por Sorayda Peguero Isaac
La
alegría de tener una librera como Cecilia Picún es rara. No voy a decir aquí
las razones por las que discutimos a cada rato. Tampoco voy a decir por qué no
he cumplido –todavía– mis amenazas de soltarla en banda. Podría ampararme en el
adagio popular que dice que los amores reñidos son los más queridos, pero no
estoy segura de eso. O quizá es que no quiero admitirlo. Diré que en la ciudad
no abundan los establecimientos como Librerío de la Plata, que propicien
encuentros duraderos y la posibilidad de cultivar el arte de la conversación.
Cuando llego a su librería, después de saludarla a la europea, con dos besos,
me paseo por las estanterías mientras charlamos. Hoy no tengo que inventar un
motivo para molestarla. En el mostrador veo un jarrón con una rosa de suave
color asalmonado. Es una rosa grande, muy hermosa. De su tallo cuelga una nota
que dice: “Para mi librera favorita. Te quiero Cecilia”. Preparo mi primer
dardo con un poquito de veneno: “¿Qué estás leyendo estos días, Cecilia? ¿El
método avanzado para encandilar lectores?”.
Esta vez
me sorprende fuera de base. Me dice que está leyendo a Marosa di Giorgio.
¿Marosa? No tengo la menor idea de quién es. Ella la conoció en su Uruguay
natal, en un popular café de Montevideo: el Sorocabana.
—El
Sorocabana estaba en la avenida 18 de Julio. Sus ventanales daban a la Plaza
Cagancha, que es el kilómetro cero del Uruguay. Los jueves era el único día que
bajaba la concurrencia, porque en la época de la dictadura era el día que
salían los camiones a detener gente. Era un lugar antiguo. Tenía unos suelos de
baldosas hidráulicas y mostradores de madera y mármol. El café que servían era
horroroso: fuerte y espeso, como si fuera tinta; pero su sabor era lo de menos.
Los jóvenes íbamos allí porque era donde estaban “los monstruos”.
—¿Como el
Café Gijón de Madrid?
—¡Ahí
está!
—Tú
llegabas y te sentabas en una mesa y, ellos, “los monstruos” (Mena Segarra,
Gley Eyherabide, Iván Kmaid) se sentaban en Las mesas. Marosa di
Giorgio iba sola. Tenía el pelo rojo y unas gafas con forma de mariposa. Muchas
veces se sentaba sola, pero creo recordar que algunos días se sumaba a la
tertulia.
Cuando
estás cerca de una persona que expresa verdadero entusiasmo por lo que hace, es
muy posible que se te pegue algo. Cecilia ha vuelto a reencontrarse con Marosa
di Giorgio por Misa de amor, los relatos eróticos que la editorial
Wunderkammer publicó en España. “Ese libro es una maravilla, una maravilla”. La
maravilla tiene un sugerente color pantera rosa y 361 páginas. Empiezo a leer
en la 50.
Hay dos
criaturas de naturaleza imprecisa que retozan entre fragantes y gigantescas
hortensias. “Hoy tendrá su minuto de gloria y de final”, le advierte el novio a
la señora Dinoráh, que tímida, acaso asustada, se oculta entre las flores y lo
hace esperar toda una hora. Un beso que va, un beso que viene... Perfumados de
clavelinas, los cuerpos de las dos criaturas ruedan sobre la hierba amarrados
en un abrazo juguetón. Se escucha el suspiro que anuncia el gemido de la
pequeña muerte. Hay más criaturas. Una sale disparada de un durazno. Está desnuda.
Camina en medio de la noche excitando a los lirios y atrayendo mariposas que se
prenden de las partes más fascinantes de su cuerpo. Hay soles como caquis,
dulces como dátiles y naranjas. Las imágenes tienen aroma, consistencia,
movimiento. Son perlas de cítricos que te estallan en la lengua. Los sonidos
llegan en oleadas oceánicas. Gritos de terror. Bramidos de placer. Humedad. Hay
mucha humedad.
Si me
mirara ahora en un espejo, me vería a mí misma con el pelo revuelto y salpicado
de vilanos, con cara de desorientada y la ropa sucia de tierra. Como si hubiera
salido de un túnel que conecta con otro mundo.
Más
tarde, cuando regresé a mi casa con el libro de relatos bajo el brazo, me senté
delante de mi mesa y encendí el computador. Quería ponerle cara a Marosa di
Giorgio. La encontré en un video del Festival Internacional de Poesía de
Medellín, donde aparece leyendo un fragmento de Hortensias en la misa,
el primer relato —elegido al azar— que yo había leído en la página 50 de Misa
de amor. La vi con un vestido azul, la voz ondulante, con un leve vibrato,
el pelo rojo como una mantilla de candela, un reloj en una muñeca y un juego de
pulseras doradas en la otra. Cuando concluye su lectura: “Adiós, señora, adiós
y adiós”, el público de Medellín responde con un aplauso y ella abandona el
escenario dando pasitos cortos que parecen de gorrión.
“Vine a
la luz en este florido y espejeante Salto del Uruguay, hace un siglo, o ayer
mismo, o mismo ahora, porque a cada instante estoy naciendo. Era por junio y
por domingo y a mitad del día”. Con la misma gracia que hablaba de su
nacimiento en Los papeles salvajes (Adriana Hidalgo editora,
2008), Marosa di Giorgio contaba cómo se había entregado a su destino. Decía
que, cuando era niña, Dios la visitaba disfrazado: “Hasta se disfrazaba de
amapola. Se ponía una bonita máscara rosada, o de venado y usaba dominó velludo
y color oro. Por entonces él me dijo que mi único destino era escribir poemas.
Y yo le escuché sencillamente, sintiendo que iba a obedecerle”. Si bien aceptó
el mandato, no solo escribió poesía; también escribió relatos, teatro y una
novela.
Y, entre
verso y verso, las tardes en el Sorocabana, donde una joven amante de los
libros la miraba con la fascinación que provoca en los letraheridos la
presencia de “los monstruos”. La poeta uruguaya decía que en el café de
Montevideo podía elegir entre sentirse sola o acompañada, interviniendo en las
tertulias o quedándose enfrascada en sus pensamientos. Era una cuestión vital:
“No puedo dar un paso en la calle, salir para la más mínima diligencia sin
acudir a tomar un café al Sorocabana. No puedo vivir si no voy un rato —largo—
a ese sitio donde vive algo inexplicable”.
Mientras leo a Marosa di Giorgio, el cerebro, fiel a su costumbre de asociar ideas, me dispara imágenes de El Bosco, o de Lewis Carroll —a quien dicen que Marosa leía con devoción—, pero este mundo, que se me insinúa extraño y perfumado, luminoso y oscuro, furioso y sensual, no cabe en una cajita de la que pueda colgar una etiqueta con una única palabra. Marosa di Giorgio decía que le debía la exuberancia y la singularidad de su escritura a la casa de Salto, la de sus abuelos; especialmente a su abuelo materno, Eugenio Médici, que “creó jardines de membrillos, frutillas, luciérnagas, hongos y fantasmas”. Su imaginario estaba poblado de criaturas y cosas que se nombran y de otras que no pueden ser nombradas. “Yo escribo sin rumbos, ni proyectos, ni fin alguno. Soy una princesa desnuda, descalza, una monja un poco gitana, esperando que le caiga, desde el cielo, algo en las manos”. Y hay algo, una cosa que los recién llegados al mundo de Marosa debemos saber. Ella misma nos advierte que, aunque nos parezca insólito, todo lo que cuenta es verdad.
(EL ESPECTADOR / 7-7-2021)
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