por José Antonio Vigara Zafra
Terminada la guerra de la
Independencia, en una España dominada de nuevo por el absolutismo, Goya volcó
su pesimismo existencial en obras como las Pinturas negras. Luego marchó a
Francia en busca de un ambiente más propicio a su arte.
En el momento en que estalló la guerra de la
Independencia, Francisco Goya era ya el artista español más
reputado y solicitado. Desde su establecimiento en Madrid en 1775,
cuando contaba 29 años, el maestro aragonés había progresado rápidamente en el
ambiente cortesano madrileño, primero pintando cartones para tapices que debían
decorar los palacios reales y luego como retratista de la corte y de la élite
aristocrática del país.
En 1789, Goya alcanzó la cima profesional al ser nombrado pintor de
cámara del rey Carlos IV. Los numerosos encargos que recibía en esos
años le permitieron mejorar notablemente su posición económica y codearse con
lo más granado de la sociedad. En sus cartas a su amigo Martín Zapater le
contaba que iba a montar a caballo a la Alameda con la duquesa de Osuna, o bien
le relataba con ironía sus escarceos con la seductora duquesa de Alba:
"Más te valía venirme a ayudar a pintar a la de Alba, que ayer se me metió
en el estudio a que le pintase la cara, y se salió con ello". Incluso
llegó a barajar la posibilidad de solicitar un título de nobleza.
Sin embargo, en 1793 su vida dio un giro imprevisto. Hallándose en Sevilla cayó gravemente enfermo y estuvo postrado en cama durante varios días. En palabras del propio Goya, se trató de una apoplejía, aunque actualmente se especula con que la causa pudo ser la sífilis. En cualquier caso, le dejó como secuela una sordera permanente que tendría un profundo impacto en su carácter y su visión del mundo. De esta crisis personal surgió un nuevo artista que no sólo se interesó por seguir los esquemas artísticos de su época, sino que decidió explorar su mundo interior y pintar con independencia a la clientela.
EL FINAL DE LA GUERRA DE INDEPENDENCIA
La guerra de la Independencia (1808-1814) abrió en la vida de Goya, ya
sexagenario, una nueva crisis, compartida esta vez con todos
sus compatriotas. El pintor fue testigo de la ocupación francesa de Madrid,
visitó la Zaragoza destruida tras los dos sitios napoleónicos y siguió con
angustia todos los vaivenes del conflicto. Sus sentimientos quedaron
reflejados en la serie de grabados titulada Los desastres de la guerra, que
comenzó a realizar en plena contienda y finalizó hacia 1815, aunque no fue
publicada hasta 1863. Más allá de su valor documental, se trata de una reflexión
sobre la violencia y crueldad humanas en clave universal.
para saber más
Al término del conflicto realizó sus dos conocidos lienzos, El
dos de mayo en Madrid: la lucha con los mamelucos y El tres de
mayo en Madrid: los fusilamientos de la montaña del príncipe Pío. Eran dos
obras de propaganda patriótica con las que quiso "perpetuar por medio del
pincel las más notables y heroicas acciones o escenas de nuestra gloriosa
insurrección contra el tirano de Europa", pero al mismo tiempo Goya desmitificó
en ellas la grandilocuencia de la pintura de historia al presentarlas como
escenas vistas por un testigo, suscitando de esta manera una mayor empatía
entre los espectadores.
La guerra le planteó a Goya asimismo el dilema de la actitud que debía mantener frente a la ocupación francesa. Algunos intelectuales "afrancesados" apostaron por el nuevo régimen de José I, en el que vieron una superación del absolutismo y la intolerancia religiosa de la anterior monarquía borbónica. Goya compartía esta actitud crítica, pero no por ello llegó a adherirse al nuevo gobierno. Como tantos otros ciudadanos, el aragonés intentó adaptarse lo mejor que pudo a la situación, evitando entrar en conflicto con la autoridad competente. En sus actos públicos siempre se mostró prudente y trabajó indistintamente para uno u otro bando en su afán de lograr una vida tranquila para él y su familia.
EL REGRESO DE FERNANDO VII DEL EXILIO
Ello hizo que al término de la guerra, cuando Fernando VII
regresó del exilio para restaurar de inmediato el absolutismo, Goya
quedara en una situación comprometida. En 1815, el pintor fue sometido
a un proceso judicial con el objetivo de valorar su implicación con el Gobierno
intruso. Se le reprochó, entre otros actos, haber jurado fidelidad a
José Bonaparte; asistir a la toma de posesión del marqués de Almenara,
reconocido afrancesado, como protector de la Real Academia de Bellas Artes de
San Fernando, y haber participado, junto a otros reconocidos pintores, en la
selección de cuadros de escuela española destinados al museo de Napoleón en
París. Si salió indemne fue gracias a su antigua amistad con el duque
de San Carlos, encargado de la depuración del personal de la Casa del Rey. Sin
embargo, Goya no pudo evitar caer en desgracia como pintor de cámara real, cometido
en el que fue sustituido por pintores más jóvenes y afines al monarca, como
Vicente López o José de Madrazo. De hecho, a partir de 1816 no volvería
a tener ningún encargo por parte del monarca, quien debía de verlo ya
como un anciano fuera de su tiempo.
para saber más
Goya, viudo desde 1812, vivía por entonces en su casa de la calle
Valverde, junto a su hijo Javier y su nuera Gumersinda. Su aislamiento
se acrecentó con la pérdida de sus amigos afrancesados, que en su mayoría
se exiliaron en el suroeste de Francia, donde vivían en condiciones
deplorables: Bernardo de Iriarte murió en Burdeos en julio de 1814, mientras
que Juan Meléndez Valdés fallecería en Montpellier en 1817. Tan sólo
Leandro Fernández de Moratín, desde Barcelona, siguió en contacto asiduo con el
pintor a través de su amigo común el abate Juan Antonio Melón.
Pese a todos los contratiempos, resulta sorprendente la
capacidad creativa de Goya en estos años. El aragonés continuó
trabajando gracias a los encargos privados que conseguía a través de sus
antiguas amistades, viéndose obligado a aceptar todo tipo de pedidos
con el objetivo de ingresar dinero. En ese sentido, el cuadro Santa
Justa y santa Rufina que pintó para la catedral de Sevilla en 1817
resulta muy interesante como prueba de su acusado escepticismo religioso. Goya
obtuvo este encargo gracias a la mediación de su amigo, el historiador Juan
Agustín Ceán Bermúdez. Éste tuvo que esforzarse al máximo para convencerlo de
que la pintura debía caracterizarse por la devoción religiosa que tanto
despreciaba el pintor, y así se lo refería en carta al coleccionista Tomás de
Veri: "Ya conocerá Vuestra Merced a Goya y conocerá cuánto trabajo me
costó inspirarle tales ideas tan opuestas a su carácter. Le di por escrito una
instrucción para que pintase el cuadro, le hice hacer tres o cuatro bocetos y
por fin ya está bosquejando el cuadro que espero salga a mi gusto".
El pintor aragonés elaboró también otro tipo de obras con un sentido más intimista, pero destinadas también a mejorar la economía familiar. Entre ellas destaca la serie de 33 estampas titulada La Tauromaquia. Con toda probabilidad, grabó estas escenas taurinas pensando en que tendrían cierta demanda en el mercado nacional y que al tratarse de un tema inocuo no serían censuradas. Sin embargo, las ventas fueron decepcionantes, quizás a causa de que Goya diseñó unas estampas muy alejadas del sentido lúdico y anecdótico con que otros autores habían abordado este tema, enfatizando los aspectos más dramáticos y vinculados a la muerte del arte del toreo.
EXILIO Y LIBERTAD
En abril de 1823, las tropas francesas, conocidas como los Cien Mil
Hijos de San Luis, restituyeron a Fernando VII en el poder, acabando así con
el Trienio Liberal. Ante las posibles
represalias contra los liberales, Goya se refugió en casa de un amigo,
el canónigo José Duaso, muy respetado en la corte. Pero enseguida pensó que lo
mejor era irse de España. A fin de no perder su condición de pintor de
cámara, en mayo de 1824 solicitó una licencia de seis meses al
rey para trasladarse al sanatorio de Plombières, en el este de
Francia. El permiso le fue concedido, pero el pintor, lejos de ir a cualquier
balneario, lo que quería era viajar por Francia. En Burdeos
fue recibido por Leandro Fernández de Moratín, quien describió así su llegada:
"Llegó en efecto Goya, sordo, viejo, torpe y débil, y sin saber una
palabra de francés y sin traer un criado, y tan contento y deseoso de ver
mundo". En efecto, pese a su avanzada edad, tales eran sus ansias
de viajar que en junio ya se encontraba en París. En la capital se
dedicó a visitar monumentos y a pasear por lugares públicos, según consta en
los informes policiales franceses de la época. En septiembre de ese
mismo año volvió a Burdeos, donde residió junto a Leocadia –la mujer con la que
compartía su vida– y los hijos de ésta.
De nuevo, su amigo Moratín ofreció una excelente descripción de cómo era la vida de Goya en territorio francés: "Con sus 79 pascuas floridas y sus alifafes, ni sabe lo que le espera, ni lo que quiere. Yo le exhorto a que se esté quieto hasta el cumplimiento de su licencia. Le gusta la ciudad, el campo, el clima, los comestibles, la independencia, la tranquilidad que disfruta. Desde que está aquí no ha tenido ninguno de los males que le incomodaban tanto por allá; y, sin embargo, a veces se le pone en la cabeza que en Madrid tiene mucho que hacer, y, si le dejaran, se pondría en camino sobre una mula zayna, con su montera, su capote, sus estribos de nogal, su bota y sus alforjas". Goya aún regresó un par de veces a Madrid, en 1826 y 1827, con el objetivo de regularizar sus asuntos económicos y solicitar su jubilación. En general, el pintor debió de llevar una vida tranquila en Burdeos pese a sus graves problemas urinarios. Aunque no aceptó más encargos, se dedicó a retratar a sus amigos, a dibujar la ajetreada vida de la calle e, incluso, enseñó a pintar a la pequeña Rosario, hija de Leocadia. A los 80 años, Goya volvió a saborear la libertad en Francia, abandonando parte de sus monstruos interiores. Y de nuevo sorprende por su capacidad creativa, que lo llevó a experimentar con nuevas técnicas litográficas en las estampas de Los toros de Burdeos o a anticiparse al estilo de los impresionistas en La lechera de Burdeos, himno a la juventud y la belleza con el que Goya cerró prácticamente su obra, poco antes de morir el 16 de abril de 1828.
(NATIONAL GEOGRAPHIC / 30-3-2019)
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