Lo que sustenta al cristianismo, en sus distintas expresiones
históricas en diferentes iglesias, no es la referencia a un gran profeta o sabio,
no es la cruz impuesta injustamente a alguien que pasó por el mundo haciendo
solamente el bien, ni es la sangre derramada. Es la resurrección. Pierre
Teilhard de Chardin, uno de los primeros que articuló la fe cristiana con la
visión evolutiva del mundo, dice que la resurrección es un “tremendous” de
significación universal que va más allá de la propia fe cristiana.
Representaría una revolución dentro de la evolución. En otras palabras, una
anticipación del fin bueno de toda la creación y la realización de todas las
virtualidades escondidas dentro del ser humano que, prisionero del
espacio-tiempo, no consigue dejarlas irrumpir. Él es un ser que está
todavía naciend. Y llega un momento, dentro del proceso cosmogénico en curso,
en el que se da esta oportunidad de acabar de nacer. Entonces
implosiona y explosiona el homo revelatus, el
ser humano totalmente revelado y realizado en su plena hominización. Es la
anticipación de la esperanza radical de que no la muerte sino la vida en
plenitud escribe la última página de la historia humana y universal.
Para los portadores de la fe cristina, la resurrección es la realización en la persona de Jesús de lo que él anunciaba: el Reino de Dios. Este significa una revolución absoluta de todas las relaciones, inclusive cósmicas, inaugurando lo nuevo en el mundo. Esa revolución implica la superación de la muerte y el triunfo definitivo de la vida, no de cualquier tipo de vida, sino de una vida totalmente plenificada. En fin, el “novísimo Adán” (1Cor 15,45) acaba de irrumpir dentro de la historia.
San Pablo, inesperadamente, tuvo una experiencia del Resucitado cuando
iba camino de Damasco a perseguir cristianos. A la luz de esa experiencia, se
burla de la muerte y exclama: “ ¿Dónde, oh muerte, está tu victoria? ¿Dónde
está, oh muerte, el aguijón con el que nos atemorizabas? La muerte fue tragada
por la victoria. Gracias a Nuestro Señor Jesucristo” (1Cor 15,55-57).
El cristianismo vive y sobrevive por la fe en la resurrección de Cristo
y no por la creencia en la inmortalidad del alma, tema que no es cristiano sino
platónico. Aquí se decide todo, hasta el punto de que Pablo en su Primera Carta
a los Corintios afirma con todas las palabras: “Si Cristo no resucitó, vana es
nuestra fe; somos también falsos testigos, somos los más miserables de todos
los hombres”(1Cor 15,14-19).
La explosión de luz se transforma en explosión de alegría. Contra la
experiencia cotidiana de la mortalidad, especialmente ahora bajo la acción
letal de la Covid-119, podemos mantener la fe y la esperanza de que los que
fueron arrebatados, viven resucitados. Cristo, nuestro hermano, es el primero
entre los hermanos y hermanas. Nosotros participamos de su resurrección, pues
lo que ocurre en su humanidad, afecta a la humanidad que está también en
nosotros. Entonces podemos decir: no vivimos para morir, morimos para
resucitar.
Los muertos de los cuales no pudimos despedirnos, darles nuestro último
homenaje ni hacerles el velorio, son solo invisibles. Ellos, resucitados, no
están ausentes sino bien presentes. Esto puede enjugar nuestras lágrimas y dar
sosiego a nuestro corazón.
Por otro lado, la resurrección representa una insurrección contra la
justicia de los hombres, judíos y romanos, por la cual Jesús fue condenado al
suplicio de la cruz. Esa justicia establecida y legal fue rechazada. Con la
resurrección de Jesús triunfó la justicia del oprimido e injusticiado, venció
el derecho del pobre. Cabe recordar que quien resucitó no fue un emperador con
todo su poder político y militar, no fue un sumo sacerdote en la cima de su
santidad, ni un sabio con la irradiación de su sabiduría. Fue un crucificado,
un ajusticiado, muerto fuera de los muros de la ciudad, lo que significaba una
suprema humillación.
La resurrección define el sentido de nuestra esperanza: ¿por qué morimos
si ansiamos vivir siempre? ¿Qué sentido tiene la muerte de aquellos que
sucumbieron en la lucha por la justicia de los humillados y ofendidos? ¿Quién
dará sentido a la sangre de los anónimos, de los campesinos, de los obreros, de
los indígenas, de los negros, de las mujeres y de los niños, derramada por los
poderosos en razón del único crimen de reivindicar su derecho negado? La
resurrección responde a estas preguntas inevitables del corazón. Ella garantiza
que el verdugo no triunfa sobre la víctima. Significa el rescate de la justicia
y del derecho de los débiles, de los subyugados y deshumanizados como lo fue el
Hijo de Dios cuando pasó entre nosotros. Ellos heredan la vida nueva.
¿Cómo denominar la realidad resucitada que llegó a la culminación
anticipada de la evolución? Los autores del Nuevo Testamento se enredan en los
términos. Para un evento nuevo, nuevo lenguaje. El más pertinente, entre otros,
es el de San Pablo: “el novísimo Adán” o “cuerpo espiritual” (1Cor15,45). El
primer Adán trae consigo la muerte; el novísimo, Jesús resucitado, deja atrás
la muerte. La expresión “cuerpo espiritual” parece contradictoria: si es cuerpo
no puede ser espíritu; si es espíritu no puede ser cuerpo. Pero Pablo
inteligentemente une los dos términos: es cuerpo, realidad concreta y no
fantasmagórica, pero un cuerpo con cualidades del espíritu. Es propio del
espíritu estar más allá de la materia, como ya lo vio Aristóteles. Por el
espíritu habitamos las estrellas más distantes y tocamos la realidad divina. El
espíritu posee una dimensión transcendental y cósmica. Eso sería la
resurrección. No sin razón, Pablo elabora en sus epístolas toda una cristología
cósmica: el Resucitado llena el universo y nos acompaña en las tareas más
cotidianas.
Finalmente, cabe destacar que la resurrección es un proceso: comenzó con
Jesús y se extiende por la humanidad y por la historia. Siempre que triunfa la
justicia sobre las políticas de dominación, siempre que el amor supera la
indiferencia, siempre que la solidaridad salva vidas en peligro, como ahora,
obligados al aislamiento social, ahí está ocurriendo la resurrección, es decir,
la inauguración de aquello que tiene futuro y será perennizado para siempre.
A quien cree en la resurrección, no le es permitido vivir triste, no
obstante la oscuridad de la historia, como actualmente. El Viernes Santo es un
paso que culmina con la resurrección. Es más que el triunfo de la vida; es la
plena realización de la vida en todas sus virtualidades.
(*) Leonardo Boff es teólogo y ha escrito: Nuestra resurrección en la muerte, Vozes 2012. Vida más allá de la muerte, Vozes, 26. edic.
2012; titulado en español Hablemos de la otra vida,
Sal Terrae.
Traducción de Mª José Gavito Milano
(4-4-2021)
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