jueves

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 98

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Me metí varias veces en la profundidad de los barrios bajos porque me interesaba prepararme para el futuro. No me gustó lo que vi. Ni los hombres ni las mujeres tenían ninguna valentía ni brillantez especial. Querían lo que todo el mundo quería. Había algunos con problemas mentales a los que se les permitía mezclarse libremente con los demás, cosa que pasaba tanto en los lugares muy pobres como en los muy ricos de la ciudad. También sabía que yo no era un tipo completamente sano. Todavía tenía la sensación, como cuando era niño, de que me habitaba algo raro y me sentía destinado a ser un asesino, un asaltante de bancos, un santo, un violador, un monje, un ermitaño. Necesitaba algún lugar aislado donde esconderme. Los barrios bajos eran asquerosos. Y la vida del hombre normal y sano era aburrida, peor que la muerte. No existía ninguna otra alternativa posible. Y la educación también era una trampa. La poca educación a la que pude acceder me había vuelto más desconfiado. ¿Qué significaba ser un doctor, un abogado o un científico? Eran nada más que hombres privados de su libertad de pensar y actuar como individuos.

 

Un día estaba encerrado emborrachándome en mi sucucho y consideré la posibilidad del suicidio, pero sentí un extraño cariño por mi cuerpo, por mi vida. Estaba lleno de cicatrices y marcas, pero me pertenecían. Lo más posible era que me mirara en el espejo del armario y dijera sonriendo burlonamente: lo mejor sería que si te vas a escapar de esta vida, te lleves a ocho, diez o veinte más contigo…

 

Era una noche de sábado de diciembre y había tomado mucho más de lo habitual, fumando un cigarrillo atrás del otro mientras pensaba en mujeres y en los años que me esperaban buscando trabajo en la ciudad. Lo que veía en el porvenir me gustaba muy poco. No me consideraba un misántropo ni un misógino, pero prefería estar solo. Era lindo emborracharse y fumar encerrado en aquella piecita. Siempre supe acompañarme a mí mismo.

 

Entonces escuché una canción de amor sonando a todo volumen en la radio de la pieza de al lado.

 

-¡Apaguen esa cosa! -aullé.

 

No me contestaron.

 

Me abalancé contra la pared y la empecé a golpear.

 

-¡ACABO DE DECIR QUE APAGUEN ESE APARATO DE MIERDA!

 

Pero no bajaron el volumen.

 

De repente salí como estaba, en calzoncillos, y terminé abriendo con una tremenda patada la puerta de la pieza de al lado. Lo que encontré fue a un hombre viejo y gordo cojiéndose a una mujer vieja y gorda en el camastro, a la luz de una velita que había en un rincón. Los dos torcieron la cabeza para mirarme: él desde arriba y ella desde abajo. La pieza estaba tenía lindas cortinas y una alfombra.

 

-¡Uh! Perdonen…

 

Cerré la puerta y volvía a mi cuarto. Me sentí muy mal. Esa pobre gente tenía derecho a cojer para escaparse de sus pesadillas. El sexo, el alcohol, y quizás un poco de amor, era todo lo que tenían.

 

Me recosté y me serví un vaso de vino. Dejé la puerta abierta, y la luz de la luna entró junto con todos los ruidos de la ciudad: automóviles, grescas, perros ladrando y radios… Estábamos todos metidos en lo mismo. Todos apilados en un gigantesco water lleno de mierda. No había escapatoria. Íbamos a desaparecer todos juntos cuando alguien tirara de la cadena.

 

De repente pasó un gatito y se quedó parado en la puerta, mirándome. La luna le iluminaba los maravillosos ojos rojos como el fuego.

 

-Vení, gatito… -alargué la mano como si estuviera ofreciéndole comida. -Vení, gatito…

 

Pero él siguió de largo.

 

Entonces se apagó la radio del cuarto de al lado.

 

Terminé mi vaso de vino y salí, siempre en calzoncillos. Me los acomodé ajustándome bien las pelotas y me paré frente a la otra puerta. Me di cuenta que le había roto la cerradura y alcancé a ver la lucecita de la vela. Habían entornado la puerta y ahora posiblemente estaba sostenida por una silla.

 

Pegué uno golpes suaves en la puerta.

 

No hubo respuesta.

 

Volví a golpear.

 

De golpe se oyó un ruido y escuché que alguien venía a abrir: el hombre viejo y gordo apareció en el umbral, con el rostro ensombrecido por enormes pliegues de pena y dolor. Lo único que se le distinguían eran las cejas, el bigote y los ojos tristísimos.

 

-Escuche -le dije. -Lamento mucho lo que acabo de hacer. ¿No quieren venir a tomar una copa en mi pieza?

 

-No.

 

-¿Y si yo les traigo algo de beber?

 

-No -dijo. -Déjenos solos, por favor.

 

Y volvió a entornar la puerta.

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