por Nadia Smirnova
El campo que se le abre al pianista no es un mezquino teclado de siete notas, sino un teclado inconmensurable, desconocido casi por completo, donde aquí y allá, separadas por espesas tinieblas inexploradas, han sido descubiertas algunos millones de las teclas de ternura, de coraje, de pasión, de serenidad que lo componen, tan distintas entre sí como un mundo de otro mundo, por unos cuantos grandes artistas que nos han hecho el favor, despertando en nosotros la equivalencia del tema que ellos descubrieron, de mostrarnos la gran riqueza, la gran variedad oculta, sin que nos demos cuenta, en esa noche enorme, impenetrada y descorazonadora de nuestra alma, que consideramos como el vacío y la nada.
Marcel Proust, Por el camino de Swann
Si uno se propone la tarea de definir en qué consiste la grandeza de una persona y la fortaleza de su espíritu, hallará la respuesta en la medida de su alma, en la capacidad de albergar y transmitir grandes sentimientos, de mantener un equilibrio con respecto a las pruebas que brinda la vida. De alguna manera, la presencia del genio artístico hace que estas características se esclarezcan en gran medida, pues ahí la mesura y el brío no se observan únicamente en la biografía, sino también en la actividad creativa de la persona.
En este contexto, no nos cabe ninguna
duda en lo que se refiere a la vastedad del ser de la pianista y
compositora Clara Schumann: tanto los hechos de
su vida como su obra denotan una inmensa nobleza de espíritu
y una profundidad abismal.
Nacida el 13 de septiembre de 1819, Clara no empezó a hablar hasta los cuatro años, pero a esa edad ya conocía el idioma de la música —el resto de su vida, esa fue su lengua materna, en la que supo desenvolverse con total fluidez técnica y emotiva—. Al recibir la educación musical de la mano de su padre, Friedrich Wieck, Clara comenzó su prodigiosa carrera concertística a los nueve años. A los diez, tocó una Polonaise de composición propia para Niccolò Paganini. “Esta niña tiene más fuerza que seis muchachos juntos”, dijo el gran patriarca Goethe tras asistir a uno de sus conciertos.
La prometedora infancia de Clara
Wieck desembocó en una vida adulta intensamente
plena: un fructífero matrimonio con uno de los genios de su
tiempo, Robert Schumann, ocho hijos y una brillante carrera de
profesora, pianista y compositora, con más de mil conciertos en
sesenta años y un extenso opus de música de cámara, obras para
orquesta, piano, corales y canciones.
En términos de interpretación, la destreza de Clara Schumann denotaba una virtuosidad más allá de la virtuosidad: toda la perfección de su técnica estaba puesta al servicio del espíritu de la obra, de modo que, en vez de la ostentosa virtuosidad mostrada por Franz Liszt, su manera de tocar destacaba por su armonía, unidad y la claridad de los conceptos. El mismo Liszt dijo:
De una amable compañera del juego con las
musas, se convirtió en una severa y solemne sacerdotisa,
consciente de su misión. […] La corona de flores que antaño cubría su cabeza
con tanta ligereza ahora apenas esconde las profundas cicatrices que dejó el
sacro halo sobre su frente. Cuando las cuerdas suenan bajo sus dedos, parece
que emiten una especie de luz mística. […] Cada sonido extraído por esa
delicada sibila […] se distingue por una perfección impecable.
Más allá de su brillante técnica y su
fidelidad a las ideas de los compositores cuyas obras interpretaba, Clara Schumann fue una de las fundadoras del formato moderno de los conciertos:
organizaba las obras de forma cronológica, dedicaba los recitales a un solo
autor, etc. En sus giras y conciertos, Clara tocaba grandes piezas y ciclos
de Beethoven, Brahms, Chopin, Mendelssohn, Schubert y Bach. No obstante, la mayor parte de su repertorio
estaba consagrada a las composiciones de su marido, Robert Schumann. Fue ella
la que estrenó prácticamente todas sus obras para piano, dedicándose también a
todos los quehaceres de la esposa de un compositor, como copiar la música,
acompañar a los grupos que conducía su marido o tocar y cantar en los recitales
de sus obras. Tras la muerte de Robert, se consagró a perpetuar la fama del
compositor mediante la edición de sus obras completas y la realización de
arreglos de sus piezas instrumentales.
Sin embargo, aunque Clara cumpliese
con el papel de la mujer del compositor, en ningún caso se podría hablar de un
matrimonio convencional, sino más bien de la unión de dos seres
excepcionales, y al mismo tiempo de dos artistas. La relación que
tenían, incluso antes de contraer matrimonio, era la de mutua admiración e inspiración, de cooperación musical
e intercambio de ideas. Se dedicaban sus respectivas obras, se daban consejos,
se criticaban y se animaban entre ellos, lo que dio como resultado un asombroso
ejemplo de armonía y concordia. “Industria, Frugalidad y
Lealtad”: con estas tres palabras Robert inauguró su diario
conyugal, afirmando solemnemente que eran la base de toda la felicidad
terrenal.
A principios de los años treinta del
siglo XIX, Robert Schumann comenzó gradualmente a perder la motricidad de la
mano derecha, hasta quedar privado de la posibilidad de proseguir con su
carrera de intérprete, e incluso de tocar sus propias obras. Esta circunstancia
hubiera sido aún más trágica si Robert no tuviese a su lado a Clara, quien, con
el afán de apoyar a su amado, se convirtió en un intermediario imprescindible
en el proceso creativo del compositor. En este contexto, la destreza
interpretativa de Clara se evidenció todavía más, pues al no poder tocar, Robert perdió la noción de la realidad pianística, componiendo
obras técnicamente difíciles, incómodas y agotadoras… pero no para Clara.
A pesar de esas dificultades, a las
que se sumaban los cuidados del hogar y de los hijos, Clara Schumann no
abandonó su carrera de intérprete, prosiguiendo con las giras por Alemania,
Inglaterra, Austria, Rusia, Francia, etc.; tampoco dejó de componer. El mismo
Robert la animaba constantemente en tal actividad, ayudándola a catalogar y
organizar su opus. En el diario anteriormente mencionado, el compositor expresa
lo siguiente:
Clara ha compuesto una serie de pequeñas piezas que
muestran un ingenio musical y tierno como nunca antes había logrado. Pero tener hijos y un esposo que vive constantemente en el reino
de la imaginación no va de la mano con la composición. No puede
trabajar en ello regularmente y a menudo me molesta pensar cuántas ideas
profundas se pierden porque no puede resolverlas. Pero ella misma sabe que su
ocupación principal es la de una madre, y creo que está contenta con esas
circunstancias y no querría cambiarlas.
En efecto, desde el inicio de su
relación y vida familiar, Clara anteponía a la familia y a la creación del
marido y estaba decidida a dedicar todas sus fuerzas, sin reserva ni
condiciones, a él. No obstante, de manera instintiva, comprendía que su propio arte era necesario para conservar y
desarrollar su individualidad. Así, Clara Schumann seguía
componiendo música, pero sin dejar de tener sentimientos contradictorios.
Si en una ocasión expresa que “no hay nada que sobrepase la felicidad de la
actividad creativa, aunque sean unas pocas horas de olvido de uno mismo cuando
sólo se respira en el reino de los tonos”, después llega a revelar lo
siguiente:
Alguna vez pensé que tenía talento creativo, pero
abandoné esa idea; una mujer no debe querer componer—jamás ha habido alguna
capaz de hacerlo. ¿Acaso pretendo ser esa única mujer? Pensarlo
sería arrogante de mi parte. Eso fue algo con lo que sólo mi padre me tentó en
tiempos pasados. Pero pronto renuncié a esa creencia. Que Robert cree siempre;
eso siempre debe hacerme feliz.
A pesar de la sincera creencia
de frau Schumann en que su principal competencia era
la interpretación y no la creación, los editores y los críticos reconocían el
valor de sus obras, aunque sin ignorar su condición de mujer-compositora:
Rara vez las mujeres intentan crear
formas más maduras, porque ese tipo de obras supone una especie de fuerza
abstracta que fue dada abrumadoramente a los hombres. Clara Schumann, sin
embargo, es una de las pocas mujeres que han alcanzado la maestría de esa
fuerza.
La perspectiva histórica, no
obstante, no tardó en disipar las dudas que pudiese haber con respecto al
mérito de Clara Schumann como compositora, posicionándola en la cima del
Parnaso decimonónico, y poniendo en evidencia que la perplejidad de
la gran artista era la misma que la de Hildegard von
Bingen —también compositora—, que no se consideraba digna de escribir por
su “condición mujeril”, o la de Rosalía de Castro en “Las
literatas”:
Aleja de ti tan fatal tentación, no
publiques nada y guarda para ti sola tus versos y tu prosa, tus novelas y tus
dramas […]. ¿No ves que el mundo está lleno de esas cosas? Todos escriben y de
todo. Las musas se han desencadenado. Hay más libros que arenas tiene el mar,
más genios que estrellas tiene el cielo y más críticos que hierbas hay en los
campos.
“¿Por qué publicar lo que no sirve? Porque lo que sirve también no sirve” —expresó la escritora Clarice Lispector, nacida dos siglos después de Clara Schumann, reivindicando la libertad de creación y la razón de ser de “todo aquello que se amontona en el fondo de los cajones”. Sería difícil imaginar cómo podría haber sido el corpus musical de Clara si no existiesen las evidentes limitaciones de sus circunstancias vitales ni su modestia femenina. No obstante, los impedimentos no son más que condiciones del entorno que, en cierta medida, también son una causa del suceder de las cosas y una prueba más de la verdadera magnificencia y nobleza del espíritu de Clara Schumann.
(El vuelo de la lechuza / 5-3-2021)
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