Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola
1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en
colaboración con la Universidad de Poitiers.
1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.
HISTORIA
Y FICCIÓN
VI.
LA DUPLICIDAD DE LA PALABRA MÍTICA (4)
El tercer y último
atributo afirma bastante inesperadamente la humanidad y la vulnerabilidad de
Petrus, al ser presentado este bajo el conmovedor aspecto de un mártir
cristiano que afronta con valentía las mil muertes que le inflige una burocracia
paralizante y un poder político insensible a sus llamamientos: el episodio de
su encarcelamiento, su coraje a toda prueba y la insistencia en la descripción
de su decrepitud física lo transforman en un doble del Cristo perseguido por su
propio pueblo, incomprendido y expiador de los pecados del mundo. Pero el
desdoblamiento del Creador absoluto y su aparente envilecimiento en la figura
del Hijo no representa más que otro subterfugio del discurso mítico: herido
dentro de un cuerpo que deja asomar los estigmas de la muerte, Petrus va justamente
a desempeñar el papel de Redentor. Humano pero a la vez extrañamente divino, él
entonces será capaz de salir fortalecido de todas las pruebas. Y el círculo se
cierra perfectamente sobre sí mismo: metafísica e Historia, en un movimiento
sin fin, parecen confortarse mutuamente para elevar a Petrus al rango de
portavoz indiscutible e inspirado del espíritu mismo del Progreso.
En cuanto a la segunda
palabra clave de El astillero, “muchachos” (118), consustanciada y
asociada con el término precedente, “fundador”, contribuye a precisar los
contornos del mito del Progreso. El semema “muchachos” se descompone aquí en
dos semas esenciales, que termina por ser objeto de una constante recuperación
por parte del mito del Progreso. Antes que nada, el texto pone en evidencia la
presunta juventud de los implicados (Gálvez, Kunz y Larsen), oponiéndola
implícitamente a la avanzada edad de Petrus, “el gran viejo del astillero”;
luego subraya la relación familiar que une a los “hijos” con el padre, el jefe
del clan; finalmente, maneja con habilidad las virtualidades afectivas del
término, a las que vacía de toda noción concreta de solidaridad obrera,
sustituyéndola, como lo hicieron la dictadura peronista y muchos otros regímenes
totalitarios, por la vaga idea de una armonía universal, fundada sobre la bondad
natural del hombre y la negación más o menos confesada de la lucha de clases.
Así puede surgir, directamente ligado al primer sema, una especie de mito “stajanovista”
exaltador de la juventud, la productividad y el coraje de esos obreros modelos
que vienen a ser Gálvez y Kunz:
Entonces Larsen encendió
un cigarrillo y se echó hacia atrás sonriente, condenado a defender algo que
ignoraba, a pesar del ridículo y el error.
-Gracias otra vez -dijo-.
Cinco mil está bien. Mañana empezamos. Les prevengo que me gusta que se
trabaje.
Los dos hombres
asintieron con la cabeza, pidieron más café, dedicaron tiempo y silencio a ofrecerse
cigarrillos y fósforos. (119)
La autoridad paternal
reconocida a Petrus y, por extensión, a su gerente Larsen justificará la
sumisión final de todos los empleados, en el marco de un renovado orden sujeto
a la jerarquía “natural”. Por último, en nombre de la armonía universal, la “gran
familia” y la “comunidad humana”, aquellos que dependen del astillero darán un
paso más hacia la alienación y la resignación, aceptando la ilusión erigida en
un principio político, como lo exige el mito del Progreso. El episodio de la “cartulina
verde” robada por Gálvez es muy elocuente al respecto. A lo largo de un curioso
entrecruzamiento narrativo los hijos se han ido sintiendo moralmente obligados,
por el respeto filial debido a Petrus, a asumir una de las funciones del Padre:
ellos deben aceptar -como se los recuerda severamente Larsen- las
humillaciones, la miseria y hasta el martirio para preservar la cohesión de un
orden familiar que nadie debe cuestionar. Por esta razón, el robo de la “cartulina
verde” cometido por Gálvez, el rebelde, viene a constituir un verdadero
sacrilegio:
Se limpió la cara con una
manga y la alzó repentinamente tranquilizada. El brillo del sudor parecía
rejuvenecerla. Los ojos y la sonrisa no contenían nada más que una oferta de
complicidad. (…)
-Deme un cigarrillo. El
título ya no está aquí y creo que tampoco lo tiene Gálvez. La verdad yo ya
había resuelto robarlo para dárselo a usted; pero él, de golpe, enloqueció y se
puso a querer el papel ese como si fuera una persona. Lo estuve viendo no
querer otra cosa en el mundo. Una cartulina verde. Estoy segura de que no
hubiese podido seguir viviendo sin ella (120).
La interpenetración y la
confusión de los papeles en el seno de la familia son entonces consideradas
imprescindibles para la consumación de la unidad sagrada. Pero las numerosas
notas discordante que salpican El astillero no dejan ninguna duda acerca
de la invalidez del modelo propuesto: Gálvez, acorralado, se suicida; Larsen se
escapa del infierno del astillero, pero muere sin poder reencontrarse con el
mundo de la normalidad. El Guía supremo, el “conductor” cuya tenacidad y
dinamismo parecían garantizar el bienestar de la comunidad, resulta incapaz de
cumplir con sus compromisos. El mito reformista que sustituye aquí
insidiosamente al mito revolucionario -entrevisto en El pozo y en Tierra
de nadie a través de la vivificante presencia de Lázaro, el obrero, y del sindicalista
Bidart- termina por desmoronarse. La pretendida alianza patronal-obrera y el
grotesco culto de la productividad -que eclipsan definitivamente en El
astillero a la combatividad obrera, la generosidad y el amor a los libros y
a la vida, presentes en los textos anteriores- no logran asegurar el bienestar
personal y colectivo.
Notas
(118) Ibíd., El astillero
– II, p. 29: “Los muchachos se han ido a comer -dijo Petrus, tolerante, con un
tercio de su sonrisa. Pero no perdamos tiempo. Venga por la tarde y preséntese.
Usted es el Gerente General. Tengo que irme para Buenos Aires a mediodía. Los
detalles los arreglaremos después”. O también, p. 30: “Los muchachos, Kunz y Gálvez,
estaban comiendo de lo de Belgrano. Si Larsen hubiera atendido su propia hambre
aquel mediodía, si no hubiese preferido ayunar entre símbolos, en un aire de
epílogo que él fortalecía y amaba, sin saberlo -y ya con la intensidad del
amor, reencuentro y reposo con que se aspira el aire de la tierra natal-, tal
vez hubiera logrado salvarse o, por lo menos, continuar perdiéndose sin tener
que aceptarlo, sin que su perdición se hiciera inocultable, pública, gozosa”.
(119) Ibíd., pp. 33-34.
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