NO ERA TOTALMENTE ÉL (*) (3)
JERZY GROTOWSKI
(*) Este artículo se publicó en Les Temps Modernes (París, abril de
1967) y en Flourish, el periódico del Royal Shakespeare Theatre Club
(verano de 1967).
Hay que repetir de nuevo que, si Artaud hubiese tenido a su disposición el
material necesario, sus visiones hubiesen podido pasar de lo indefinido a lo
definido y quizá hubiera creado una forma, o mejor dicho una técnica. Hubiese
podido anticiparse a todos los demás reformadores, porque tuvo el valor y el
poder de ir más allá de la lógica discursiva y corriente. Todo esto pudo haber
pasado, pero nunca sucedió.
El secreto fundamental de Artaud es el haber cometido malentendidos y
errores particularmente fructíferos. Su descripción del teatro balinés, por más
sugestiva que pueda parecer a la imaginación, es, en verdad, un enorme error.
Artaud identificó como “signos cósmicos” y “gestos que evocaban poderes
superiores” a elementos de la representación que eran expresiones concretas,
letras teatrales específicas dentro de un alfabeto de signos universalmente
conocido por los balineses.
El teatro balinés fue para Artaud lo que una esfera de cristal es para una
pitonisa. Logró una representación totalmente diferente que dormitaba en un
interior, y ese trabajo que le sugirió el teatro balinés nos da la clave de sus
grandes posibilidades creativas. Pero tan pronto como se desplaza de la
descripción a la teoría, empieza a explicar la magia por la magia, el trance
cósmico por el trance cósmico. Es una teoría que puede interpretarse como se
quiera.
Pero en su descripción toca algo esencial, sin tener totalmente conciencia
de ello. Es la verdadera lección del teatro sagrado, ya sea que hablemos del
drama europeo medieval, del drama balinés o del Kathakali hindú: el
conocimiento de que la espontaneidad y la disciplina en lugar de contraponerse
se refuerzan entre sí. Lo elemental alimenta a lo construido y viceversa, para
convertirse en la fuente real de un tipo de actuación que destaca
brillantemente. Esta lección no fue entendida ni por Stanislavski, que dejó que
los impulsos naturales dominaran, ni por Brecht, que subrayó demasiado la
construcción de un papel.
Artaud se dio cuenta instintivamente de que el mito era el centro dinámico de la representación teatral. Sólo Nietzsche lo adelanta en este dominio; advirtió también que la transgresión del mito renovaba sus valores esenciales y “se convertía en un elemento de amenaza que restablecía las normas que habían sido violadas” (L. Flasszen). No tomó en cuenta, sin embargo, el hecho de que en nuestra época, en la que todos los lenguajes se entreveran, la comunidad del teatro no puede identificarse con el mito porque no existe una sola fe. Sólo una confrontación es posible. Artaud soñó en producir mitos nuevos a través del teatro, pero este sueño tan hermoso nació de su falta de precisión, pues aunque el mito constituye la base o el tramado de la experiencia de varias generaciones, sólo las generaciones subsecuentes pueden crearlo y no el teatro. A lo más el teatro puede haber contribuido a la cristalización del mito, pero entonces será demasiado similar a las ideas corrientes para ser creativo.
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