jueves

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (141)

 La muerte de los Sargentos y de la Mulita (9)

 

Engrosando, pues, los rezagados el irregular semicírculo (que de haber buena iluminación -el brazal que arrojó el fuego el Avestruz duró una nada- presentaría una banda roja en su parte inferior: las bombachas de reglamento, y azul en la superior: las chaquetillas militares, y coronado con un fulgor apagado: el brillo aquí y allá del hule en alguna visera de los quepis) presa el conjunto espectador de encantado pasmo superpuesto en seguida por una irrupción como de bruces del entusiasmo; ya retrocediendo en conjunto los soldados recién aparecidos e inactivos para dar sitio a los desplazamientos del desigual combate, en otras ocasiones adelantándose en barrera de reñidero con el afán de no perder detalle bajo el engorro de tamaña intermitencia lunar, el milicaje que seguía llegando trataba de ubicarse donde lo mejor posible se apreciara del cuadro, sin siquiera preguntarse la razón de tal desbarajuste. Es que la natural curiosidad había quedado a modo de una mata florida en oportunidad de que el huracán se le descuelga con la copa descuajada de un árbol o con la batea de lavar o con el zarzo de los quesos, en la rejilla trabado todavía alguno de estos. Los policianos, su avezada vista sin los velos del parpadeo, apreciaban este espectáculo como a algo en sí mismo; igual a como la gente de la ciudad va al teatro, se sienta en la silla que debe y no va a estar preguntando quién hizo la obra ni para qué diablos la hizo: la ve con la atención arrebatada… y sanseacabó.

 

Alli, ante el hogar inútilmente roquero del finado Peludo, donde, si hubiese Justicia en el mundo, un muy merecido descanso dulce debiera estar posado a esas horas sobre su sobrina, la Mulita, allí se estaba tirando a matarse a sí misma la Autoridad del pago. Allí, hecho resorte, el propio Jefe de un destacamento daba sablazos y planchazos sin hacer distinción alguna entre milicos y “clases”; y para estos, a su vez, era como si no estuviesen viendo aquel uniforme y aquellas jinetas.

 

Con el encender y el apagar de los bichos de luz que estrellaban el bajo aire negro de los pastos, así de igual manera, antiguas palabras, en las que en su oportunidad ninguno creyó, se evocaban, por su cuenta ahora, y convincentes en las mentes con fiebre de los presenciadores: “Entonces, muchachos, me abrí paso entre los sables. Este que ustedes ahora ven aquí como si nada, muy mansito en su vaina, allí lo vieran despedir salpicaduras de sangre en sus molinetes”… “¡Párese, Sargento Segundo Cimarrón, no nos mate a los tres, porque nos entregamos los tres!” “Soldados y Clases, yo, como Jefe Político, me he costeado a venir para traerles yo mismito a este nuevo Sargento Primero, porque es como hijo mío…” “Si no estamos confundidos con la cerrazón que hay, y usté es usté mismo, nos rendimos. Si no, no. Así que ya sabe; hable claro”…

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