por Martín Granovsky
Vos le preguntabas algo y el tipo siempre te
contestaba igual: “¡Es fácil, boludo!” La diferencia con otra gente es que
después, al segundo, Juan Forn te explicaba cómo.
Ya casi no uso el mail, pero andá a saber por qué
atavismo cuando me enteré de que Juan se había muerto revisé los correos
intercambiados con él. El último fue de cuando le pedí ayuda para ver quién
podía editar el hermoso libro de Emilce Moler con la historia de su vida y de
su sobrevida. Respondió al toque con tres coordenadas certeras. El libro salió.
Leo que él me llamaba Martincho y yo Maestro. Lo
leo y, dentro de la tristeza, me alegra: cariño y justicia. Porque fue Juan el
que me enseñó cómo se escribe un libro. Él trabajaba como editor de Planeta y
yo ya estaba en Página. Era 1991, hace 30 años. A mí se me había ocurrido
escribir un libro sobre Terence Todman, el embajador de los Estados Unidos, y
no daba pie con bola. Los capítulos me salían cortitos.
--Abandono, Juan.
--¿Ya no te gusta el tema?
--Sí, me gusta. Pero estoy como los chicos. No me
sale.
--¡Es fácil, boludo! --dijo entonces, y fue la
primera vez que se lo escuché.
Agarró las miserables dos páginas que abarcaban
todo el primer capítulo y de cada párrafo empezó a sacar flechas para todos
lados.
--Vos estás acostumbrado a la síntesis
periodística. La ultrasíntesis. Ahora tenés que aprender lo contrario: cómo
ramificar. De estas dos páginas que me traés podrías hacer un libro entero.
Ponete con cada párrafo y desagregalo. Escribí todos los datos que investigues
o que se te ocurran. Y volá, que para apretar el texto, si hace falta, ya vamos
a tener tiempo.
Mientras hablaba, Juan daba ejemplos línea por
línea de cómo debía funcionar esa desagregación. Y lo consiguió. El libro salió
en 1992. Acá lo tengo. Título, “Misión cumplida. La presión norteamericana
sobre la Argentina, de Braden a Todman”. Foto del susodicho y adentro, en los
agradecimientos, dice, o dije: “Juan Forn entendió la neurosis de un
periodista, pero por suerte la respetó sólo el mínimo indispensable”.
Unos años después, con Ernesto Tiffenberg, con
Jorge Prim, con Hugo Soriani, lo trajimos al diario para hacer Radar, el nuevo
suplemento cultural. Tenía que ser un producto distinto pero no ajeno. Y Juan
lo logró con tanta perfección que en uno de los focus groups que hizo Fernando
Moiguer, amigo y consultor, alguien dijo esta frase: “Radar es el hijo goi
de Página/12”. Inolvidable.
Siempre tuve la sensación de que todo le salía
fácil. Radar o los textos increíbles de sus contratapas. Una sensación falsa, por
supuesto, porque Juan laburaba duro. Muy duro. Y también tenía esa cuota
necesaria de sufrimiento judeocristiano que te hace autoexigente. La clave, me
parece, es que no solo era organizado, creativo, de buena leche y jodón sino
que, además, reunía todas las condiciones al mismo tiempo. Una rareza
maravillosa.
Qué tristeza. Ya no son los viejos los que se van. Son partes de nosotros mismos. Y no te rías cuando leas esta frase, Juan Forn. Sé lo que pensás, turro. Un abrazo fuerte.
(Página 12 / 21-6-2021)
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