jueves

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (139)

 La muerte de los Sargentos y de la Mulita (8)

 

Se sacudía espléndido el Sargento Primero, la cara crispada por la rabia. Atajándose sin recibir alce la lluvia de espejeos, aprovechaba el menor claro para deslizar la punta de su espada hacia adelante y volverse veloz a atender a la irrupción del peligro que, por arriba, por los costados, por abajo o con pertinacia lo asediaba.

 

Cuando, demasiado lejos, el acero no podía acudir a tiempo a la “parada”, su defensa era un quiebro. Quiebro, sí, o el veterano saltaba; y entonces, claro, daba en el aire el encono del hender.

 

Hecho resorte se encogió el Sargento Primero; y así, un tajo de revés dirigido al pescuezo, le siguió de largo sin ni rozar la chaquetilla. A su vez, casi simultáneo, el Sargento lanzó una estocada hacia la guardia abierta del no tan diestro atacante, centelleando los ojos a los lados para vigilar riesgos de los flancos… Pero el poncho obraba de tremendo impedimento. Hasta entonces no halló un instante en que, de un sacudón, pudiéralo pasárselo por encima de la cabeza y librarse de él. Eso era, sin embargo, lo perentorio. Después, vería el modo de poder recogerlo y envolvérselo al brazo izquierdo.

 

En el momento en que el Cabo Pato, ciego por la encajadura del quepis hasta el cogote, rodó entre los yuyos de un planchazo, así, en el mismo momento, el Cimarrón, buscando aire a resuellos como ávidos mordiscos sintió la primera herida. Casi en seguida, una mancha de sangre apareció en el poncho, se acentuó y comenzó a extenderse desde el hombro, tomando un poco hacia atrás, asimismo, hacia la espalda. Al Cimarrón esto lo enardeció más…

 

¡Pero fue una gran lástima, Sargento Primero! En la ceguera de la ira que el áspero dolor le produjera, se te centró el orgullo de estarte contemplando, ¡al fin!, en la realización de una hazaña de las que sólo tu imaginación te proporcionara hasta aquí para permitirte vivir en paz contigo mismo en la cotidiana vulgaridad. E intrépido dejaste la piedra que tan bien podía proteger tu retaguardia; como tajo te hundiste temerario, Cimarrón, entre los fulgores y chasquidos de los sablazos, provocaste un desparramo y te erguiste, igual que sobre el escenario de teatro inmenso, justo al pie de una simultánea escurridura de luna…

 

Mas, ¡ah!, sin pérdida de tiempo el Sargento Primero Cimarrón debió tornarse y quedar, ya para siempre, ya hasta el fin, de frente al pasadizo, lejos de su defensa, ahora. Era que los implacables le ganaron de atrás, más pronto que ligero.

 

Tal como al alborear el día el cerro descansa toda su sombra sobre la llanura y, entonces, parece que es esta la que se ha empinado hasta aquella altura y que no hay dos cosas sino solito una dentro del vasto horizonte… y después va creciendo la claridad, aparece el sol en su ascenso y, cuando quiere acordar, ilumina justo desde arriba, justo desde arriba y, entonces, el cerro queda en tanta soledad que parece un abandono avieso el que ha cometido con él, así, así estuvo ya el anciano que, de espada en alto, midió toda la magnitud de su funesta torpeza. Pero no se acoquinó. Por lo contrario, un feroz orgullo lo tomó por entero. Porque su imaginación le acudió y trastrocó con maestría la realidad para convencerlo de que la pérdida del resguardo de la gran piedra fue deliberada; pues al aumentar los riesgos, él ejercería más exhaustivamente su capacidad heroica. Y ya no pensó más -justo cuando la luna se ahogaba otra vez entre macizos nubarrones- y se lanzó en una estocada a fondo… que cuerpeó el Sargento Cuervo viendo insuficiente su parada en “segunda”, para ir a costalar en lo oscuro contra el trompa Tamanduá. Pero este, afirmándose en los pies, aguantó con todo el cuerpo el encontronazo y le hizo eficaz sostén. Y al Segundo le quedó la cabeza mirando para atrás de un sacudón interior, por efecto del llegarle lo que resultó en seguida el borbollón de gritos, sombras, luces en espejeos.

 

-¡Qué hay! ¡Qué hay!

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