La muerte de los Sargentos y de la Mulita (18)
Todavía insatisfecho con esto se
encontró el Cabo. Y no atinaba a ordenar otra cosa, cuando su imaginación
acudió en su ayuda y lo dirigió a pensar que el Cimarrón bien merecía, no ya
sólo que se le dejara con su espada sino hasta que se formara en su honor el
Escuadrón y se le despidiera con una descarga, y hasta que de las dos banderas
que había en la Comisaría fuera envuelto con la que no estaba remendada. Mas su
fantasía se dio como de bruces contra la sensación de la impotencia a que lo
reducía su baja jerarquía. Entonces, su grado de Cabo de la derecha hízosele
presente con singular viveza. Y por lo mismo que era menguada su ubicación en
el Escalafón, él le exigió, en compensación, que le asumiera -sin ceder ni una-
todas sus prerrogativas. De ahí que, rehaciéndose con un recogimiento de
hombros, dijera:
-Y ahora, Cabo Pato, como yo soy de su
derecha , todo el mundo queda a mis órdenes… ¡Baje la mano, no más, Cabo Pato!
Traiga con usté lo que queda de la botella y pase para la carpa… Ahí usté se va
a sacar la chaquetilla, y le haremos una cura… ¡Y usté, Voluntario, deme la
vela, ligero!... ¡No, démela así, no la prenda! ¿A quién, caray, quiere
iluminar usté?
Con la hebilla del cinto topó una
abatida cabeza de mancarrón al darse vuelta. En el encontronazo, medio quiso
pararse de manos aquel tordillo viejo.
-¡Pero a ver ese Soldado Flamenco,
caray! ¡Adónde anda ese Soldado, he dicho!
Del lado de la salida del pasadizo, el
Flamenco gritó, sin saber si acudir o no:
-¡A la orden, mi Cabo! Estoy de guardia.
-¡Qué guardia ni que guardia! ¡Agarre
en seguida a su mancarrón y clavelé mejor la estaca, so abandono…!
Se interrumpió el Cabo Lobo porque en
la mente le surgió un revoloteo de imágenes recientes.
-¡Pero… pero si ahora me doy cuenta,
amigo! -se dijo con aplacante estupefacción-. ¡Pero si este tordillo ha andado
en todas, esta noche!
Como le vino otra vez la rabia, siguió:
-¡Lo que ha faltado, caray, es que él
también hubiera agarrado un sable!
Y salió seguido por el Cabo de su izquierda,
el Cabo Pato, quien marcaba los largos pasos como si quisiera darle patadas a
su propio quepis.
A la manera del colchón de chala si en
la nocturna quietud su yacente, por más vueltas que se dé y le dé a cierto
asunto, no consigue tranquilizar la conciencia, así en la recobrada paz
crujieron unas risas sofocadas con la mano. Por suerte las carcajadas se
hicieron incontenibles cuando los dos Superiores ya debían de ir llegando a la
carpa.
-¡Juá! ¡Juá! ¡Juá! – Y blanqueba a la
luna la infinidad de dientes del Soldado Comadreja-. ¡Pero mire que al Cabo le
salen disparates cuando reniega! ¡Hagan el favor…! ¡Juá! ¡Juá! ¡Quién viera… a
un caballo de sable! ¡Ju juí!
El Mao Pelada se había sentado en el
suelo con la barriga agarrada y las de potro barriendo los pastos, en
contorsiones. A una piedra se recostó el Cuzco Overo; y el Flamenco, por no
caerse, al cogote del echado al medio tordillo. El sable del anciano Avestruz,
colgado muy arriba por lo alto de la cintura, se puso a hacer los intermitentes
ruiditos de su ir al trote con su dueño. El Soldado Yacú había salido como bala
a desatar el bayo del finado Cimarrón; pero los Soldados Gavilán, Comadreja y
Trompa Tamanduá, que ya se disponían a ir a levantar al difunto, paráronse en
seco. Y entre las ahogadas risas se apretaban unos contra otros.
-¡Pero mire que tiene cosas el Cabo! ¡Un caballo, de mucho sable, como nosotros! ¡Quién viera al tordillo de Autoridá!
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