“Lecciones sobre Filosofía de la
Historia”
Hay tres maneras de considerar la
historia. Existe la historia inmediata, la historia reflexiva y la historia
filosófica.
Por lo que se refiere a la primera,
empezaré por citar los nombres de Heródoto, Tucídides y demás historiógrafos
semejantes, para dar así una imagen precisa de la clase de historia a que
aludo. Estos historiadores vivieron en el espíritu de los acontecimientos por
ellos descritos; pertenecieron a dicho espíritu. Trasladaron al terreno de la
representación espiritual lo sucedido, los hechos, los acontecimientos y
estados que habían tenido ante los ojos. Estos historiadores hacen que lo
pasado, lo que vive en el recuerdo, adquiera duración inmortal; enlazan y unen
lo que transcurre raudo y lo depositan en el templo de Mnemosyne, para la
inmortalidad. Sin duda, estos historiógrafos de la historia inmediata tuvieron
a su disposición relaciones y referencias de otros -no es posible que un hombre
solo lo vea todo-; pero solo al modo como el poeta maneja, entre otros
ingredientes, el lenguaje culto, al que tanto debe. También el poeta elabora su
materia para la representación; en ella reside la obra principal; es su
creación. Y lo mismo les sucede a los historiógrafos. Pero el poeta, que
encuentra su materia en la sensación, traduce esta materia más bien a la
representación sensible que a la espiritual. Los poemas no tienen verdad
histórica; no tienen por contenido la realidad determinada. Las leyendas, los
cantares populares, las tradiciones, son modos, turbios aun, de afianzar
lo sucedido; son producidos por pueblos de conciencia turbia; y estos pueblos
quedan excluidos de la historia universal. Aquí nos referimos a pueblos ya
cultivados, que tenían conciencia de lo que eran y de lo que querían. La
historia propiamente dicha de un pueblo comienza cuando este pueblo se eleva a
la conciencia. La base de la realidad intuida e intuible es mucho más firme que
la caducidad, sobre la cual nacieron esas leyendas y esos poemas, que ya no
constituyen lo histórico en los pueblos que han llegado a una firmeza
indivisible y a una individualidad completa.
Estos historiógrafos inmediatos
transforman, pues, en una obra de la representación los acontecimientos, los
hechos y los estados de su presente. El contenido de estas historias no puede
ser, por tanto, de gran extensión externa (considerad a Heródoto, a Tucídides,
a Guicciardini(1) Su materia esencial es lo que estaba presente y vivo en el
círculo de sus autores. El autor describe lo que él mismo, más o menos, ha
contribuido a hacer o, por lo menos, ha vivido. Se trata de breves períodos, de
figuras individuales, hombres y acontecimientos. Los rasgos singulares, no
sometidos a reflexión, con que el historiador compone su cuadro, están
determinados en este cuadro lo mismo que en la intuición del autor en las
narraciones intuitivas que el autor escuchara; y así los ofrece el historiador
a la representación de la posteridad. La cultura del historiador y la cultura
de los sucesos, que describe; el espíritu del autor y el espíritu de la acción
que narra, son uno y el mismo. Por eso no tiene el autor reflexiones que
añadir, puesto que vive en la cosa misma y no ha trascendido de ella. Y si,
como César, pertenece a la clase de los generales o políticos, entonces
son sus propios fines los que se presentan como fines históricos.
Aquí hemos de hacer una observación,
aplicable también a épocas posteriores. Cuando un pueblo ha llegado a una
cultura bastante avanzada, se producen en su seno diferencias de educación, que
nacen de las diferencias de clase. El escritor, si ha de contarse entre los
historiógrafos inmediatos, ha de pertenecer a la clase de aquellos cuyos actos
quiere referir: los políticos o los generales. El espíritu de la cosa misma
implica que en épocas cultas sea el escritor también culto; el escritor debe
tener conciencia de sus principios. Ahora bien, afirmamos aquí que
semejante historiógrafo no reflexiona, sino que presenta las personas y los
pueblos mismos; y contra esto que decimos parecen testimoniar los discursos que
leemos en Tucídides, por ejemplo, y de los cuales puede decirse, sin duda, que
no fueron pronunciados así. Mas en este punto hay que tener en cuenta que las
acciones se revelan también como discursos, por cuanto actúan también sobre la
representación. Pero los discursos son actos entre los hombres y actos muy
esencialmente eficaces. Por medio de los discursos son empujados los hombres a
la acción; y estos discursos constituyen entonces una parte esencial de la
historia. Sin duda suelen decir los hombres: «Eso no fue más que palabrería»,
dando a entender con esta frase que los discursos son inocentes. Y los
discursos que son mera palabrería, tienen en efecto la ventaja importante de
ser inocentes. Pero los discursos entre pueblos o a un pueblo o a los príncipes,
son partes integrantes de la historia. Contienen explicaciones acerca de las
reflexiones y principios de la época; y pueden ahorrar al historiógrafo el
trabajo de hacer él mismo esas reflexiones. Y si el historiógrafo mismo forja
dichos discursos, estos resultan siempre los discursos de su época, puesto que
el historiador está sumergido en la cultura de su época. Si, por ejemplo, los
discursos de Pericles, el político más hondamente culto, más auténtico y noble,
han sido elaborados por Tucídides, no por eso son ajenos y extraños a Pericles.
En sus discursos manifiestan esos hombres las máximas de su pueblo, su propia
personalidad, la conciencia de sus relaciones políticas y de su índole moral y
espiritual, los principios de su finalidad y de su modo de obrar. El
historiógrafo pone en su boca no una conciencia postiza y prestada, sino la
propia cultura de los que hablan.
El que quiera convivir con las
naciones, conocer su espíritu, sumergirse en ellas, ha de hacer larga estadía
en esos escritos y dedicarse a su estudio detenido; y el que quiera gozar
rápidamente de la historia, puede atenerse a ellos. Esos historiadores, en
quienes puede buscarse no solo conocimientos, sino también deleite hondo y
auténtico, no son tantos como pudiera creerse. Heródoto, padre, esto es,
creador de la historia, y Tucídides han sido ya nombrados. También La retirada
de los diez mil, de Jenofonte, es uno de esos libros inmediatos. Los
Comentarios, de César, constituyen la obra maestra de un gran espíritu. En la
antigüedad los historiógrafos eran necesariamente grandes capitanes y hombres
de Estado. En la Edad Media, si exceptuamos a los obispos, que estaban en el
centro de los hechos políticos, habremos de citar a los frailes, ingenuos
cronistas, cuya vida era tan retirada como llena de relaciones era, en cambio,
la de aquellos hombres de la antigüedad. En la Edad Moderna las circunstancias
han cambiado. Nuestra cultura es esencialmente comprensiva y transforma en
seguida todos los acontecimientos en relatos para la representación. Poseemos
relatos excelentes, sencillos, precisos, sobre todo de las guerras, relatos que
pueden muy bien figurar junto a los de César, y que, por la riqueza de su
contenido y la referencia de los recursos y las condiciones, son todavía más
instructivos. También aquí pueden citarse las «memorias» francesas. Están
escritas, a veces, por personas de talento sobre pequeñas circunstancias y
contienen con frecuencia muchas anécdotas, de manera que su base es a veces
deleznable; pero otras veces son verdaderas obras maestras de la historia, como
las del Cardenal de Retz(2), que se refieren a un campo histórico más amplio.
En Alemania es raro encontrar maestros semejantes. Federico el Grande (Hístoíre
de mon temps)(3) constituye una gloriosa excepción. Estos hombres deben haber
ocupado posiciones elevadas. Sólo cuando se vive en las alturas pueden
contemplarse las cosas en conjunto y también fijarse en cada una de ellas; no
así cuando desde las capas inferiores se lanza la mirada hacia arriba por un
mezquino agujero.
Podemos llamar al segundo género de
historia, historia reflexiva. Su carácter consiste en trascender del presente.
Su exposición no está planeada con referencia al tiempo particular, sino al
espíritu, allende el tiempo particular. En este segundo género, cabe distinguir
diferentes especies. Se intentan hacer sinopsis que comprendan la historia toda
de un pueblo o de un país o del mundo; en suma, eso que llamamos historia
general. Estas son necesariamente compilaciones, para las cuales es preciso utilizar
los escritores inmediatos, los relatos de otras personas. Su idioma no es de la
intuición; no tienen ese carácter peculiar de las obras escritas por quienes
han presenciado los acontecimientos. De esta especie son, por necesidad, todas
las historias universales. Pero, si están bien hechas, son indispensables. En
esto, lo principal es la elaboración del material histórico, al cual se acerca
el historiador con su espíritu propio, que es distinto del espíritu que domina
en el contenido. Aquí han de ser de importancia sobre todo los principios que
tenga el autor sobre el contenido y fines de las acciones y acontecimientos que
describe y también acerca del modo cómo va a escribir la historia. Entre
nosotros, alemanes, la reflexión y juicio sobre esto es muy variable; cada
historiógrafo tiene en esto su punto de vista particular. Los ingleses y los
franceses saben de un modo más general cómo debe escribirse la historia; se
colocan más que nosotros en el plano de la cultura general y nacional. Entre
nosotros cada historiógrafo se forja una peculiaridad. En vez de escribir la
historia, los alemanes nos esforzamos de continuo por averiguar cómo debe de
escribirse la historia.
Esta primera especie de la historia
reflexiva se conexiona íntimamente con la anterior, cuando no se propone otro
fin que exponer al conjunto total de la historia de un país. Estas
compilaciones (entre ellas citaremos las historias de Livio, de Diodoro de
Sicilia, la Historia de Suiza, de Juan von Müller(4)) si están bien hechas, son
muy útiles y meritorias. Sin duda, las mejores son aquellas en que los
historiadores se acercan lo más posible al primer género, y escriben tan
intuitivamente, que el lector puede tener la representación de que está oyendo
un contemporáneo o testigo presencial referir los acontecimientos. Ahora bien,
el intento de sumir al lector en el tiempo pasado y de darle la impresión de
que está escuchando a un contemporáneo, se desgracia comúnmente; porque el tono
único que ha de tener necesariamente un individuo pertenece a una determinada
cultura, no suele modificarse al compás de los tiempos por los cuales va
pasando la historia, y el espíritu que habla por boca del escritor es distinto
del espíritu de esos tiempos. El historiógrafo es siempre un individuo único,
en cuyo espíritu se reflejan los tiempos. Así Livio pone en boca de los viejos
reyes de Roma, de los cónsules, de los generales, discursos que parecen hechos
por hábiles abogados de la época del propio Livio. La fábula de Menenio Agripa
es natural; y con ella contrastan extrañamente los demás discursos. Livio nos
ofrece igualmente descripciones de batallas, como si las hubiera presenciado,
cuyos rasgos pueden, sin embargo, aplicarse a las batallas de todos los
tiempos, y cuya precisión, por otra parte, contrasta con la falta de nexo y con
la inconsecuencia que reina en otros trozos acerca de circunstancias capitales.
La diferencia que existe entre semejantes compiladores y un historiógrafo
inmediato, se reconoce tan pronto como se comparan las partes conservadas de Polibio
con las selecciones y resúmenes que de él hace Livio. Juan von Müller, deseando
permanecer fiel a las épocas que describe, ha dado a su historia un estilo
rígido, vacuamente solemne y pedante. Mucho más grata es la lectura del viejo
Tschudi(5); todo aquí es ingenuo y mucho más natural que en la falsa y afectada
antigüedad de J. von Müller.
Una historia que quiera abarcar largos
períodos o la historia universal toda, debe renunciar de hecho a la exposición
individual de la realidad y reducirse a abstracciones; no sólo en el sentido de
que ha de prescindir de ciertos acontecimientos y ciertas acciones, sino en el
otro sentido de que el pensamiento es el más poderoso abreviador. Una batalla,
una gran victoria, un asedio, ya no son lo que son, sino que se compendian en
simples determinaciones. Cuando Livio refiere las guerras con los volscos,
limitase a veces a decir: este año hubo guerra con los volscos. Estas
representaciones generales son el recurso de la historia reflexiva, que de esta
suerte se reseca y uniformiza. Pero no puede ser de otro modo.
La segunda especie de historia
reflexiva es la historia pragmática. Cuando tenemos que ocuparnos del pasado y
de un mundo lejano, se abre para el espíritu un presente, que el espíritu
tiene, por su propia actividad, como recompensa de sus esfuerzos. La necesidad
de un presente se manifiesta siempre el espíritu; y este presente lo tiene el
espíritu en el intelecto. El nexo interior de los acontecimientos, el espíritu
general de las relaciones es algo perdurable, algo nunca caduco, algo presente
siempre. Los acontecimientos son distintos, pero lo universal e interno, el
nexo, es siempre uno. Esto anula el pasado y hace presente el acontecimiento.
Las reflexiones pragmáticas, por abstractas que sean, resultan efectivamente
algo presente e insuflan vida actual en las referencias del pasado. Las
relaciones generales, los concatenamientos de las circunstancias no vienen,
como antes, a añadirse a los acontecimientos, expuestos en su individualidad y
singularidad, sino que se convierten ellos mismos en un acontecimiento. Aparece
ahora lo universal y ya no lo particular. Si son sucesos completamente
individuales los que reciben este trato universal, ello resulta, sin duda,
ineficaz e infecundo. Pero si es todo el nexo del suceso el que obtiene amplio
desarrollo, entonces manifiéstase el espíritu del escritor. Así pues, del
espíritu propio del escritor depende que esas reflexiones sean realmente
interesantes y vivificadoras.
Hay que tener aquí especialmente en
cuenta el propósito moral con que muchos de esos escritores han concebido la
historia; hay que tener en cuenta las enseñanzas que muchas veces se sacan de
la historia. Con frecuencia se consideran las reflexiones morales como los
fines esenciales que se derivan de la historia, la cual ha sido muchas veces
elaborada con el propósito de extraer de ella una enseñanza moral. Los ejemplos
del bien subliman, sin duda, siempre el ánimo, sobre todo el ánimo de la
juventud, y deben emplearse en la enseñanza moral de los niños, como
representaciones concretas de principios morales y de verdades universales,
para inculcar a los niños la noción de lo excelente. Pero el terreno en donde
se desarrollan los destinos de los pueblos, las resoluciones, los intereses,
las situaciones y complicaciones de los Estados, es bien distinto del terreno
moral. Los métodos morales son muy sencillos; la historia bíblica es suficiente
para esa enseñanza. Pero las abstracciones morales de los historiógrafos no
sirven para nada. Se habla mucho de la utilidad especial que reporta la
historia. Se dice que de la historia se derivan los principios para la vida;
que el conocimiento y estudio de la historia pertenece a la cultura, por cuanto
nos enseña las máximas por las cuales deben regirse los pueblos; que este es en
verdad el gran provecho de la historia, Juan von Müller insiste mucho sobre
esto en sus cartas y aun cita las máximas que ha aprendido en la historia. Pero
los simples mandamientos morales no penetran en las complicaciones de la
historia universal.
Suele aconsejarse a los gobernantes, a
los políticos, a los pueblos, que vayan a la escuela de la experiencia en la
historia. Pero lo que la experiencia y la historia enseñan es que jamás pueblo
ni gobierno alguno han aprendido de la historia ni ha actuado según doctrinas
sacadas de la historia. Cada pueblo vive en un estado tan individual, que debe
resolver y resolverá siempre por sí mismo; y, justamente, el gran carácter es
el que aquí sabe hallar lo recto. Cada pueblo se halla en una relación tan
singular, que las anteriores relaciones no son congruentes nunca con las
posteriores, ya que las circunstancias resultan completamente distintas. En la
premura y presión de los acontecimientos del mundo, no sirve de nada un
principio general, un recuerdo de circunstancias semejantes, porque un recuerdo
desmedrado no tiene poder ninguno en la tormenta del presente, no tiene fuerza
ninguna en la vivacidad y libertad del presente. Lo plástico de la historia, es
cosa bien distinta de las reflexiones extraídas de la historia. No hay un caso
que sea completamente igual a otro. Nunca la igualdad entre dos casos es tanta,
que lo que resultó lo mejor en el uno haya de serlo también en el otro. Todo
pueblo tiene su propia situación. Y para conocer los conceptos de lo recto, lo
justo, etc., no hace falta consultar la historia. Nada más necio, en este
sentido, que la tan repetida apelación a los ejemplos de Grecia y de Roma, como
solía hacerse en Francia durante la época revolucionaria. La naturaleza de
aquellos pueblos y la de nuestros pueblos son totalmente distintas. Juan van
Müller abrigaba esos propósitos morales en su Historia General y en su Historia
de Suiza, y ha preparado esas doctrinas para el uso de príncipes, gobiernos y
pueblos, principalmente del pueblo suizo. Ha reunido una colección de doctrinas
y reflexiones y, en su correspondencia, indica muy a 111 nudo el número exacto
de reflexiones que ha preparado durante la semana. Luego ha espolvoreado sus
narraciones con sentencias, a la buena de Dios. Pero estas sentencias no tienen
aplicación viva más que para un solo caso. Sus pensamientos son muy
superficiales; por eso se hace a veces pesad y aburrido, y no debe contar esto
entre sus buenos éxitos. Las reflexiones deben ser concretas; el sentido de la
idea, tal como ella misma se manifiesta, es el interés verdadero. Así sucede,
por ejemplo, en Montesquieu, que es la vez exacto y profundo y que posee la
libre y amplia intuición de las situaciones, intuición que comprende el sentido
de la idea y puede aportar a las reflexiones verdad e interés.
Por eso las obras de historia reflexiva
se suceden de continuo. A la disposición de todos están los materiales; todo el
mundo puede considerarse fácilmente como capacitado para ordenarlos.
elaborarlos e imprimir en ellos su propio espíritu, como si fuera el espíritu
de los tiempos. Así se ha producido un exceso de tales historias reflexivas; y
se ha vuelto a las descripciones minuciosas, a la imagen detallada de los
acontecimientos, al cuadro tomado desde todos los puntos de vista. Estas
descripciones no carecen, sin duda, de valor; pero sólo sirven de material.
Nosotros, los alemanes, nos contentamos con ello. En cambio, los franceses
prefieren traer el pasado al presente, forjándose con ingenio un presente y
refiriendo el pasado al estado presente.
El tercer modo de la historia reflexiva
es el crítico. Debemos citarlo, porque constituye la manera cómo en Alemania,
en nuestro tiempo, es tratada la historia. No es la historia misma la que se
ofrece aquí, sino la historia de la historia, un juicio acerca de las
narraciones históricas y una investigación de su verdad y del crédito que
merecen. La historia romana de Niebuhr6 está escrita de esta manera. El
presente, que en esto hay, y lo extraordinario, que debe haber, consisten en la
sagacidad del escritor, que extrae algo de las narraciones; no consisten empero
en las cosas mismas. El escritor se basa en todas las circunstancias para sacar
sus consecuencias acerca del crédito merecido. Los franceses han hecho en esto
muchas obras muy fundamentadas y ponderadas. Pero no han pretendido dar a este
método crítico la validez de un método histórico, sino que han compuesto sus
juicios en forma de tratados críticos. Entre nosotros la llamada alta crítica
se ha apoderado no solamente de la filología en general, sino también de los
libros de historia, donde abandonando el suelo de la historia, el mesurado
estudio histórico, ha abierto ancho campo a las más caprichosas
representaciones y combinaciones. Esta alta crítica ha tenido que justificarse
de dar entrada a todos los engendros posibles de una vana imaginación. También
es este un modo de llevar el presente al pasado, poniendo ocurrencias
subjetivas en el lugar de los datos históricos -ocurrencias que pasan por tanto
más excelentes cuanto más audaces son, es decir, cuanto más se fundan en
deleznables bases y mezquinas circunstancias y cuanto más contradicen los
hechos seguros de la historia.
La última esfera de la historia
reflexiva es la historia especial, la de un punto de vista general, que se
destaca en la vida de un pueblo, en el nexo total de la universalidad. Se
presenta, pues, como algo parcial, particular. Sin duda lleva a cabo
abstracciones; pero, puesto que adopta puntos de vista universales, constituye,
al mismo tiempo, el tránsito a la historia universal filosófica. Nuestra
representación, al formarse la imagen de un pueblo, implica más puntos de vista
que la de los antiguos, contiene más determinaciones espirituales, necesitadas
de estudio. La historia del arte, de la religión, de la ciencia, de la
constitución, del derecho de propiedad, de la navegación, son otros tantos
puntos de vista universales. La cultura de nuestro tiempo es causa de que esa
manera de tratar la historia sea hoy más atendida y desarrollada.
Particularmente la historia del derecho y de la constitución se ha destacado en
nuestros tiempos. La historia de la constitución está en relación más íntima
con la historia total; solo tiene sentido en conexión con una sinopsis general
sobre el conjunto del Estado. Puede ser excelente si es trabajada a fondo y de
un modo interesante, sin atenerse solamente a la materia exterior, a lo externo
inesencial, como sucede en la Historia del derecho romano, de Hugo(7) La Historia
del derecho alemán, de Eichhorn(8), es ya más rica de contenido. Estas ramas de
la historia están en relación con la historia total de un pueblo. La cuestión
es saber si este nexo queda destacado en lo interno o situado solo en lo
externo, en relaciones puramente exteriores. En este último caso aparecen como
singularidades accidentales de los pueblos. Cuando la historia reflexiva ha
llegado a perseguir puntos de vista universales, hay que observar que, si estos
puntos de vista son de naturaleza verdadera, no constituyen el hilo exterior,
un orden externo, sino el alma directora de los acontecimientos y de los actos.
La historia universal filosófica
entronca con esta última especie de historia, por cuanto su punto de vista es
universal, no particular, no destacado en sentido abstracto, prescindiendo de
los demás puntos de vista. Lo universal de la contemplación filosófica es,
justamente, el alma que dirige los acontecimientos mismos, el Mercurio de las
acciones, individuos y acontecimientos, el guía de los pueblos y del mundo.
Aquí vamos a conocer su curso. El punto de vista universal de la historia
universal filosófica no es de una universalidad abstracta, sino concreta y
absolutamente presente. Es el espíritu, eternamente en sí, y para quien no
existe ningún pasado.
Notas:
1- Francisco Guicciardini (1483-1540),
Della historia d’talia dopo l’anno 1494 in fino al anno 1532 libri 20,A.
Gherardi, Firenze, que traca el período de 1492-1534
2-Jean
Fram;:ois Paul de Gondi, Cardenal de Retz, 1614-1679. Fue enemigo de
Mazzarino y entre 1648 y 1652 fue uno de los principales caudillos de la
Fronda. Sus Memorias fueron publicadas en 1717 en tres volúmenes.
3-Federico II el Grande publicó
Histoire de mon temps, Decker, Berlín, 17 46 y más tarde Mémoires pour servir a
l’histoire de la Maison de Branderbourg, Neaulme,Berlín, 1751.
4-Johannes von Müller (1752-1809), Die
Geschichte des Schweizerischen Eidgenossesnschaft, M.G. Weidmanss Erben &
Reich, Leipzig, 1786, vol. I, 1787-1795, vols. II, III, IV y V 1805-1808, la
obra se terminó de publicar en 1810 y consta de 24 libros, distribuidos en
cinco volúmenes.
5-Aegidius Tschudi (1505-1527),
Chronicum Helveticum, edición de J. R. Iselin, llnKel, 2 vols., 1734-1736.
6-Barthold G. Niebu hr, Romische
Geschichte, 3 vols., Realschulbuch, Berlín, 1811-1832.
7-Guslav Hugo (1764-1844), Profesor en
Gotinga desde 1788, escribió Lehrbuch r/111′. rivl/istischen Cursus. Dritter Band, welcher die Geschichte des Romischen
Rechts enthdlt, 11 ‘t1d,, mejorada, Mylius, Berlin, 1810.
8-K. rl E Eichhorn (1781-1854), Deutsche Staats- und Rechtsgeschichte,Vanderhoeck lh1prechc, Gottingen, 1808-1823.
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