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Encontramos otro bar
cerca de la estación de autobuses. No estaba lleno ni era ruidoso. Había nada
más que un mozo y cinco o seis viajeros, así que Becker y yo nos sentamos.
-Pago yo -dijo Becker.
-Una botella de Eastside.
Becker pidió dos y me
miró:
-Dale, hacete hombre y
alístate como marine en el Ejército.
-No me interesa mucho
hacerme hombre.
-Parece que siempre
quisieras estar metiéndote con alguien.
-Lo hago para
entretenerme.
-Alistate. Vas a encontrar
buenos temas para escribir.
-Becker, siempre se encuentran
temas para escribir.
-¿Pero qué pensás hacer?
Señalé mi botella y
después la agarré.
-¿Cómo te las vas
arreglar? -insistió Becker.
-Tengo la impresión de
haber estado escuchando esa pregunta toda mi vida.
-¡Bueno, no sé a qué carajo
vas a dedicarte pero yo voy a tratar de intentar todo! Guerras, mujeres,
viajes, casamiento, niños, trabajos. ¡Cuando tenga un coche lo voy a desarmar
por completo para volver a armarlo! ¡Quiero conocer las cosas y qué es lo que
las hace funcionar! Me gustaría ser corresponsal en Washington D.C., y estar
cerca de donde pasan las cosas.
-Washington es una
mierda, Becker.
-¿Y las mujeres? ¿Y el
casamiento? ¿Y los hijos?
-Todo eso también es
mierda.
-¿Ah síííí? ¿Y qué es lo
que querés?
-Esconderme.
-Sos un pobre idiota.
Precisás otra cerveza.
Muy bien.
Trajeron la cerveza.
Nos quedamos callados y
yo podía percibir cómo Becker pensaba en ser un marine, un escritor y en
acostarse con alguien. Probablemente llegaría a ser un buen escritor. Le
sobraba entusiasmo. Y además él amaba muchas cosas: un halcón en pleno vuelo,
el maldito océano, la luna llena, Balzac, los puentes, las obras de teatro, el
premio Pulitzer, el piano y la maldita Biblia.
De repente escuchamos
interrumpirse la canción que sonaba en la radio del bar y una voz anunció:
-Acabamos de recibir la
noticia de que los japoneses bombardearon Pearl Harbor. Repetimos: Los
japoneses bombardearon Pearl Harbor. ¡Hay orden de que el personal militar
vuelva inmediatamente a sus bases!
Nos miramos sin poder
entender del todo lo que acabábamos de oír.
-Bueno -dijo Becker.
-Llegó el momento.
-Terminá la cerveza.
Él tomó un sorbo.
-Jesús, ¿y si a algún
hijo de puta se le ocurre ametrallarme?
-Puede pasar
perfectamente.
-Hank…
-¿Qué?
-¿No me acompañás en el
autobús hasta la base?
No. No puedo.
El tipo del bar, que era
un hombre de unos 45 años con el estómago hinchado como una sandía y los ojos
muy peludos, se nos acercó y le dijo a Becker:
-Bueno, marine. Me parece
que tenés que volver a la base.
Eso me hizo calentar.
-Oíme, gordo. ¿Por qué no
lo dejás que termine tranquilo la cerveza?
-Claro, claro… ¿Querés
que la casa te invite con una copa, marine? ¿Qué tal un buen whisky?
-No -dijo Becker. -Está
bien así.
-Dale. Aceptá la copa -le
aconsejé a Becker. -El tipo se cree que vas a ir a morir para salvarle el bar.
El mozo miró a Becker:
-Tenés un amigo desagradable…
-Sirvale la copa de una
vez -le contesté.
Los pocos clientes que
había en el bar cotorreaban frenéticamente sobre Pearl Harbor. Un momento antes
de la noticia no se decían una palabra y ahora estaban electrizados. La Tribu
estaba en peligro…
A Becker le trajeron un
whisky doble y se lo tomó de un trago.
-Nunca te conté que soy
huérfano -me dijo de golpe.
-Carajo.
-¿Por lo menos me podés
acompañar hasta la estación de autobuses?
-Claro.
Y nos levantamos para
salir.
El mozo estaba secándose
las manos con el delantal. Ya lo tenía completamente arrugado y se seguía
secando, excitadísimo.
-¡Buena suerte, marine!
-gritó.
Cuando salimos yo me quedé
un momento parado solo en la puerta y le dije al tipo del bar:
-Veterano de la Primera
Guerra Mundial, ¿no?
-Sí, sí… -me contestó,
contento.
Después alcancé a Becker
y fuimos corriendo hasta la estación de autobuses. Ya había mucha gente
uniformada y una tremenda excitación. Un marinero pasó corriendo y chilló:
-¡VOY A MATAR A UN
JAPONÉS!
Becker fue a sacar su
boleto. La novia de uno de los tipos uniformados se le colgaba llorando y le
hablaba y lo besaba. El pobre Becker me tenía nada más que a mí. Lo esperé un
rato largo. Entonces el marinero que había pasado chillando se me acercó y me
dijo:
-¿No vas a ayudarnos,
compañero? ¿Qué hacés parado ahí? ¿Por qué no te alistás?
Tenía pecas, una gran nariz
y olía a whisky.
-Vas a perder el autobús
-le dije.
Él se acercó al lugar de
salida de su coche gritando:
-¡Hay que matar a
todos los japoneses hijos de pura!
Cuando Becker apareció
con su boleto lo acompañé hasta un autobús de otra línea.
-¿Supiste algo nuevo? -me
preguntó.
-No.
La fila iba subiendo
lentamente al coche. La muchacha seguía llorando mientras le hablaba suavemente
a su novio el soldado.
Cuando Becker llegó a su
coche le di un golpecito en el hombro:
-Sos el mejor tipo que
conocí.
-Gracias, Hank.
-Adiós….
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