por Francisco Doménech
-Rutherford, ¡esto
es transmutación!
-Por Dios, Soddy; no les llames transmutación. Nos cortarán la cabeza por alquimistas.
Así
reaccionaron el físico neozelandés Ernest Rutherford y su discípulo inglés
Frederick Soddy ante el sorprendente resultado de una serie
de cuidadosos experimentos que realizaron en 1901 en la Universidad McGill de
Montreal (Canadá). Llevaban tiempo intentando entender el fenómeno de la
radiactividad, descubierto por Becquerel y descrito por Marie y Pierre Curie. Y
por fin habían conseguido demostrar que en los materiales radiactivos los
átomos se desintegran, de modo que los átomos de un elemento radiactivo se
transforman en otro elemento.
Así que la transmutación, que habían buscado durante tantos
siglos los alquimistas, ocurría de manera espontánea y natural. La idea era tan
rompedora que Rutherford y Soddy evitaron añadirle prejuicios y hablaron
de transformación en lugar de transmutación cuando en 1902
publicaron “La causa
y naturaleza de la radiactividad”, que condensaba sus experimentos en
la teoría de la desintegración atómica. Con ella rompieron el dogma científico
de que el átomo era indivisible (que es lo que significa átomo en griego).
Ernest Rutherford (30 agosto 1871 – 19 octubre 1937) nació
el mismo año en que Henry Morton Stanley finalmente encontró a otro famoso
explorador en medio de África y pronunció una de las más icónicas frases de la
historia británica: “Doctor Livingston, Supongo”. Rutherford, nacido en
una granja de la remota colonia de Nueva Zelanda, fue enlazando una beca con
otra y así llegó a un mítico laboratorio de la
Universidad de Cambridge, en Inglaterra, en 1895, el año del descubrimiento de los
rayos X. En aquella época, tocaba un descubrimiento revolucionario por
año: en 1896
fue la radiactividad y en 1897 el jefe de Rutherford, J.J.
Thompson, arrancó
del interior del átomo una partícula más pequeña y de carga negativa: el
electrón.
Rutherford se subió a esa ola de deslumbrantes descubrimientos y llegó a
ser el líder de una nueva generación de exploradores del Imperio Británico
que, en lugar de perderse en la inmensidad de un continente, prefirieron buscar
dentro de la cosa más pequeña que se conocía: el átomo. Sin brújulas ni
mapas, Rutherford logró hacerse una buena idea de cómo es el átomo gracias a
la radiactividad.
Primero identificó los tres tipos principales de radiactividad:
rayos alfa, rayos beta y rayos gamma. Y siguió estudiando la transmutación. Vio
cómo aparecían átomos estables de plomo en medio de un mineral radiactivo de
uranio. No había manera de saber cuándo se iba a transformar un átomo en
concreto, pero Rutherford se fijó en que cualquier muestra (más grande o más
pequeña) de un mismo elemento radiactivo tardaba exactamente el mismo tiempo en
quedar reducida a la mitad. Ese tiempo, llamado semivida, convertía
a los elementos radiactivos en perfectos cronómetros.
Conociendo esa velocidad constante con la que el uranio se transforma en
plomo y midiendo la cantidad de plomo que había en una roca de pechblenda
(mineral de uranio), Rutherford y su colega Boltwood calcularon en 1907 que
alguna de aquellas piedras tenía al menos 1.000 millones de años: ¡Era muchísimo
más vieja de lo que entonces se pensaba que era la Tierra!
Además de entender a fondo la radiactividad, Rutherford le dio su
primera utilidad práctica (mucho antes que las aplicaciones médicas, bélicas o
energéticas): calcular
la edad de la Tierra. Por todo ello recibió el premio
Nobel de Química en 1908. Aunque bien podría haber recibido dos Nobel más por
sus siguientes descubrimientos:
·
Primero usó la radiactividad para explorar el interior de los átomos.
Junto con su alumno Geiger, el
hombre que aprendió a contar la radiactividad, Rutherford
disparó rayos alfa contra una finísima lámina de oro y observó atónito cómo
alguna de esas partículas alfa (muy pocas, una de cada 20.000) rebotaban hacia
atrás. «Fue tan increíble como disparar una bala de cañón contra un papel y
ver como rebota y te golpea», afirmó entonces. Recuperado del impacto, en 1911
dedujo que aquello solo era posible si los átomos tenían un núcleo, con carga
positiva, que concentraba casi toda su masa en un centro aún mucho más diminuto.
Si ampliásemos un átomo hasta el tamaño de un gran estadio de fútbol, el
núcleo sería tan pequeño como la moneda que lanza el árbitro. Había nacido
el modelo atómico de Rutherford, perfeccionado
luego por su alumno Bohr: esa imagen tan familiar del átomo,
con los electrones girando alrededor de ese núcleo.
·
En su laboratorio él siguió bombardeando átomos con rayos alfa, hasta
que en 1919 consiguió transformar átomos de nitrógeno en oxígeno: se convirtió
así en “el primer alquimista con éxito de la historia”. Aquella
transmutación de nitrógeno en oxígeno fue la primera reacción nuclear artificial;
y, entre sus restos, Rutherford encontró el protón, una nueva
partícula subatómica con carga positiva.
Aquel fue el punto culminante de la carrera de éxitos de Rutherford como
explorador subatómico. Entonces Rutherford se convirtió en el jefe del
Laboratorio Cavendish de Cambridge y allí siguió creando escuela: uno de sus
discípulos, James Chadwick, consiguió cerrar la trilogía de partículas básicas
del átomo, al
descubrir el neutrón en 1932. Y en esa
época dorada, Chadwick y
otros tres miembros más del equipo de Rutherford lograron el premio Nobel.
Mientras tanto, Frederick Soddy (2 de
septiembre de 1877 – 22 de septiembre de 1956)
había seguido estudiando la desintegración natural de los elementos radiactivos
y descubrió en 1913, al mismo tiempo que Kazimierz Fajans, las reglas de la
transmutación: cuando un átomo emite espontáneamente una partícula alfa,
retrocede dos casillas en la tabla periódica (ej: el uranio–238 se transforma
en torio); cuando un átomo emite una partícula beta, avanza una casilla (ej: el
carbono–14 se transforma en nitrógeno).
Siguiendo esas reglas, conocidas como la ley de Fajans-Soddy,
se producen las cadenas de desintegración naturales, como la que empieza en el
radiactivo uranio–238 y termina en el estable plomo, pasando por productos
intermedios como el radio o el uranio-234. Y estudiando paso a paso esas
cadenas, Soddy descubrió por el camino los isótopos: distintas
versiones de un mismo elemento, con átomos que pesan diferente pero que tienen
las mismas propiedades químicas.
El Nobel de Química de 1921 reconoció los descubrimientos de Soddy, en
los que el escritor H.G. Wells se había inspirado para escribir su novela de
ciencia-ficción “La liberación mundial” (1914). Ese
libro, que Wells dedicó a Soddy, anticipaba el peligro de las armas nucleares,
casi 20 años antes de que Leó Szilárd concibiera la idea de reacción en cadena.
A Soddy le preocupaba mucho el uso que se hacía de los descubrimientos científicos y eso le llevó a escribir en 1926 una crítica radical de la economía occidental, analizándola mediante leyes físicas de la termodinámica. Según Soddy, el sistema confunde la riqueza con la deuda, y también fue pionero criticando el crecimiento económico basado en el uso de combustibles fósiles para obtener energía. Sus propuestas para una reforma del sistema monetario, que hoy son prácticas comunes, fueron entonces despreciadas e ignoradas por excéntricas… como si Soddy fuera un alquimista económico en busca de una piedra filosofal para transformar la deuda en riqueza.
(Ventana al conocimiento / 23-4-2021)
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