por Roberto García Bonilla
Rulfo era una persona asombrada de sí misma, incapaz de reconocerse en el escritor que todo el mundo elogiaba. Desde la comprensión que otorga la cercanía, Vicente Rojo dibuja la cotidianidad y el temperamento del autor de Pedro Páramo.
En el otoño de 1999 llamé por
teléfono a Vicente Rojo para pedirle una entrevista. En varias ocasiones eludió
el encuentro. Al final aceptó y la entrevista tuvo lugar el 6 de octubre de ese
año en un estudio austero. El texto que a continuación se presenta, inédito en
su conjunto, forma parte de más de cuarenta conversaciones que realicé entre
1998 y 2000 en torno a Juan Rulfo. Amigos del escritor, familiares, escritores,
académicos y traductores respondieron mis preguntas, en ocasiones por escrito.
Más de la mitad de esas entrevistas se mantienen inéditas y forman parte del
libro Recuerdos y reflexiones sobre Juan Rulfo, que está en proceso
de publicación.
Entre líneas, y a distancia, en el testimonio de
Rojo se advierte la importancia nodal que adquirieron con el tiempo dos títulos
de Rulfo –El gallo de oro y otros textos para cine y Los
cuadernos de Juan Rulfo– publicados por Ediciones Era, que fundaron el
propio Rojo, Neus y Tomás Espresate, José Azorín, Pilar Alonso y Carlos
Fernández del Leal.
La historia de El gallo de oro y otros
textos para cine es larga y compleja; recientemente ha atraído la
atención de los académicos, quienes la sitúan junto a Pedro
Páramo y debaten su lugar genérico como argumento literario, novela
corta –nouvelle– o cuento largo.
Los cuadernos de Juan Rulfo, por su parte, adquirieron
relevancia con el paso de los años al ahondar en el taller escritural del
escritor jalisciense. Son noventa y siete textos agrupados en nueve secciones
en las que se pueden encontrar esbozos de cuentos y relatos, así como de obras
consumadas como Pedro Páramo y los borradores de La
cordillera, novela mítica que nunca se publicó. En todos ellos se entrevé
la confluencia del campo y la ciudad como escenarios en la obra rulfiana.
Ya sin preguntas, este retrato hablado está signado
por la parquedad, el respeto y el afecto entrañable entre dos creadores que
compartían las minucias de la vida cotidiana.
No recuerdo la fecha en que conocí a Rulfo; debió haber sido a principios de los años sesenta, en la casa de Alberto Gironella. Él y Bambi [Ana Cecilia Treviño], su esposa, hacían reuniones con bastante frecuencia y ahí llegábamos Alba y yo. En casi todas las reuniones con pintores se bebía mucho, y las de Gironella no eran la excepción. En ese tiempo, Juan vivía en Río Tigris 84, en el mismo edificio que Pedro Coronel.
Cuando lo conocí todavía bebía,
pero mi relación con él se hizo más estrecha cuando dejó de hacerlo. Aunque yo
no era un jovencito, aquella era para mí una época de aprendizaje, de formación
lenta, y me impresionaba conocer gente cuya obra yo admiraba. Había leído los
libros de Juan desde mediados de los cincuenta y para mí fueron doblemente
importantes, porque no solo me iniciaba en el conocimiento de la literatura,
sino en el de México. Su lectura me brindó no solo el placer de la gran
literatura; yo tenía pocos años de haber llegado y Rulfo me mostró una de las
más singulares visiones que se pueden tener de México: una visión que para mí
fue entrañable y que me parecía muy real, precisamente, por ser irreal.
Al paso de los años los lazos entre Juan y yo fueron
estrechándose más. Solíamos encontrarnos en reuniones y comidas en casas de
amigos en común; después, comencé a diseñar libros para el Instituto Nacional
Indigenista y lo veía con más frecuencia. Alba también trabajaba en ese
instituto, y pasaba por Juan para ir a la oficina. A veces, a la hora de la
comida, venía a la casa a comer o íbamos con él a algún lugar y luego lo
llevábamos de regreso a la oficina.
Recuerdo a Rulfo en su oficina: silencioso. Poco a
poco, como digo, se fortaleció la amistad entre nosotros. De mi parte, había
hacia él una doble admiración: obviamente, como escritor, pero también como
persona.
Hacia mediados de los setenta me pidió que ayudara
a su hijo Juan Pablo, quien acababa de terminar la preparatoria y quería
pintar. Rulfo me pidió que lo recibiera y platicara con él; conversamos y lo
tomé como asistente. Juan Pablo era también muy retraído, muy tímido –y lo
sigue siendo–, pero igualmente tiene una gran capacidad creativa, es un
diseñador. Hicimos muy buena relación. Nos vimos muchas veces en París, cuando
él vivía ahí. Yo le tengo mucho afecto, y creo que también él a mí. Me parece
que durante el tiempo en que trabajamos juntos se le abrió un camino muy amplio
que quizá no imaginaba, porque era muy joven. A partir de esa época la relación
con Rulfo se fue haciendo todavía más cercana. Después, Juan se incorporó a las
comidas que hacíamos Alba y yo en nuestra casa, todos los lunes, y a las que
asistían Jaime García Terrés, Luis Cardoza y Aragón, Tito Monterroso y
Barbarita Jacobs, Carlos Monsiváis y una muy larga lista de personas que se
turnaban –semana a semana, durante más de veinte años– para comer con Fernando
Benítez. A Rulfo le gustó tanto la idea que se hizo tan habitual a esas comidas
como el mismo Benítez.
En estas reuniones se hablaba de todo, porque había
escritores, periodistas –durante un tiempo asistió Manuel Buendía–; pintores,
como Ricardo Martínez, que era muy asiduo y también muy amigo de Rulfo. (Como
sabes, él hizo tres viñetas para Pedro Páramo. Una para la portada
y dos para los interiores. Una de estas se la regaló a Monsiváis.)
Eran pláticas muy amenas, entre
amigos, en las que se hablaba de todo. Un lunes podía tener un tono más
literario; otro era más festivo, pero siempre en un ambiente amistoso. Nadie
tenía el compromiso de aportar nada en especial más que el gusto de estar
juntos. Juan fue retraído casi siempre, pero en esas reuniones se sentía muy a
gusto, acompañado de amigos. Nadie lo importunaba ni decía nada que él
considerara impropio. Todo mundo lo respetaba, lo quería, y él se sentía tan
bien que siguió asistiendo hasta que murió. Era un espacio en el que no se
sentía obligado a hablar de su trabajo literario y nadie le preguntaba:
“¿Cuándo publica su próximo libro?” Todos los amigos que nos reuníamos ahí
evitábamos ese punto. Él nunca se dirigía a una persona en especial, porque era
una mesa redonda. Cuando hablaba, se hacía el silencio en la mesa. En las
reuniones había gente que lo conocía desde los años cuarenta y que sabía que lo
que Rulfo decía no era verdad, que estaba inventando, pero todos guardábamos
silencio para disfrutar de sus invenciones.
Entre Juan y yo nunca hubo pláticas sobre temas
específicos. Él escribió sobre mí ocho líneas, en 1985 [“La moral artística”], y
supongo que lo hizo porque se las solicitaron, no porque tuviera un interés
especial. Recuerdo que había escrito algo sobre Pedro Coronel, y después le
hizo una nota muy bonita a Bambi, que presentó unos collages –también
le gustaba hacer collages–, además de su trabajo periodístico.
Rulfo tenía interés por todo.
Era una persona muy preparada,
conocedora, pero esa incapacidad de comunicación que tenía a veces no permitía que él hablara de
todo lo que sabía. Tenía una enorme capacidad discursiva que podía mantener con
gente como Fernando Benítez y con quienes se sentía realmente en confianza.
En algunas ocasiones fuimos a comer a su casa, con
Clara y con sus hijos. Gracias a una de esas comidas Juan aceptó que se
publicara El gallo de oro. El guion me lo dio Carlos Monsiváis
–quien por cierto lo había obtenido por un camino no muy correcto: se lo había
robado de la mesa de Carlos Velo–.
Rulfo tal vez aceptó que se
publicara por la amistad que teníamos, aunque no estaba del todo convencido de
ese texto. La presentación del guion para su publicación la hizo el crítico de
cine Jorge Ayala Blanco. No tenía ninguna pretensión literaria; había sido
escrito para el cine. Así fue como se presentó, aunque he leído que algunos
ensayistas han encontrado en él algunos elementos que les interesan para
ahondar en el conocimiento de la obra de Juan.
Cuando Rulfo murió, yo mantuve contacto con su hijo
Juan Pablo. Me dijo que había una serie de materiales de su padre y me preguntó
qué pensaba que se pudiese hacer con ellos; le propuse una edición anotada,
porque se trataba de borradores, de fragmentos –algunos aislados–, y le dije
que obviamente no podía presentarse como un libro de Juan Rulfo, sino como un
libro de trabajo. Juan Pablo lo habló con su madre y sus hermanos y decidieron
que fuera Yvette Jiménez de Báez –que ya había publicado un libro sobre
Juan– quien hiciera ese trabajo. Así fue como se realizó la edición de los
cuadernos de Juan.
Las notas que Yvette hizo al principio eran,
incluso, más grandes que los propios textos; la familia pensó que para esta
presentación eran excesivas y casi desaparecieron. A mí en lo personal me
parecía que habría estado bien mantenerlas. Existía el proyecto de hacer una
nueva publicación con estas notas extensas, pero ya no se llevó a cabo.
Yo siempre vi a Juan como una persona asombrada de
sí misma y que al final no se reconocía en el Juan Rulfo que todo el mundo
elogiaba y admiraba. Me daba la impresión de que él se sentía como si esa
persona hubiera sido otra y no él. Creo que al final de su vida Juan asumió la
fama con este mismo asombro, como si esa fama no le perteneciera: como si él no
hubiera escrito Pedro Páramo y El llano en llamas,
que evidentemente crecieron en el aprecio del público lector y, con el tiempo,
alcanzarían una gran influencia.
Juan se quejaba casi siempre de no haber sido
reconocido ampliamente, pero yo pienso que la gloria, la fama en torno a su
obra, comenzó muy pronto, sobre todo a partir de la traducción al alemán que
hizo Mariana Frenk y que se publicó en 1958. Entonces empezó el reconocimiento
fuera de México.
En los últimos años de su vida viajó mucho y en
todos los lugares adonde iba le solicitaban entrevistas, y cada vez Juan
contaba cosas distintas e inventaba otras. Yo creo que le gustaba crear
confusión sobre sí mismo para preservar algo incompartible y que solo él sabía.
No le importaba la fama de sus obras, pero para él mismo quería conservar una
especie de tranquilidad, de paz interior que me temo nunca tuvo pero que
siempre buscó. Quería encontrar ese equilibrio que nunca había tenido. Creo que
buscó la felicidad, pero su misma desazón, su angustia interior le impedía
conseguirla.
Jamás estuvimos juntos en España, pero sé del
enorme interés que hay ahí por Rulfo; la gran cantidad de comentarios hechos por
escritores sobre la obra de Juan. En España aparecen con frecuencia notas y
comentarios en la prensa que lo citan, y son cada vez más, incluso entre
escritores jóvenes.
Recuerdo que hacia el final de su vida me encontré
con él en París. Estaba enfermo. Cuando viajaba se enfermaba continuamente.
Fuimos a casa de Juan Pablo, que ya vivía en París, y Rulfo estaba en cama. Le
preocupaba mucho su estado de salud. Cuando supo que tenía cáncer, buscó alguna
cura efectiva y viajó a una sierra, no sé dónde, para ver a un brujo que
pudiera ayudarlo a detener la enfermedad con medicinas naturales. Aunque el
cáncer estaba ya muy avanzado, él mantenía ciertas esperanzas, no era tan
abandonado de sí mismo como muchos aseguran. Era cuidadoso incluso en su
apariencia; Rulfo siempre vistió impecablemente, de traje y corbata.
Rulfo me conmovía mucho y me emocionaba tratar con
él. Para mí, Juan era alguien que necesitaba mucho cariño, como lo necesitamos
todos, pero con la desesperación de sentirse fuera del personaje que le habían
creado y que de alguna manera él también había ayudado a formar a través de las
entrevistas.
No creo que Rulfo haya sido un hombre aislado;
tenía relación con muchas personas. Me conmovía sobre todo esa obra tan breve y
al mismo tiempo tan inmensa. Me conmovía verlo tan dolido consigo mismo, tan
frágil. Esa es una imagen que conservo con muchísimo cariño.
Es difícil para mí trazar un retrato hablado de
Juan, yo soy pintor.
¿Cómo se definen la amistad, el amor? Son indefinibles.
(LETRAS LIBRES / 1-7-2021)
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