La muerte de los Sargentos y de la Mulita (9)
Engrosando, pues, los
rezagados el irregular semicírculo (que de haber buena iluminación -el brazal
que arrojó el fuego el Avestruz duró una nada- presentaría una banda roja en su
parte inferior: las bombachas de reglamento, y azul en la superior: las chaquetillas
militares, y coronado con un fulgor apagado: el brillo aquí y allá del hule en
alguna visera de los quepis) presa el conjunto espectador de encantado pasmo
superpuesto en seguida por una irrupción como de bruces del entusiasmo; ya
retrocediendo en conjunto los soldados recién aparecidos e inactivos para dar
sitio a los desplazamientos del desigual combate, en otras ocasiones
adelantándose en barrera de reñidero con el afán de no perder detalle bajo el
engorro de tamaña intermitencia lunar, el milicaje que seguía llegando trataba
de ubicarse donde lo mejor posible se apreciara del cuadro, sin siquiera
preguntarse la razón de tal desbarajuste. Es que la natural curiosidad había
quedado a modo de una mata florida en oportunidad de que el huracán se le descuelga
con la copa descuajada de un árbol o con la batea de lavar o con el zarzo de
los quesos, en la rejilla trabado todavía alguno de estos. Los policianos, su
avezada vista sin los velos del parpadeo, apreciaban este espectáculo como a
algo en sí mismo; igual a como la gente de la ciudad va al teatro, se sienta en
la silla que debe y no va a estar preguntando quién hizo la obra ni para qué
diablos la hizo: la ve con la atención arrebatada… y sanseacabó.
Alli, ante el hogar
inútilmente roquero del finado Peludo, donde, si hubiese Justicia en el mundo,
un muy merecido descanso dulce debiera estar posado a esas horas sobre su
sobrina, la Mulita, allí se estaba tirando a matarse a sí misma la Autoridad
del pago. Allí, hecho resorte, el propio Jefe de un destacamento daba sablazos
y planchazos sin hacer distinción alguna entre milicos y “clases”; y para
estos, a su vez, era como si no estuviesen viendo aquel uniforme y aquellas
jinetas.
Con el encender y el apagar de los bichos de luz que estrellaban el bajo aire negro de los pastos, así de igual manera, antiguas palabras, en las que en su oportunidad ninguno creyó, se evocaban, por su cuenta ahora, y convincentes en las mentes con fiebre de los presenciadores: “Entonces, muchachos, me abrí paso entre los sables. Este que ustedes ahora ven aquí como si nada, muy mansito en su vaina, allí lo vieran despedir salpicaduras de sangre en sus molinetes”… “¡Párese, Sargento Segundo Cimarrón, no nos mate a los tres, porque nos entregamos los tres!” “Soldados y Clases, yo, como Jefe Político, me he costeado a venir para traerles yo mismito a este nuevo Sargento Primero, porque es como hijo mío…” “Si no estamos confundidos con la cerrazón que hay, y usté es usté mismo, nos rendimos. Si no, no. Así que ya sabe; hable claro”…
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