La muerte de los Sargentos y de la Mulita (8)
Se
sacudía espléndido el Sargento Primero, la cara crispada por la rabia.
Atajándose sin recibir alce la lluvia de espejeos, aprovechaba el menor claro
para deslizar la punta de su espada hacia adelante y volverse veloz a atender a
la irrupción del peligro que, por arriba, por los costados, por abajo o con
pertinacia lo asediaba.
Cuando,
demasiado lejos, el acero no podía acudir a tiempo a la “parada”, su defensa
era un quiebro. Quiebro, sí, o el veterano saltaba; y entonces, claro, daba en
el aire el encono del hender.
Hecho
resorte se encogió el Sargento Primero; y así, un tajo de revés dirigido al
pescuezo, le siguió de largo sin ni rozar la chaquetilla. A su vez, casi
simultáneo, el Sargento lanzó una estocada hacia la guardia abierta del no tan
diestro atacante, centelleando los ojos a los lados para vigilar riesgos de los
flancos… Pero el poncho obraba de tremendo impedimento. Hasta entonces no halló
un instante en que, de un sacudón, pudiéralo pasárselo por encima de la cabeza
y librarse de él. Eso era, sin embargo, lo perentorio. Después, vería el modo
de poder recogerlo y envolvérselo al brazo izquierdo.
En
el momento en que el Cabo Pato, ciego por la encajadura del quepis hasta el
cogote, rodó entre los yuyos de un planchazo, así, en el mismo momento, el
Cimarrón, buscando aire a resuellos como ávidos mordiscos sintió la primera
herida. Casi en seguida, una mancha de sangre apareció en el poncho, se acentuó
y comenzó a extenderse desde el hombro, tomando un poco hacia atrás, asimismo,
hacia la espalda. Al Cimarrón esto lo enardeció más…
¡Pero
fue una gran lástima, Sargento Primero! En la ceguera de la ira que el áspero
dolor le produjera, se te centró el orgullo de estarte contemplando, ¡al fin!,
en la realización de una hazaña de las que sólo tu imaginación te proporcionara
hasta aquí para permitirte vivir en paz contigo mismo en la cotidiana
vulgaridad. E intrépido dejaste la piedra que tan bien podía proteger tu
retaguardia; como tajo te hundiste temerario, Cimarrón, entre los fulgores y
chasquidos de los sablazos, provocaste un desparramo y te erguiste, igual que
sobre el escenario de teatro inmenso, justo al pie de una simultánea
escurridura de luna…
Mas,
¡ah!, sin pérdida de tiempo el Sargento Primero Cimarrón debió tornarse y
quedar, ya para siempre, ya hasta el fin, de frente al pasadizo, lejos de su
defensa, ahora. Era que los implacables le ganaron de atrás, más pronto que
ligero.
Tal
como al alborear el día el cerro descansa toda su sombra sobre la llanura y,
entonces, parece que es esta la que se ha empinado hasta aquella altura y que
no hay dos cosas sino solito una dentro del vasto horizonte… y después va
creciendo la claridad, aparece el sol en su ascenso y, cuando quiere acordar,
ilumina justo desde arriba, justo desde arriba y, entonces, el cerro queda en
tanta soledad que parece un abandono avieso el que ha cometido con él, así, así
estuvo ya el anciano que, de espada en alto, midió toda la magnitud de su
funesta torpeza. Pero no se acoquinó. Por lo contrario, un feroz orgullo lo
tomó por entero. Porque su imaginación le acudió y trastrocó con maestría la
realidad para convencerlo de que la pérdida del resguardo de la gran piedra fue
deliberada; pues al aumentar los riesgos, él ejercería más exhaustivamente su
capacidad heroica. Y ya no pensó más -justo cuando la luna se ahogaba otra vez
entre macizos nubarrones- y se lanzó en una estocada a fondo… que cuerpeó el
Sargento Cuervo viendo insuficiente su parada en “segunda”, para ir a costalar
en lo oscuro contra el trompa Tamanduá. Pero este, afirmándose en los pies,
aguantó con todo el cuerpo el encontronazo y le hizo eficaz sostén. Y al
Segundo le quedó la cabeza mirando para atrás de un sacudón interior, por
efecto del llegarle lo que resultó en seguida el borbollón de gritos, sombras,
luces en espejeos.
-¡Qué hay! ¡Qué hay!
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