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ARTHUR RIMBAUD, BENDITO TÚ ERES ENTRE TODOS LOS POETAS


por Juan Arabia 

Hace muy pocos meses comenzó una polémica respecto a la supuesta petición de entrada de Paul Verlaine y Arthur Rimbaud al Panteón de París, lugar donde reposan los grandes hombres y mujeres de la nación francesa. De acuerdo a la información que circula, los escritores Jean-Luc Barré y Frédéric Martel visitaron el cementerio de Charleville-Mézières y sintieron cierta decepción al ver allí enterrado a un poeta que desde una muy temprana edad escapó una y otra vez de la tranquila y silenciosa comuna a la que pertenece. La discusión tiene muchos matices, desde lo sexual (Rimbaud y Verlaine fueron pareja en sus años poéticos más productivos) a lo institucional.

Hace unos años, visité la tumba de Verlaine en Batignolles, un cementerio alejado del centro parisino, por no decir casi por fuera de la ciudad: una lápida en forma de cajón tristemente adornada con flores artificiales. A diferencia de esa decepción y nostalgia que uno puede sentir por el poeta simbolista, llegar a Charleville es lo más parecido a conocer a Rimbaud. El verde escenario de las Ardenas, los horizontes y antiguos castillos, sin duda forjaron esas visiones pobladas de campos y ríos, flores y cielos: “Los vestidos verdes y desteñidos de las muchachas/ son sauces, de los que saltan pájaros sin riendas”.

Todos los habitantes de Charleville saben dónde está enterrado Rimbaud, de la misma forma que conocen el nombre de todas las flores de la comuna. Es algo que sólo puede entenderse recorriendo el lugar: Rimbaud, que incluye en sus poemas nombres de flores desconocidas –como si se tratara de un saber botánico, específico– lo hace a partir de un saber cotidiano. Porque es en Charleville donde nacen y mueren todas las especies de flores que existen en el mundo.

Precisamente al lado de él, en el cementerio, está enterrada en una idéntica y blanca lápida su hermana, Isabelle Rimbaud, que acompañó y asistió al poeta en sus últimos y dolorosos días. En 1920 –tres años después de la muerte de Isabelle– se publicó en París un texto muy breve, titulado Mi hermano Arthur, donde encontramos unas páginas escritas de forma memorable.

Si algo ha construido Rimbaud, a lo largo del tiempo, fue el mito de un personaje de múltiples vidas: infante erudito, poeta vidente y maldito, comerciante y explorador. La mirada de Isabelle se distancia mucho de la mirada de Verlaine, así como de la de sus biógrafos más connotados (Starkie) y los críticos que más han escrito sobre su obra (Brunel, Murphy, etc.): “A menudo él me preguntaba por qué le había tocado a él, que era tan bueno, tan generoso, tan recto, soportar dolores atroces”, escribe Isabelle en las primeras páginas de este libro.

Esta imagen parece muy alejada a la de los años de bohemia parisinos, donde Rimbaud destrozaba objetos valiosos en los hogares de los Fleurville (familia en la que vivía Verlaine con su esposa) o regalaba golpes públicos de bastón a artistas y fotógrafos reconocidos como Carjat. Por no recordar el arma con la que Verlaine le disparó en Bruselas, tras una de sus tantas peleas conyugales (vendida hace muy pocos años por 434.000 euros).

Todo parece indicar que, más si seguimos incluso la tesis de Bonnefoy, la carrera poética de Rimbaud estuvo sometida al dictamen de sus dos "Cartas del vidente": “Se trata de llegar a lo desconocido mediante el desarreglo de todos los sentidos”. Opio, absenta, homosexualidad: partes de un “desarreglo localizado”. Rimbaud deja su carrera literaria los 19 años, y nunca más encontramos poesía ni por tanto desarreglo en él. Sólo viajes interminables por Tadjoura, Shoa y Abisinia, lugares inexplorados por hombres blancos: “¿Qué ángel malvado lo habrá llevado a esos lugares?”, escribe Isabelle.

Y luego nos queda la enfermedad, acumulación de oro, y un triste final: Rimbaud pierde una pierna y muere tras un largo sufrimiento en Marsella a los 39 años: “Recorriste el mundo sin encontrar el lugar que se correspondiera con tu ideal”. Isabelle siente una extrema conexión con Rimbaud ya desde muy chica, tiene las mismas visiones en ausencia de su hermano.

Aunque sólo él logra escapar de las garras de una madre que quiere controlarlo todo y en ningún momento se acerca a despedir a Rimbaud en Marsella. Lejos de “la putain” de París que lo dejó durmiendo en las calles, en los bancos de las afueras del Hôtel des Étrangers, donde el cenáculo simbolista y zutista se emborrachaba: “Yo sostuve su cuerpo tambaleante. Yo cargué en mis brazos ese cuerpo enfermo y desfalleciente (…). Para los dos, al mismo tiempo, llegó, irrevocable, la hora de la Desgracia”.

 

Mi hermano Arthur, Isabelle Rimbaud. Trad. de Fernanda Trías. Los libros de la mujer rota, 72 págs.

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