La búsqueda de la planta mágica Ska María Pastora (5)
Una ceremonia de salvia (1)
El día antes de partir,
cuando ya habíamos abandonado la esperanza de poder asistir a una ceremonia,
pudo establecerse un contacto con una curandera que estaba dispuesta “a
servirnos”. Un hombre de confianza de la parentela de Herminda, que había
promovido este contacto, nos llevó al caer la noche por un sendero secreto a la
choza de la curandera, situada más arriba del poblado en la ladera de la
montaña. Nadie del pueblo debía vernos o enterarse de que éramos recibidos en
esa choza solitaria. Evidentemente se consideraba una traición punible hacer
participar a extraños, a blancos, de los usos y costumbres sagrados. Ese debe
de haber sido también el verdadero motivo por el que los demás curanderos se
habían negado a permitirnos el acceso a una ceremonia con las hojas de María
Pastora. Durante nuestro ascenso nos acompañaron en la oscuridad unos extraños
cantos de pájaros y ladridos de perros por todas partes.
La curandera Consuelo
García, una mujer de unos cuarenta años, descalza como todas las indias en esta
zona, nos hizo entrar recelosa en su choza y en seguida obstruyó la entrada con
pesados maderos. Nos mandó acostarnos en las esteras de librillo en el suelo de
barro apisonado. Herlinda traducía las instrucciones de Consuela, que sólo
hablaba mazateca. En una mesa, en la que además de todo tipo de trastos había
también algunas estampas de santos, la curandera encendió una vela. Luego
comenzó a maniobrar silenciosa y diligente. De pronto hubo unos ruidos extraños
y un traqueteo en el cuarto… ¿Había algún extraño oculto en la choza, cuyas
dimensiones y ángulos no podían reconocerse a la luz de la vela? Visiblemente
intranquila, Consuelo recorrió el recinto con la vela. Pero parecían haber sido
únicamente ratas que cometían sus abusos. A continuación la curandera encendió
una fuente de copal, una resina parecida al incienso, cuyo aroma pronto llenó
todo el ambiente. Luego preparó prolijamente el filtro mágico. Consuelo
preguntó quiénes de nosotros queríamos beber con ella. Gordon levantó la mano.
Yo no podía participar, porque padecía un fuerte malestar estomacal. Me
reemplazó mi esposa. La curandera preparó para sí misma seis pares de hojas. El
mismo número le asignó a Gordon. Anita recibió tres pares. Igual que con las
setas, las dosis siempre se dan de a pares, lo cual debe de tener un
significado mágico. Las hojas fueron estrujadas con el metate y luego
exprimidas a través de un colador fino; el jugo caía en un vaso. Luego se
enjuagaron el metate y el contenido del colador con agua. Finalmente las
copas llenas fueron ahumadas con un gran ceremonial sobre la pila de copal.
Consuelo, antes de alcanzarles sus vasos a Anita y a Gordon, les preguntó si
creían en la verdad y en el carácter sagrado de la ceremonia. Después que lo hubieron
confirmado y bebido solemnemente el filtro muy amargo, se apagó la vela.
Acostados en las esteras de librillo, a oscuras, aguardábamos los efectos.
Unos veinte minutos más
tarde Anita me susurró que veía extrañas formaciones con un borde claro.
También Gordon sentía el efecto de la droga. De la oscuridad resonaba la voz de
la curandera, mitad hablando, mitad cantando. Herlinda tradujo al castellano:
si creíamos en la santidad de los ritos y en la sangre de Cristo. Después de
nuestro “creemos” prosiguió la ceremonia. La curandera encendió la vela, la
colocó en el suelo delante del “altar”, cantó y rezó oraciones o fórmulas
mágicas, colocó la vela nuevamente debajo de las estampas de los santos. De
nuevo, oscuridad y silencio. Luego comenzó la verdadera consulta. Consuela nos
preguntó cuáles eran nuestros deseos. Gordon quiso saber cómo estaba su hija,
que poco antes de que él viajara había debido ser internada en una clínica de
Nueva York (su hija estaba por tener un niño, pero la internación había sido
prematura). Obtuvo la respuesta tranquilizadora de que la madre y el niño se
encontraban bien. Nuevos cantos y oraciones y manipulaciones con la vela en el “altar”
y en el suelo sobre la pila de sahumerio.
Al terminar la ceremonia, la curandera nos invitó a descansar un rato más en nuestras esteras de librillo. De pronto estalló una tormenta. A través de las rendijas de las paredes de maderos la luz de los relámpagos resplandecía en la oscuridad de la choza, acompañada de pavorosos truenos, mientras un aguacero tropical golpeaba con furia en el techo. Consuelo expresó su preocupación de que no pudiéramos abandonar su choza en la oscuridad, sin ser vistos. Pero la tormenta se calmó antes de la madrugada, y bajamos al valle con la luz de nuestras linternas haciendo el menor ruido posible para llegar a nuestra barraca de chapa ondulada. Los habitantes del poblado no nos notaron, aunque los perros siguieron ladrando por doquier.
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