por Ignacio Morgado Bernal
El Oscar a la mejor canción original es uno de
los premios que otorga cada año la Academia de Artes y Ciencias
Cinematográficas de Estados Unidos. En 1942 compitió por ese galardón Siempre en mi corazón, del compositor
cubano de origen canario Ernesto Lecuona, uno de los
grandes de nuestra historia musical. No ganó, pero fue una derrota dulce, a
cargo, ni más ni menos, de otra de las grandes composiciones de todos los
tiempos, White Christmas (Blanca navidad), del gran Irving Berlin. Ni una ni otra de
esas dos piezas musicales, la vencedora y la derrotada, han dejado nunca de
oírse. La de Lecuona fue banda sonora de una película Always in my
heart que impresionó en EE UU y la han cantado muchos de
sus grandes intérpretes, además de los latinos. White Christmas estará
eternamente en el repertorio de nuestras más sonadas canciones navideñas.
Siempre me he preguntado qué es lo
que tienen esas melodías que se hacen eternas, que no caducan con el paso de
los años y que, por parafrasear a Lecuona, siempre están en nuestro corazón. Mi
conclusión como neurocientífico es que ciertas composiciones musicales encajan
en la estructura funcional de las neuronas como una llave en su cerradura,
siendo eso lo que las hace inmortales. En la audición el tiempo y los ritmos
del sonido son muy importantes, pues de ellos depende el mensaje, la
información que llevan las ondas sonoras. Los sonidos armónicos reflejan la
vibración de las cuerdas vocales de las personas y de los instrumentos
musicales o las fuentes sonoras que los producen. Un sonido complejo puede incluir
dentro de él a otros que se repiten a frecuencias diferentes en escalas de
tiempo que van desde unos cuantos milisegundos a decenas y cientos de ellos,
siendo asombroso que nuestro cerebro pueda percibir esas diferencias. Los
sonidos modulados en frecuencias bajas nos permiten percibir el habla y la
música, y la combinación en proporciones equilibradas de las distintas
frecuencias que integran las ondas sonoras produce sonidos armónicos que
nuestro cerebro percibe como bellos e incluso placenteros. Son elementos
esenciales del habla y de la música en los humanos.
La prosodia, es decir, las
inflexiones y cambios en el tono de la voz y las notas musicales, es un tipo de
comunicación emocional. De ahí también el gran poder de la música para
deleitarnos y estimular sentimientos. En ella, una nota simboliza un tono
particular con independencia de su intensidad, timbre u otros atributos. Dos o
más tonos simultáneos forman intervalos armónicos y acordes, y dos o más tonos
sucesivos originan intervalos melódicos y melodías completas. Los armónicos que
acompañan a los sonidos principales tienen una fuerza especial para estimular
sentimientos, siendo eso parte de la razón de que las melodías orquestadas, que
contienen muchos y variados armónicos, nos gusten y emocionen más que el canto
a capela, salvo que el cantante o la melodía interpretada tengan algún
significado especial para nosotros.
El reconocimiento de la armonía no es algo que aprendemos con los años,
sino una capacidad intrínseca del cerebro humano
Pero el reconocimiento de la armonía
no es algo que aprendemos con los años, sino una capacidad intrínseca del
cerebro humano, es decir, una capacidad heredada en buena medida. Todas las
personas nacemos con alguna capacidad para detectar la armonía o consonancia de
los sonidos, aunque no todas, sino solamente algunas privilegiadas como Amadeus
Mozart, Ernesto Lecuona o Irving Berlin, nacen con la capacidad de distinguir
fácil y tempranamente las frecuencias sonoras, el llamado tono u oído absoluto.
Los demás mortales reconocemos mucho más fácilmente los ritmos que los tonos,
salvo en el caso de que tengamos educación musical.
Las vibraciones sonoras llegan al
cerebro desde el oído y la cóclea, una especie de mini piano celular del oído
interno, a través del nervio auditivo, que conduce esa información a la corteza
cerebral del lóbulo temporal. A los neurocientíficos nos asombra la compleja y
variada información que lleva ese nervio y cómo el cerebro se las arregla para
interpretarla y crear la maravilla del sonido. Todavía no lo sabemos bien, pero
todo indica que algunas melodías en particular facilitan ese trabajo de las
neuronas y es eso lo que las hace inmortales.
Ignacio Morgado Bernal es catedrático de psicobiología en el Instituto de Neurociencias y en la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Barcelona. Autor de “Los sentidos: Cómo percibimos el mundo”. Barcelona: Ariel, 2021.
(EL PAÍS España/ 17-8-2022)
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