(Fragmento del Discurso de recepción del Premio Cervantes)
He dicho que soy desde la infancia un inveterado y ferviente lector de
Cervantes. Todos los novelistas, sea cual sea el idioma en que escribamos,
somos deudores de aquel hombre desdichado y de su mejor novela, que es la
primera y también la mejor novela que se ha escrito. Una novela en la que todos
hemos entrado a saco, durante siglos, y que, a pesar de nosotros y de tan repetida
depredación, se mantiene, como el primer día, intocada, misteriosa,
transparente y pura.
A pesar de que hay en este recinto muchas personas más cultas y
talentosas que yo, y a pesar de provenir, como provengo, de un lejano suburbio
de la lengua española, me atreveré a dar una tímida opinión personal sobre uno
de los incontables valores de la obra de Cervantes y, en especial, del Quijote.
El planteamiento del libro, su esencial libertad creativa e imaginativa
marcan la pauta, conquistan el terreno sin límites en el que germinará y se
desarrollará toda la novelística posterior. El maravilloso entramado de la más
cruda realidad y la fantasía más exaltada, la magia prodigiosa de dar vida
permanente a todo lo que su mano, como al descuido, va tocando, son virtudes
que ya han sido, y siempre serán, alabadas, aplaudidas y comentadas.
Yo no voy a referirme en este caso a la estética, a la técnica narrativa
ni a la creación novelística de Cervantes, sino a otro sustantivo, tan
inmediato siempre a la verdadera poesía y que yo he mencionado al pasar: la
libertad. Porque el Quijote es, entre otras cosas, un
ejemplo supremo de libertad y de ansia de libertad.
Mi entrañable amigo, el gran poeta Luis Rosales, tuvo el acierto de
titular a uno de sus libros exactamente así: Cervantes y la libertad.
Un enorme acierto, una enorme verdad. Porque la libertad ha sido siempre una
principal preocupación, y también una causa principal, para todos los hombres
sensibles e inteligentes. Esta libertad que hoy respiramos, sencillamente, sin
esfuerzo, como sin darnos cuenta. Esta libertad que a muchos parece trivial,
aburrida, insignificante. Yo, que he conocido la libertad, y también su escasez
y su ausencia, puedo pedir que siga siendo siempre así. Un aire habitual, sin
perfumes exóticos, que se respira junto con el oxígeno, sin pensarlo, pero
conscientes de que existe.
Amparándome en esta comprensión, en este sentido del humor (que no es un
invento exclusivamente británico, sino también y principalmente español), protegido
de esta forma, me permito declarar que yo, si tuviera el poder suficiente, que
nunca tendré, hacia un solo cercenamiento a la libertad individual: decretaría,
universalmente, la lectura obligatoria del Quijote.
Dijo Flaubert, quizá con excesiva ingenuidad, que si los gobernantes de su tiempo hubieran leído La educación sentimental, la guerra franco-prusiana jamás se habría producido. Por mi parte les pediría que leyeran a Cervantes, al Quijote. Confío en que si lo hicieran, nuestro mundo sería un poco mejor, menos ciego y menos egoísta.
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