por Diego Brodersen
El sonido de los disparos de revólveres y rifles se
solapa al griterío de los indios al ataque, banda de sonido inconfundible de
cientos y cientos de películas del Salvaje Oeste. Si embargo, el barullo se
disipa hasta la extinción, y mientras el zoom extremo comienza a ampliar la
visión, la enorme pantalla de un autocine se revela vacía, blanca como la
sábana de un fantasma de cotillón. El único ruido que se escucha cuando el
lente termina de completar su movimiento de retroceso es el de un caballito de
metal sostenido por un resorte, mientras un niño se hamaca vigorosamente hacia delante
y hacia atrás. Los Estados Unidos de la leyenda se han acabado, parece decir la
imagen que abre Perdidos en la noche. Ya no hay cowboys corajudos
ni malones preparados para la matanza, tampoco sheriffs dispuestos a batirse en
duelo en la calle principal ni forajidos con corazón de oro. Sólo quedan esos
sonidos del pasado, cada vez más apagados, reconstrucciones fantasiosas de una
era tan lejana como quimérica. No es casual que el realizador británico John
Schlesinger haya optado por ese plano metafórico para abrir su primer
largometraje en el extranjero, en la tierra de las oportunidades: la película,
adaptación de la novela Midnight Cowboy (ese es también su
título original), de James Leo Herlihy, edifica en su protagonista, el rubio
Joe Buck, un simulacro de los hombres del oeste de antaño. Como esas imágenes
que la pantalla de cine ya no puede recrear, la silueta de Joe –su vestimenta
típica ceñida a la anatomía, el cuerpo alto y esbelto, la sonrisa franca a
prueba de recelos– no es otra cosa que una imitación, un artilugio. Y la
mudanza desde Texas a la ciudad de Nueva York se convierte en la enésima
versión del viaje iniciático cuyas pretensiones se dan de bruces con la
inesperada realidad, los deseos trastocados en simple y cruda supervivencia. Clásico
iconográfico de un período en el cual el cine de Hollywood dejaba atrás para
siempre la era dorada de los estudios para sumergirse en aguas
desconocidas, Perdidos en la noche es, junto con otros títulos
como Busco mi destino, de Dennis Hopper, un símbolo perfecto de su
era, un cartel cuyas letras de molde señalan el espíritu de época de manera
inconfundible y notable. La historia detrás del film, cómo llegó a
producirse y qué consecuencias tuvo, de sus autores literarios y
cinematográficos, y de cómo transformó en estrella al joven actor Jon Voight y
cimentó la fama de Dustin Hoffman se encarga el libro de Glenn Frankel Shooting
Midnight Cowboy: Art, Sex, Loneliness, Liberation, and the Making of a Dark
Classic (“Filmando Perdidos en la noche: arte, sexo,
soledad, liberación y la realización de un clásico oscuro”), publicado
recientemente en idioma inglés. Su tema: una odisea a escala humana que
terminó resumiendo el arte de dos creadores, uno inglés, el otro
estadounidense, con sus ansias y miedos personales a flor de piel, y el estado
de las cosas en una sociedad y una industria cinematográfica que cambiaban sus
pieles de manera radical y presurosa.
Glenn Frankel, periodista histórico de The
Washington Post, ganador de un premio Pulitzer y autor de varios libros, entre
ellos dos volúmenes dedicados a sendos clásicos del western –Más corazón que
odio y A la hora señalada– comienza afirmando en su nuevo
libro que “como muchos artistas jóvenes y cinéfilos, Jim Herlihy y John
Schlesinger llegaron a la ciudad de Nueva York en busca de fama y fortuna. Más
allá de eso, parecían tener poco en común”. Los primeros seis capítulo de Shooting
Midnight Cowboy alternan vida y obra de ambos creadores de manera
cronológica, hasta llegar al momento decisivo de la publicación de la novela y
el encendido de la luz verde para la producción del largometraje. De manera
sucinta pero repleta de información y anécdotas, los primeros párrafos
describen a las dos figuras más importantes del libro. “Herlihy era el hijo de
un matrimonio católico de clase trabajadora criado en un barrio progresivamente
deteriorado de Detroit, y apenas si llegó a completar la escuela secundaria. Un
joven que trabajó arduamente para mantener el secreto de su homosexualidad ante
la familia y que veía su hogar como un ambiente sofocante, del cual escapó para
alistarse en la armada tan pronto como cumplió los dieciocho años. Aspirante a
novelista, dramaturgo y actor, el arco de su carrera refleja las oportunidades
y turbulencias sin precedentes de los tiempos que le tocó vivir (…) John
Schlesinger, por contraste, creció en una familia judía de clase media-alta
sofisticada, en un suburbio adinerado de Londres, rodeado de la mejor
literatura, la música clásica y el teatro. Luego de servir en el ejército británico
durante la Segunda Guerra Mundial, estudió en la Universidad de Oxford. Desde
muy temprano sus padres conocieron sus orientaciones sexuales, aceptándolas
tácitamente, a pesar de su preocupación por ese primogénito energético y de
alta demanda, y de cómo llegaría a encontrar la felicidad y la realización en
la vida”.
El futuro dramaturgo y escritor halló solaz y compañerismo en la figura de Anaïs Nin, en aquellos tiempos –finales de los cuarenta, comienzos de la década siguiente–lejos todavía de ser la figura famosa en la que se convertiría luego. Más tarde, esa amistad profunda coronada por los deseos literarios caería en desgracia, reemplazada en gran medida por la de Tennessee Williams, otro de los mentores de Herlihy de su etapa temprana, previa a la escritura y puesta en escena en 1958 de la obra Blue Denim, llevada un año más tarde al cine con dirección de Philip Dunne, y cuya temática ligada al embarazo adolescente y el aborto generó más de un revuelo en la escena teatral. Del otro lado del océano, el joven Schlesinger daba sus primeros pasos en la televisión británica, antes de llegar a la producción de su ópera prima, Algo que parezca amor (A Kind of Loving, 1962), film que suele acomodarse en las listas del Nuevo Cine Británico de ese período, junto a films de autores como Tony Richardson, Karel Reisz y Lindsay Anderson. El estreno exitoso de Algo de verdad (Billy Liar!, 1963) y Darling (1965), la película que dio a conocer al mundo a Julie Christie, prepararon el terreno para su ulterior desembarco en la Meca del Cine. Mientras tanto, en el mismo año en que Christie ganaba un Oscar como Mejor Actriz por Darling, Herlihy publicaba su primera novela, cuyo protagonista, el “cowboy de medianoche”, conjugaba experiencias personales, imaginación y la descripción de un mundo ajeno a la mayoría de los lectores.
LUCES DE UNA GRAN CIUDAD
“Para Nueva York era un momento de gracia. Nunca
más tendría esa particular mezcla de inocencia y sofisticación, de romance y
formalidad, de generosidad y asombro”. Glenn Frankel cita al historiador social
Jan Morris para describir la Gran Manzana en los años 50, cuando Herlihy la
descubrió, antes del comienzo de la decadencia en la que se sumiría durante
varios lustros. Esa otra ciudad corroída que Schlesinger registraría en Perdidos
en la noche, apoyado en al trabajo de cámara de Adam Holender, director de
fotografía debutante de origen polaco que llegó recomendado por el mismísimo
Roman Polanski. Una ciudad donde convivían proxenetas con artistas pop,
linyeras con vividores, prostitutos con lustrabotas, pequeños locales con
décadas de existencia y edificios abandonados a punto de convertirse en
fantasmas, para cederles el lugar a las nuevas torres de diseño espejado.
Respecto de las primeras películas del cineasta, el autor del libro señala que
“una de las cosas que sin duda lo atraían de las historias sobre forasteros,
soñadores y perdedores, era que él se sentía uno de ellos”. Todo eso, desde
luego, antes de triunfar con Darling, aunque el fracaso de público
y crítica de Lejos del mundanal ruido (1967) hizo que se
replanteara más de un concepto sobre sí mismo y su carrera. Para comprender
mejor el universo de la novela Midnight Cowboy y su adaptación
a la pantalla grande, Frankel recorre la Nueva York gay de los años 60
dedicándole casi un capítulo entero, con descripciones de escritores famosos y
no tanto de los lugares de encuentro, las “teteras” y baños, los cines de la
Avenida 42, las reuniones sociales sofisticadas y los tugurios más sórdidos de
Times Square. También describe muy acertadamente, con citas a notas
periodísticas de alta repercusión en medios como The New York Times,
el pensamiento y sentimiento generalizado acerca de la homosexualidad,
considerada aun una enfermedad que podía ser tratada y curada. Y de como el
cine masivo había comenzado a exponer el tema, aunque usualmente condenando a
los personajes gays al suicidio, el crimen, la locura y la cárcel. O todo eso
junto y aun más. “En esa época no había orgullo gay”, escribió el autor Edmund
White, citado en el libro, respecto de aquellos tiempos lejanos. “Sólo había miedo
gay y soledad gay y desconfianza gay y odio a uno mismo gay. Ni siquiera me
sentía parte de una ‘sociedad homosexual’, no pensábamos de esa manera en aquel
entonces”. Faltaban varios años para la Revuelta de Stonewall, fenómeno de
enorme influencia social que eclosionaría apenas cuatro semanas después del
estreno en los EE.UU. de Perdidos en la noche, el 25 de mayo de
1969.
Joe Buck se calza sus mejores botas, acomoda la
camisa chillona dentro del pantalón y se sube al ómnibus que lo trasladará a la
ciudad soñada. Antes se despide del trabajo como lavacopas de un típico diner,
anunciando a los cuatro vientos que el futuro es suyo. Sólo a su colega más
cercano le susurra el detalle de sus intenciones laborales: triunfar como
gigoló en una ciudad de mujeres maduras sedientas de “sementales” como él. En
la banda de sonido comienza a sonar la versión de Harry Nilsson de
"Everybody's Talkin'”, melodía inseparable del film y de la imagen de Jon
Voight cruzando el país de punta a punta. Un viaje en el que se mezclan la
vigilia, los sueños y los recuerdos, a partir de un montaje característico de
finales de los 60 que Schlesinger exprime con gran efectividad, logrando por
momentos intensidades alucinógenas. Deseos, ansiedades, la memoria traumática
de una violación, la vida durante la infancia junto a su abuela, el blanco y
negro y el color, el sonido y la furia. Mientras tanto, en la radio portátil
que no abandonará hasta que las circunstancias lo obliguen, el acento del
locutor deja de lado las cadencias tejanas para cederle el lugar a la esperada
pronunciación neoyorquina. Ya instalado en un hotel céntrico, el primer paseo
lo enfrenta con una realidad distinta a la esperada: las clientas no son tan
fáciles de conseguir y un primer contacto sexual –interpretado con falso candor
y mucho sentido del humor por Sylvia Miles– termina dando vuelta el tablero de
manera drástica. Y luego, claro, el encuentro con Enrico Salvatore Rizzo, más
conocido como Ratso Rizzo, el homeless y okupa tuberculoso interpretado con
extrema fidelidad al Método (y una impostación vocal cercana a la de Bugs
Bunny) por Hoffman. Así nace la pareja más despareja de sobrevivientes de una
ciudad dispuesta a devorarlos, más allá de la falta total de experiencia de Joe
o las leguas de calle recorridas por Ratso con su cojera a cuestas. Joe Buck
conocerá una Nueva York alejada de los ideales y el instinto de supervivencia
lo llevará a recorrer las calles nocturnas en busca de otra clase de clientes,
hombres jóvenes y todo lo contrario dispuestos a pagar un puñado de dólares por
un momento de compañía íntima, de sexo rápido y, dada la persecución social y
legal, peligroso.
LOS GRADUADOS
En un primer momento, Schlesinger pensó que la
novela era imposible de adaptar, además de ser muy consciente de que Midnight
Cowboy era un material arriesgado para llevar al cine. En palabras de
Frankel, “el tema era crudo y duro y los encuentros sexuales demasiado francos,
desde lo sórdido hasta lo violento y depredador. Los personajes centrales era dos
perdedores poco simpáticos: un cowboy falso de Texas no demasiado brillante y
emocionalmente lisiado y un estafador tuberculoso del Bronx”. Al mismo tiempo,
la novela estaba dividida en dos partes, una en Texas y Nuevo México y la otra
en Nueva York, y desde muy temprano se decidió que esa primera sección quedaría
reducida en la película a una suerte de prólogo. Pero más allá de los problemas
de trasladar de un medio a otro la historia de Joe y Ratso, que finalmente
quedaría en las manos del guionista Waldo Salt, ex miembro de las listas negras
del macartismo, faltaba resolver un tema tal vez más espinoso: conseguir la
financiación para un proyecto que, a todas luces, ninguna compañía grande
quería siquiera rozar. Allí es cuando aparece el nombre de Jerome Hellman, un
joven agente de talentos neoyorquino dispuesto a iniciar una carrera como
productor independiente (más tarde produciría otro film de Schlesinger, Como
plaga de langosta, el largometraje de Hal Hashby Regreso sin gloria y La
costa mosquito, de Peter Weir). “La verdad es que el material no me gusta,
pero si quieres hacerlo seremos socios”, le dijo Hellman al realizador, antes
de comenzar a conversar sobre los aspectos más “controvertidos” del texto.
Quedó claro de entrada que, para ambos, el núcleo del relato era la creciente
dependencia mutua de Joe y Ratso, y que en esa relación no había ningún aspecto
sexual. Según Frankel, “John insistió en el hecho de que no estaba interesado
en hacer un film ‘gay’, pero que existía la suficiente riqueza, humor e
intensidad en la relación de los personajes para hacer una película
poderosa”. Shooting Midnight Cowboy dedica varios párrafos
a la etapa de preproducción y afirma que el cineasta no parecía demasiado feliz
con la elección de Voight y Hoffman en los roles centrales (para el
papel de Joe llegaron a barajarse estrellas como Robert Redford y Warren
Beatty). Otro de los nombres que pudo haber estado involucrado en la película
fue nada menos que Bob Dylan, de quien se dice que llegó a componer el tema
central, aunque demasiado tarde en el proceso de producción (sin pruebas ni
certezas, el libro afirma que esa canción seguramente fue “Lay, Lady, Lay”).
El rodaje comenzó en abril de 1968, y muchas de las
escenas fueron filmadas en las calles de Nueva York sin autorización municipal
ni policial. Frankel afirma que el nerviosismo extremo de Schlesinger comenzó a
disiparse cuando las primeras escenas le demostraron que la química entre
Voight y Hoffman, “siempre creativos y muy comprometidos”, era magnífica. Muchos
detalles fueron improvisados por los actores, como el pequeño recital de
xilofón de Ratso en la casa de empeños, y varias secuencias fueron rodadas “en
lo que se conoce en Hollywood como ‘planos robados’: sin el conocimiento o el
consentimiento de las personas presentes en el cuadro. Debido al bajo
presupuesto, el equipo tuvo que operar sin poder interrumpir el tráfico de las
calles de Manhattan (…) y la cámara fue dispuesta muchas veces dentro de una
camioneta espejada o en una caja de madera, filmando a los actores principales
con un teleobjetivo”. Uno de los más célebres de esos “planos robados” es,
desde luego, el momento en el cual Ratso detiene un auto que avanza en su
dirección, golpeando furiosamente el capó y gritando “I’m walking here!”. Muy distinta
fue la producción de la famosa escena de la fiesta, justo antes de un nuevo
viaje hacia la soleada Florida, cuando Joe y Ratso son invitados a una
celebración visitada por varios miembros de la troupe de Andy Warhol, otro de
los momentos psicodélicos de Perdidos en la noche. Glenn Frankel
dedica varios capítulos del libro a describir los procesos de escritura del
guion, rodaje y montaje en detalle, pero también se detiene pormenorizadamente
en aquello que tuvo lugar después: las reacciones de las primeras audiencias
antes del estreno, la presentación en el Festival de Berlín, el lanzamiento en
los Estados Unidos, los premios Oscar y más allá.
Con la película ya terminada, Hoffman, que venía de
ser celebrado como la revelación de El graduado, asistió a una
proyección privada y, según Frankel, “estaba poco satisfecho con lo que acababa
de ver. El problema no era su lugar en los créditos: por contrato era la
estrella del film, y su nombre aparecía en pantalla antes que el de Voight.
Pero era imposible no darse cuenta de que Voight estaba en cada escena y el
personaje de Hoffman aparecía recién a los veinticinco minutos de proyección.
(…) Hoffman se había embarcado en el proyecto porque quería demostrar su
talento como actor de carácter, sin darse cuenta de que eso implicaba que no
sería el foco central de la película. Estaba especialmente poco contento con el
hecho de que Schlesinger había cortado muchos de los pasos de comedia física
improvisados, a lo Chaplin, que había llevado a cabo en la escena de la fiesta”.
El éxito de Perdidos en la noche limaría esas asperezas y la
múltiple nominación en los premios de la Academia de Hollywood a Mejor
Película, Director, Guion Adaptado, Edición, Actriz de Reparto y Actor por
partida doble (finalmente ganaría los tres primeros), certificarían el ingreso
definitivo del cine estadounidense a un breve período en el cual las temáticas
adultas y su tratamiento ídem abrirían las puertas de un Nuevo Hollywood.
La calificación X (estrictamente para mayores de 18 años) que recibió el film merece todo un capítulo del libro, que desmitifica la historia de una posible censura para confirmar que esa categoría, hoy ya extinta y erróneamente ligada al cine pornográfico, fue autoimpuesta por los productores por diversas razones. Cuando el micro que traslada a la pareja a Miami está a punto de llegar a destino y el traje de vaquero de Joe es reemplazado por la clásica camisa hawaiana, el final de un camino y el comienzo de otro están cerca. Schlesinger volvió a su país natal para filmar Dos amores en conflicto (1971), una de sus creaciones más veneradas, y las carreras de todos los involucrados siguió su curso natural. La condición de clásico de Perdidos en la noche no fue inmediata y llegaría con el tiempo, aunque hoy continúa siendo una película no demasiado apreciada por la cinefilia más tradicional. En palabras de Frankel, sin embargo, “sigue siendo un trabajo desolador, de gran invención novelística y cinemática, mucho más relevante que otros libros y films de su era”.
(Página12 / 25-4-2021)
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