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Me metí varias veces en
la profundidad de los barrios bajos porque me interesaba prepararme para el
futuro. No me gustó lo que vi. Ni los hombres ni las mujeres tenían ninguna
valentía ni brillantez especial. Querían lo que todo el mundo quería. Había
algunos con problemas mentales a los que se les permitía mezclarse libremente
con los demás, cosa que pasaba tanto en los lugares muy pobres como en los muy ricos
de la ciudad. También sabía que yo no era un tipo completamente sano. Todavía
tenía la sensación, como cuando era niño, de que me habitaba algo raro y me
sentía destinado a ser un asesino, un asaltante de bancos, un santo, un
violador, un monje, un ermitaño. Necesitaba algún lugar aislado donde esconderme.
Los barrios bajos eran asquerosos. Y la vida del hombre normal y sano era
aburrida, peor que la muerte. No existía ninguna otra alternativa posible. Y la
educación también era una trampa. La poca educación a la que pude acceder me
había vuelto más desconfiado. ¿Qué significaba ser un doctor, un abogado o un
científico? Eran nada más que hombres privados de su libertad de pensar y
actuar como individuos.
Un día estaba encerrado
emborrachándome en mi sucucho y consideré la posibilidad del suicidio, pero
sentí un extraño cariño por mi cuerpo, por mi vida. Estaba lleno de cicatrices
y marcas, pero me pertenecían. Lo más posible era que me mirara en el espejo
del armario y dijera sonriendo burlonamente: lo mejor sería que si te vas a
escapar de esta vida, te lleves a ocho, diez o veinte más contigo…
Era una noche de sábado
de diciembre y había tomado mucho más de lo habitual, fumando un cigarrillo
atrás del otro mientras pensaba en mujeres y en los años que me esperaban
buscando trabajo en la ciudad. Lo que veía en el porvenir me gustaba muy poco.
No me consideraba un misántropo ni un misógino, pero prefería estar solo. Era
lindo emborracharse y fumar encerrado en aquella piecita. Siempre supe
acompañarme a mí mismo.
Entonces escuché una canción
de amor sonando a todo volumen en la radio de la pieza de al lado.
-¡Apaguen esa cosa!
-aullé.
No me contestaron.
Me abalancé contra la pared
y la empecé a golpear.
-¡ACABO DE DECIR QUE
APAGUEN ESE APARATO DE MIERDA!
Pero no bajaron el
volumen.
De repente salí como
estaba, en calzoncillos, y terminé abriendo con una tremenda patada la puerta
de la pieza de al lado. Lo que encontré fue a un hombre viejo y gordo cojiéndose
a una mujer vieja y gorda en el camastro, a la luz de una velita que había en
un rincón. Los dos torcieron la cabeza para mirarme: él desde arriba y ella
desde abajo. La pieza estaba tenía lindas cortinas y una alfombra.
-¡Uh! Perdonen…
Cerré la puerta y volvía
a mi cuarto. Me sentí muy mal. Esa pobre gente tenía derecho a cojer para
escaparse de sus pesadillas. El sexo, el alcohol, y quizás un poco de amor, era
todo lo que tenían.
Me recosté y me serví un
vaso de vino. Dejé la puerta abierta, y la luz de la luna entró junto con todos
los ruidos de la ciudad: automóviles, grescas, perros ladrando y radios… Estábamos
todos metidos en lo mismo. Todos apilados en un gigantesco water lleno de
mierda. No había escapatoria. Íbamos a desaparecer todos juntos cuando alguien
tirara de la cadena.
De repente pasó un gatito
y se quedó parado en la puerta, mirándome. La luna le iluminaba los
maravillosos ojos rojos como el fuego.
-Vení, gatito… -alargué
la mano como si estuviera ofreciéndole comida. -Vení, gatito…
Pero él siguió de largo.
Entonces se apagó la
radio del cuarto de al lado.
Terminé mi vaso de vino y
salí, siempre en calzoncillos. Me los acomodé ajustándome bien las pelotas y me
paré frente a la otra puerta. Me di cuenta que le había roto la cerradura y
alcancé a ver la lucecita de la vela. Habían entornado la puerta y ahora
posiblemente estaba sostenida por una silla.
Pegué uno golpes suaves
en la puerta.
No hubo respuesta.
Volví a golpear.
De golpe se oyó un ruido
y escuché que alguien venía a abrir: el hombre viejo y gordo apareció en el
umbral, con el rostro ensombrecido por enormes pliegues de pena y dolor. Lo
único que se le distinguían eran las cejas, el bigote y los ojos tristísimos.
-Escuche -le dije.
-Lamento mucho lo que acabo de hacer. ¿No quieren venir a tomar una copa en mi
pieza?
-No.
-¿Y si yo les traigo algo
de beber?
-No -dijo. -Déjenos
solos, por favor.
Y volvió a entornar la puerta.
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