Capítulo X
La muerte de los
Sargentos y de la Mulita (11)
En efecto: en ese
momento, como manejando chispas, acosaban apurando el Sargento Segundo y el
Soldado Gavilán, mientras el Trompa Tamanduá se detenía para tomar resuello, y
aprovechaba a pasarse por la cara la roja golilla. Al parecer también urgiendo,
otro machete ya se alzaba casi por detrás de estos tres, evidentemente decidido
a abatir su filo lleno de siniestras melladuras sobre la canosa cabeza
descubierta del Cimarrón, cuando el acero quedó amagando en el aire negro y
perdió tiempo… Es que quien lo empuñaba, el anciano Veterano Avestruz, había
ido experimentando como una lástima, empujada desde el fondo de los años por su
fraternal convivencia en el Servicio: primero, un tiempo en la Comisaría del
Queguay; después, tres o cuatro, tal vez seis o siete años en la Comisaría de
Arerunguá, él siempre de milico raso pero el Cimarrón ya con la “escuadra” de
Cabo… Y después… “Hermano ¿pedimos la baja y nos vamos para el Sur? Hay que
conocer mundo”. “Bueno, meta”… y su mente, hecha el hirsuto pajonal de un
bañado donde empieza la cerrazón, sentíase de a poco ganada asimismo por muy
creciente admiración. De ahí que, al principio, no tirara a dar por la piedad
que el viejo cariño le ponía adelante; y ahora, porque le pesaba el brazo algo más
enérgico: la sensación de respeto impuesta por el admirable que les sableaba al
frente.
-¿Pero está herido,
viejo? -oyó el Avestruz que quien ahora combatía a su lado, el Cabo Pato, le
preguntaba con inquietud.
Retrocedió un paso el
Avestruz, así ayudado a mejor atajarse en “quinta” un golpe de su Sargento
Primero que si le agarra la cabeza se la raja; después, balbuceó a tropezones,
con el sobresalto de llegar a delatar su voluntaria inoperancia:
-¡No! Unos tironcitos o
cosa así, mi Cabo, en el cogote. Como de “aire”, no más, hermano.
Y detrás de unos adrede
inútiles, ¡claro!, molinetes furibundos, se alejó del Cabo. Mas su interlocutor
había maliciado todo. Blandiendo también veloz, y también sin dirección, su
sable ya lejano del sable enemigo; cuidadoso, eso sí en serio, de no resbalar
en aquel suelo vuelto jabón por el rocío, y sumergido otra vez en aquella semi
oscuridad que acentuaba su negrura con el punteo de los bichos de luz, buscó,
siempre en actitud combativa, de acercarse de nuevo al viejo Avestruz, cual si
hubiera sido tocado en su amor propio. Cuando estuvo al lado, musitó como en Iglesia,
bien bajito y sin mirar:
-¡Dejesé de “aires”, que no soy bobo ! ¡Si yo tampoco le estoy tirando a dar! Pero tenga ojo, no sea que se den cuenta.
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