la tierra.
Después de Mientras agonizo, Faulkner publicó Santuario (1931), Luz de agosto (1932), ¡Absalón, Absalón! (1936), Las palmeras salvajes (1939), El villorrio (1940), Desciende, Moisés (1942), Intruso en el polvo (1948). Solo son los títulos más notables de una fructífera producción narrativa que incluyó indistintamente cuentos, ensayos y novelas. La muerte sorprendió a Faulkner el 6 de julio de 1962. Un infarto de miocardio acabó con una vida mermada por la adicción al alcohol. Faulkner abrió un camino por el que han transitado García Márquez, Vargas Llosa, Onetti, Juan Benet, Javier Marías y otros muchos. William Styron habló en el funeral de Faulkner, afirmando que su muerte “nos disminuía”. No se equivocaba, pero nos dejó sus libros, que no son una tierra baldía, sino una explosión de vida, creatividad y pasión. Como escribió Jorge Luis Borges, “nos tocan físicamente, como la cercanía del mar o de la mañana”.
(EL CULTURAL / 24-8-2021)
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