jueves

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (146 y 147)

 Capítulo X

 

La muerte de los Sargentos y de la Mulita (15)


Recién, recién fue escuchado un griterío que venía acercándose y que, ahora, empezó a adelantarse con fogonazos y estampidos. Pero el instintivo crispamiento sobre empuñaduras y culatas que a eso sobrevino en los de aquí, se aflojó en seguida. Quienes llegaban eran los de una de las guardias -la del Paso- acudiendo a todo lo que daban y que, ya cerca, con tiros al aire hacían advertir su incorporación inminente.

 

Interrumpida a mitad de camino su misión de oír los primeros estruendos, tornaba el Soldado Flamenco, también del bajo, con la cabeza hecha un volcán. Y juntando aire se paró al lado de un ceibo, con la estupefacción del que sorprende fantasmas en esas cosas suyas que no sabemos qué son; que abren la boca y no hablan, que “cortan” por arriba del pasto y a este ni se le agacha siquiera una hojita, y que, por más viento que sople, los blancos mantos de ellos parecen encerrados en la vitrina de una tienda.

 

Cuando dicho Infante sintió que comprender lo que estaba viendo era imposible, iba a incorporarse a quienes se precipitaban hacia los yacentes; pero cierto roce pesado le hizo darse vuelta de un salto, mano al sable y sin poder evitar el vuelo del quepis. Era su tordillo viejo rascándose en él, buscando mimo. La cabalgadura lo miró fijo del asombro, pues siempre que venía mano se refregaba en su dueño y este se quedaba quieto, en vez de pegarle ese grito que le pegó:

 

-¡Usté ha arrancado su estaca, caracho!

 

Sacado de su pasmo, el Soldado Flamenco recogió su quepis y pudo atropellar hacia la remolineante montonera de milicos.

 

-¡La del pecho no es nada! ¡Liguenmén la pierna, que es un chorro! -pedía en el suelo el Sargento Cimarrón con voz que se acababa-. ¡Quemen bien un trapo y taponeenmén! ¿Murieron todos?

 

Uno de los recién llegados, de tan servicial que se había puesto, dejó su curiosidad para después y corrió hacia el fogón desnudándose la roja golilla, dispuesto a hacerla cenizas.

 

Mientras tanto, a los pies del cadáver del Sargento Primero, los quepis a la nuca, jadeaban chorreando sudor el Cabo Pato y el Soldado Avestruz y el Trompa Tamanduá.

 

-¿Pero y qué me decís de este caudillo? ¡Tanto inventar hazañas y no precisaba! ¡Y hasta se quedaba corto!

 

-¡Sí, el maragato era un guapo!

 

Al exclamar esto el Tamanduá se sacó la golilla y empezó a enjugar el hombro de su interlocutor, el Cabo Pato, tratando de entreabrirle la chaquetilla para averiguar hasta dónde había sido el tajo.

 

El herido se resistió.

 

-¡Dejate de partes! Es una bobada de nada. Lo que me ha abombado es el planchazo en la crisma. Me amagó como para que yo lo parara en “tercera”… y caí en la bobada y… ¡Pero vamos a atender al Sargento Segundo, che!

 

Y en vista de que el viejo Avestruz se mantenía inmóvil, tan inmóvil como la sonrisa de éxtasis que inclinaba sobre el muerto, le dio un codazo.

 

-¡Vamos todos, don, que es un papel!

 

Conseguían entre los soldados Flamenco y Gavilán bajar al Sargento Cuervo sus rojas bombachas y los calzoncillos aparecidos después, y más engorrosos de retirar porque no daban con los botones de su pretina. El Soldado Cuzco Overo, en la mano un sobeo, aguardaba impaciente. Se agachó con premura, entonces, y ligó la flaca pierna por encima de la herida hecha borbollón. El Voluntario Terutero, al advertir que los nubarrones otra vez no le dejaban ver nada, por su cuenta había corrido a la carpa. Ahora regresaba con tamaño velón de sebo prendido.

 

-¡Si sabré que con ligar no se saca nada! -comentó con suficiencia, colocándose cómodamente en cuclillas y protegiendo del viento con el sombrero el pabilo hecho estrella sobre el pasto.-. Hay que ponerle trapo quemado. ¿Pero qué hacen que no traen trapo quemado de una vez?

 

-¡Lo hubiera ido a preparar usté, so meterete!

 

-Baje esa vela, que no la tendrá, yo digo, pa que lo vean a usté. Y vaya uno a traer caña de la carpa.

 

Así dijo en cuclillas el Mao Pelada. Como le hacía sombra la visera, arrojó su quepis, tomó el tufiento trapo al comedido -que por ser de los que cortaron campo desde la guardia del bajo estaba de barro hasta la cabeza- se puso de rodillas y empezó a taponear manchándose de sangre la mano y el cinturón y parte de la chaquetilla y de las bombachas.

 

-¡Acerque más esa vela, caray!

 

-¡No, así no! ¡Metaseló a dedo, hermano…! Mirá, retírate y déjame.

 

Era ahora el Cabo Lobo, a cuya resuelta intervención dio un quejido el Sargento Segundo y entreabrió los ojos.

 

-¡El bulto! -murmuró con voz de gorgorito-. ¡El bulto, muchachos!

 

-¿¿El qué??

 

-¡A ver… qué era el bulto, les digo!...

 

-¡Entró a disvariar!

 

-¡La caña, ligero, que nos queda! ¡Traigan para rociarlo y darle un trago! ¿Pero quién pucha fua a buscar la caña?

 

Se incorporó furioso ese Cabo Lobo y chasquearon sus espuelas.

 

Una voz le subió desde las sombras en cuclillas:

 

-El Cuzco Overo, fue… ¡Ahí viene!

 

Por la izquierda aparecía dicho joven soldado. El Cabo Lobo, que lo aguardó sentándose sobre sus talones otra vez, le recibió la limeta, levantó de costado la vista… y se la clavó como para partirlo. Volteaba de olor a caña el Cuzco Overo, y le era infructuoso el estiramiento del pescuezo con que intentó poner lejos la respiración. El Cabo interpuso la botella entre sus ojos y la oscilante llama de la vela siempre defendida por el sombrero del Voluntario, vio que todavía quedaba casi la mitad y, callado, bajó a sacudidas la cabeza.

 

Al darse cuenta el Segundo Cuervo del calor de la caña en su garganta, medio se incorporó, anheloso quiso como empezar a chupar, y abrió los ojos con atisbos de iracundia cuando el Cabo, alarmado porque aquello ya estaba pasando de remedio, le retiró la botella. Mas, vuelto por completo a la realidad, se serenó al advertir a los milicos, primero y, después, que él mismísimo estaba de espaldas en el suelo. Y le reapareció de golpe una idea.

 

Como siempre en circunstancias parecidas, fue a llevarse la mano a la frente. ¡Pero de adónde! Ya las fuerzas lo habían abandonado. Se redujo, pues, a repetir:

 

-¡El bul…to!

 

-¡Pah! ¡Otra vez entró a disvariar!

 

¡Qué disvariar…; gran siete!… ¡ni qué ocho cuartos! ¡Avisen, pues! -aclaró el moribundo. Descansó un poco y ordenó, aprovechando los eructos de la caña para soltar cada palabra, desfalleciente-: Registrenmén el suelo… al ladito… de la salida…

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