Capítulo X
La
muerte de los Sargentos y de la Mulita (15)
Recién, recién fue
escuchado un griterío que venía acercándose y que, ahora, empezó a adelantarse
con fogonazos y estampidos. Pero el instintivo crispamiento sobre empuñaduras y
culatas que a eso sobrevino en los de aquí, se aflojó en seguida. Quienes
llegaban eran los de una de las guardias -la del Paso- acudiendo a todo lo que
daban y que, ya cerca, con tiros al aire hacían advertir su incorporación
inminente.
Interrumpida a
mitad de camino su misión de oír los primeros estruendos, tornaba el Soldado
Flamenco, también del bajo, con la cabeza hecha un volcán. Y juntando aire se
paró al lado de un ceibo, con la estupefacción del que sorprende fantasmas en
esas cosas suyas que no sabemos qué son; que abren la boca y no hablan, que “cortan”
por arriba del pasto y a este ni se le agacha siquiera una hojita, y que, por
más viento que sople, los blancos mantos de ellos parecen encerrados en la
vitrina de una tienda.
Cuando dicho Infante
sintió que comprender lo que estaba viendo era imposible, iba a incorporarse a
quienes se precipitaban hacia los yacentes; pero cierto roce pesado le hizo
darse vuelta de un salto, mano al sable y sin poder evitar el vuelo del quepis.
Era su tordillo viejo rascándose en él, buscando mimo. La cabalgadura lo miró
fijo del asombro, pues siempre que venía mano se refregaba en su dueño y este
se quedaba quieto, en vez de pegarle ese grito que le pegó:
-¡Usté ha
arrancado su estaca, caracho!
Sacado de su
pasmo, el Soldado Flamenco recogió su quepis y pudo atropellar hacia la
remolineante montonera de milicos.
-¡La del pecho no
es nada! ¡Liguenmén la pierna, que es un chorro! -pedía en el suelo el Sargento
Cimarrón con voz que se acababa-. ¡Quemen bien un trapo y taponeenmén! ¿Murieron
todos?
Uno de los recién
llegados, de tan servicial que se había puesto, dejó su curiosidad para después
y corrió hacia el fogón desnudándose la roja golilla, dispuesto a hacerla
cenizas.
Mientras tanto, a
los pies del cadáver del Sargento Primero, los quepis a la nuca, jadeaban
chorreando sudor el Cabo Pato y el Soldado Avestruz y el Trompa Tamanduá.
-¿Pero y qué me
decís de este caudillo? ¡Tanto inventar hazañas y no precisaba! ¡Y hasta se
quedaba corto!
-¡Sí, el maragato
era un guapo!
Al exclamar esto
el Tamanduá se sacó la golilla y empezó a enjugar el hombro de su interlocutor,
el Cabo Pato, tratando de entreabrirle la chaquetilla para averiguar hasta
dónde había sido el tajo.
El herido se
resistió.
-¡Dejate de partes!
Es una bobada de nada. Lo que me ha abombado es el planchazo en la crisma. Me
amagó como para que yo lo parara en “tercera”… y caí en la bobada y… ¡Pero
vamos a atender al Sargento Segundo, che!
Y en vista de que
el viejo Avestruz se mantenía inmóvil, tan inmóvil como la sonrisa de éxtasis
que inclinaba sobre el muerto, le dio un codazo.
-¡Vamos todos, don, que es un papel!
Conseguían entre
los soldados Flamenco y Gavilán bajar al Sargento Cuervo sus rojas bombachas y
los calzoncillos aparecidos después, y más engorrosos de retirar porque no
daban con los botones de su pretina. El Soldado Cuzco Overo, en la mano un
sobeo, aguardaba impaciente. Se agachó con premura, entonces, y ligó la flaca
pierna por encima de la herida hecha borbollón. El Voluntario Terutero, al
advertir que los nubarrones otra vez no le dejaban ver nada, por su cuenta
había corrido a la carpa. Ahora regresaba con tamaño velón de sebo prendido.
-¡Si sabré que con
ligar no se saca nada! -comentó con suficiencia, colocándose cómodamente en
cuclillas y protegiendo del viento con el sombrero el pabilo hecho estrella
sobre el pasto.-. Hay que ponerle trapo quemado. ¿Pero qué hacen que no traen
trapo quemado de una vez?
-¡Lo hubiera ido a
preparar usté, so meterete!
-Baje esa vela,
que no la tendrá, yo digo, pa que lo vean a usté. Y vaya uno a traer caña de la
carpa.
Así dijo en
cuclillas el Mao Pelada. Como le hacía sombra la visera, arrojó su quepis, tomó
el tufiento trapo al comedido -que por ser de los que cortaron campo desde la
guardia del bajo estaba de barro hasta la cabeza- se puso de rodillas y empezó
a taponear manchándose de sangre la mano y el cinturón y parte de la
chaquetilla y de las bombachas.
-¡Acerque más esa
vela, caray!
-¡No, así no!
¡Metaseló a dedo, hermano…! Mirá, retírate y déjame.
Era ahora el Cabo
Lobo, a cuya resuelta intervención dio un quejido el Sargento Segundo y
entreabrió los ojos.
-¡El bulto!
-murmuró con voz de gorgorito-. ¡El bulto, muchachos!
-¿¿El qué??
-¡A ver… qué era
el bulto, les digo!...
-¡Entró a
disvariar!
-¡La caña, ligero,
que nos queda! ¡Traigan para rociarlo y darle un trago! ¿Pero quién pucha fua a
buscar la caña?
Se incorporó
furioso ese Cabo Lobo y chasquearon sus espuelas.
Una voz le subió
desde las sombras en cuclillas:
-El Cuzco Overo,
fue… ¡Ahí viene!
Por la izquierda
aparecía dicho joven soldado. El Cabo Lobo, que lo aguardó sentándose sobre sus
talones otra vez, le recibió la limeta, levantó de costado la vista… y se la
clavó como para partirlo. Volteaba de olor a caña el Cuzco Overo, y le era
infructuoso el estiramiento del pescuezo con que intentó poner lejos la
respiración. El Cabo interpuso la botella entre sus ojos y la oscilante llama
de la vela siempre defendida por el sombrero del Voluntario, vio que todavía
quedaba casi la mitad y, callado, bajó a sacudidas la cabeza.
Al darse cuenta el
Segundo Cuervo del calor de la caña en su garganta, medio se incorporó,
anheloso quiso como empezar a chupar, y abrió los ojos con atisbos de iracundia
cuando el Cabo, alarmado porque aquello ya estaba pasando de remedio, le retiró
la botella. Mas, vuelto por completo a la realidad, se serenó al advertir a los
milicos, primero y, después, que él mismísimo estaba de espaldas en el suelo. Y
le reapareció de golpe una idea.
Como siempre en
circunstancias parecidas, fue a llevarse la mano a la frente. ¡Pero de adónde!
Ya las fuerzas lo habían abandonado. Se redujo, pues, a repetir:
-¡El bul…to!
-¡Pah! ¡Otra vez
entró a disvariar!
¡Qué disvariar…; gran siete!… ¡ni qué ocho cuartos! ¡Avisen, pues! -aclaró el moribundo. Descansó un poco y ordenó, aprovechando los eructos de la caña para soltar cada palabra, desfalleciente-: Registrenmén el suelo… al ladito… de la salida…
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