por Carlos Javier González Serrrano
Con motivo del 150º aniversario de su muerte (1862-2012) y del 200º aniversario de su nacimiento (1817-2017), diversas editoriales han retomado el interés por las obras de Henry David Thoreau y han publicado numerosas reediciones de hitos como Walden, su libro más celebrado por la posteridad. Thoreau apenas traspasó las fronteras de su pueblo natal, Concord (Massachusetts), lo que sin embargo no impidió que su figura alcanzara, con los años, el estatuto de “clásico contemporáneo”. Pero si por alguna razón los escritos de este estadounidense se encuentran en plena vigencia, es por la insultante actualidad que cobran a la luz de las circunstancias que vive Occidente. Ensayos como “Desobediencia civil” o “Una vida sin principios” muestran la implicación que Thoreau adoptó a la hora de diseccionar las vergüenzas de un Gobierno que no dudaba en dar carta blanca a la esclavitud, al exterminio de los indios o a guerras imperialistas. Y es que, nos interroga, “¿Acaso no hay un tipo de derramamiento de sangre cuando se hiere la conciencia?”. Es esta hemorragia la que causa, poco a poco, la muerte interminable del género humano.
Con apenas dieciséis años, en 1833, Thoreau ingresa en Harvard, donde el contacto con la inmensa biblioteca de la institución modificará sus hábitos y le permitirá desarrollar los primeros gérmenes de su pensamiento. Dos años más tarde, en 1835, contrae tuberculosis, enfermedad que sufrirá durante toda su vida y que finalmente causará su muerte.
Cuando Thoreau se licencia en 1837 y
abandona la disciplina de Harvard para regresar a Concord, el país afronta una
crisis de rasgos muy similares a la que acontece hoy a escala global. Aquel
periodo fue conocido como el “Pánico de 1837”, caracterizado por una creciente
quiebra de bancos y ejecuciones hipotecarias, índices aterradores de desempleo
y recesión económica nacional.
Aunque consigue trabajo como profesor
en un colegio, acaba desechando el empleo por las presiones para ejercer
castigos corporales a los estudiantes. Funda entonces una pequeña escuela
privada (en la que imparte latín, griego, francés y ciencias) junto con su
hermano John; este morirá cuatro años más tarde de manera trágica, al contraer
tétanos tras cortarse con una cuchilla. La fraternal pérdida supone un duro
varapalo para Henry, quien tras un frustrado intento de rehacer su vida en
Staten Island gracias a su talento literario, vuelve a Concord. “Todo en la
naturaleza nos enseña que la extinción de una vida es lo que abre espacio para
la aparición de otra. […] Esta constante erosión y descomposición crea el
terreno para mi futuro crecimiento”, escribía Thoreau en su Diario el 24 de octubre de 1837, en una metáfora
de tintes naturalistas.
Un 4 de julio de 1845, Thoreau decide recluirse en una cabaña construida con sus propias manos, en la que permanecerá aislado voluntariamente durante dos años, dos meses y dos días a las afueras de Concord, a orillas del lago Walden. Un “aislamiento” relativo, puesto que en ningún momento perdería el contacto definitivo con sus conciudadanos.
Thoreau, gran observador y admirador
de la naturaleza como fenómeno maravilloso (le causaba gran asombro el regular
paso de una estación a otra), apunta en no pocos fragmentos de su obra que su
vida se parece al recorrido de un río, “brillante sobre sus arenas, pero
imposible de navegar”, aunque llegada la madurez esta imposibilidad se torna
apacible, casi familiar, y por ello, aquel abismo puede siquiera contemplarse,
por mucho que su observación nos conduzca, al final, “a capas nunca imaginadas
de profundidad” (2 de agosto de 1861).
Tal fue el objetivo primordial de
Henry David en su reclusión: atender el dictado oracular de Delfos, conocerse a
sí mismo, desentrañar aquellas “profundidades”. Como resultado de esta
experiencia, Thoreau redacta Walden, su obra más
conocida. En uno de sus capítulos nos explica sin tapujos que se estableció en
los densos bosques de Concord “porque quería vivir deliberadamente,
enfrentándome a los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo
que la vida tenía que enseñar, no fuera que cuando estuviera por morir
descubriera que no había vivido”. Y es que, a su juicio, aún “vivimos de forma
miserable”, “acumulando error tras error y remiendo sobre remiendo”.
La solución la ofrece Thoreau en una carta fechada el 27 de marzo de 1848, dirigida a su amigo Harrison Blake: “Creo firmemente en la simplicidad. Es asombroso y triste ver cómo incluso los hombres más sabios pasan sus días ocupados en asuntos triviales”. El imperativo es tajante: “simplifiquemos el problema de la existencia”, diferenciemos entre lo necesario y lo superfluo. Mientras no dudamos en atajar rápidamente el hambre y la sed del cuerpo, no tenemos reparos en demorar las necesidades del alma. “Alma”, una palabra que, en su opinión, ha quedado casi inservible “porque la hemos dejado en la inanición hasta convertirla en una sombra”.
Jamás habrá un Estado realmente libre
y culto hasta que no reconozca al individuo como un poder superior e
independiente.
Quizás, el único camino –si no
salvífico, sí al menos consolador– hacia nuestra felicidad sea la aceptación de
la continua e inextinguible cadena de acontecimientos que se da en el mundo,
una cadena que carece de principio o fin y cuyo funcionamiento, desde el punto
de vista humano, es imposible de desentrañar. Nuestra necesidad de otorgar al
constante fluir de hechos una racionalidad solo se ve satisfecha cuando, desesperanzados,
logramos ser conscientes de lo vano de nuestro empeño: “Quien esté más quieto
será el primero en llegar a su meta”, asegura Thoreau.
El diario (género que Henry cultivará
durante toda su vida), y en general la escritura, adquiere en nuestro protagonista
los tintes de un mecanismo mediante el cual el tiempo se hace consciente de sí
mismo… a través de las palabras. Unas palabras que no hacen más que buscar una
fórmula adecuada para plantear una definición certera de la existencia: “Qué
vida nos han dado los dioses, circundada de dolor y placer”, suspiraba el
autor. Esta vida es “demasiado extraña para el pesar, y también demasiado
extraña para el regocijo. A ratos parece superficial, aunque intrincada como un
laberinto cretense, y luego, de nuevo, es un abismo intransitable”, escribía
Thoreau el 27 de marzo de 1842.
Si un hombre piensa con libertad,
sueña con libertad e imagina con libertad, ningún gobernante ni reformador
inepto podrá coaccionarle.
Es conocido que, en 1846, Thoreau
pasó una noche encarcelado tras negarse a pagar sus impuestos. Su conciencia le
impedía estar de acuerdo con la política imperialista y belicista del gobierno
estadounidense. Lo que el Estado debería fomentar es el respeto por la
justicia, y no por la mera ley. La obligación que Thoreau toma para sí, una
máxima que siempre seguirá, es la de adoptar el derecho de “hacer en cada
momento lo que crea justo”.
La ley no nos hace más justos,
asegura Henry David, e incluso atenderla sin más puede convertirnos a diario en
“agentes de la injusticia”. En esta sociedad de incesante movimiento no hacemos
otra cosa que trabajar, y de hecho “no es fácil conseguir un simple cuaderno
para escribir ideas; todos están rayados para los dólares y los céntimos”. No
hay nada más opuesto a la reflexión, a la filosofía ni a la poesía que este
“incesante trabajar”. Estas ideas quedan fantásticamente plasmadas en la novela
gráfica de Maximilien Le Roy que acaba de publicar Impedimenta: Thoreau. La vida sublime.
Thoreau aboga por una “revolución pacífica”, una formulación que inspiraría más tarde a personalidades como Gandhi o Martin Luther King, una revolución iniciada por la decisión de dejar de pagar los impuestos, por ejemplo, que permiten que el Estado cometa viles “actos de violencia y derramar la sangre de los inocentes”. Toda una llamada a actuar movidos por nuestros propios principios y la percepción de lo justo, con el objetivo de cambiar las cosas y las relaciones entre seres humanos. “Lo que tengo que hacer -afirma en “Desobediencia civil”- es asegurarme de que no me presto a hacer el daño que yo mismo condeno”.
Los cielos están a nuestro alcance si
nuestras aspiraciones son altas.
Obras clave
Walden. La obra maestra de Thoreau en la que narra, con todo lujo de detalles, su experiencia de reclusión en los bosques de Concord durante más de dos años. En ella diserta sobre los libros, la soledad, los sonidos de la naturaleza, la moral, la política e incluso sobre agricultura y jardinería. “Vivimos demasiado rápido”, explica, mientras remite al lector a un singular interrogante: “¿Por qué debemos vivir con tanta prisa y desperdiciando nuestras vidas?”. La editorial Errata naturae ha publicado en 2013 una muy recomendable edición del clásico de Thoreau.
Los Diarios. En ellos encontraremos al Thoreau más íntimo y personal, al individuo que traza, poco a poco, un camino vital en el que la literatura y la reflexión se enseñorean como vórtices mareantes a través de los que el ser humano puede encontrar la paz que la vida, en su desnudez, nos arrebata en tantas ocasiones. Contamos con una reciente y cuidada traducción al español, publicada por Capitán Swing, del núcleo más importante de estos documentos personales que configuran el cauce por el que el pensamiento de Thoreau discurrió durante toda su vida.
Los ensayos. Thoreau impartió numerosas conferencias a lo largo de su carrera de escritor, que más tarde cobraron la forma de escritos cerrados. Los más conocidos son “Desobediencia civil”, “La esclavitud en Massachusetts”, la “Apología del capitán John Brown” (figura clave del abolicionismo) y “Una vida sin principios”. En ellos plantea Thoreau sus propuestas filosóficas y vitales de una manera estructurada, pero siempre cercana y accesible.
Cartas a un buscador de sí mismo. Errata naturae publicó en 2012 las misivas que Thoreau dirigió a su corresponsal y amigo, un año mayor que él, Harrison Blake. Estos documentos recogen las inquietudes que acechaban día a día a Henry David, que intenta “apartar nuestro insignificante yo” del medio para dar con lo más original de sí mismo. “No temo exagerar el valor y el significado de la vida -confesaba a Blake-, sino más bien no estar a la altura de la ocasión que la vida representa”. La misma editorial, además, acaba de publicar (2014) Musketaquid.
Si busca persuadir a alguien de que hace mal, actúe bien. Los hombres creen en lo que ven. Consigamos que vean.
(El vuelo de la lechuza / 20-4-2014)
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