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UNAMUNO Y LA CIENCIA: “SOY UN ESPÍRITU EN LUCHA. VIVIMOS A MERCED DE LA INCERTIDUMBRE”

 


por Carlos Javier González Serrano

 

Miguel de Unamuno (1864-1936) fue una de las personalidades más intensas de la Europa de finales del XIX y principios del XX. De su inconformismo intelectual y su ahínco por encontrar una verdad siempre esquiva nacieron sus ensayos, escritos más íntimos y novelas, dando lugar a un conjunto de textos muy plural en los que se muestra, ante todo, el constante combate de un alma siempre agónica, como él mismo la denominaba. En una carta dirigida a Juan Zorrilla el 13 de abril de 1909 sostenía, convencido, que “la esencia misma de mi vida espiritual es crítica y aún dialéctica y hasta polémica”. Como apunta Alicia Villar Ezcurra en su magnífica edición de los Escritos sobre la ciencia y el cientificismo, publicada en Tecnos, fue ese mismo carácter –polémico y apasionado– el que “favoreció las interpretaciones más dispares de su obra, y en ocasiones la simplificación de su pensamiento que quedó atrapado, fijado, en uno de los pasos de su espíritu en movimiento”.

 

La postura de Unamuno con y frente a la ciencia no se mantuvo uniforme a lo largo de su vida. Por un lado debemos tener en cuenta que el otrora rector de la Universidad de Salamanca fue, en su campo, una suerte de científico: todo un catedrático de griego que no dudaba en mantenerse inflexible frente a cualquier deriva “moderna” que pretendiera desprestigiar la importancia de las lenguas clásicas para los estudios superiores de toda índole. Grecia conformó la manera de pensar occidental, y como tal debe tenérsela en cuenta como cuna de saberes no sólo lingüísticos o filológicos, sino también sociales, artísticos, políticos o técnicos. Además, como igualmente señala la catedrática Villar Ezcurra, Unamuno tomó parte en los por entonces tan de moda debates sobre las nuevas ideas científicas, y no dudó en apoyar las teorías evolucionistas que ponían en jaque el imperio del creacionismo. Aunque, por otro lado, la ciencia debe dar la mano a las Humanidades y recorrer sendas paralelas en permanente y enriquecedor diálogo.

 

Y si esos jóvenes carecen de fe y de vocación para la ciencia, es, ante todo y sobre todo, porque no se ha sabido mostrarles cuál es el paraíso a que la ciencia lleva, cuál es la finalidad de ésta porque no se ha sabido darles filosofía. Nadie atraviesa con fe y resolución el desierto si no se le ha dado antes una visión de la tierra de promisión. Porque eso de encontrar placer en la investigación por la investigación misma, eso de deleitarse en la caza técnica de pequeñas verdades, eso es algo tan patológico como matar el tiempo haciendo solitarios con la baraja. Cuando no es un opio para matar profundas penas. Y esto no puede pedírsele a un joven (“Tecnicismo y filosofía”, 1915).

 

Claro ejemplo del peligro de la ciencia al desnudo, de las desmedidas ansias del positivismo más devorador, es la novela unamuniana Amor y pedagogía de 1902, cuyo argumento gira en torno a la posibilidad de educar a un hijo “conforme a los principios más modernos de la pedagogía”, prescindiendo de otras facetas más emotivas, sensitivas o afectivas. Los lectores de la obra conocen el final… Un final que debió hacer recapacitar, y mucho, a Unamuno, pues no volvería a publicar una obra extensa hasta diez años después.

 

Aunque esta misma novela, así como las críticas más duras del autor vasco a la ciencia, provienen de un punto anterior: de su crisis espiritual de 1897. En acertadas palabras de Villar Ezcurra, este momento decisivo en la vida de Unamuno “le hizo muy sensible a los peligros de un reduccionismo cientificista o intelectualista que no deja espacio para las cuestiones últimas”. En carta de 1906 a un todavía joven Ortega y Gasset, Unamuno explica al filósofo:

 

Cada día me importan menos las ideas y las cosas, cada día me importan más los sentimientos y los hombres. No me importa lo que usted me dice; me importa usted. “La subjetiva interpretación de un hecho inexplicable científicamente…, etc.”, me dice usted. ¿Científicamente? Mi vieja desconfianza hacia la ciencia va pasando a odio. Odio a la ciencia, y echo de menos la sabiduría.

 

La sabiduría que Unamuno reclama es la que produce un impulso cuestionador, crítico, escrutador de la realidad, que se haga cargo de la complejidad de la existencia en todas sus vertientes y no se ciña a ese “cientificismo” contra el que, a partir de 1897, tan duramente arremetió. En certera expresión de la compiladora de esta enjundiosa e imprescindible selección de textos publicada por Tecnos, “para Unamuno el cientificismo es una enfermedad que afecta a varios sectores”. Y continúa, comentando las palabras unamunianas: “Un mero ingeniero, es decir un ingeniero sin verdadero espíritu científico, puede ser muy útil para trazar una vía férrea, como lo es un mero abogado para defender un pleito; pero, en realidad, ni aquél hará avanzar a la ciencia un paso, ni al mero abogado se le confiaría la reforma de la Constitución de un pueblo. Sólo cuando la cultura es amplia y compleja se comprende el valor práctico de la pura especulación”. Se hace necesario un plus: la pasión por la ciencia:

 

La pasión sí, la pasión es uno de los más poderosos factores de progreso. Y entre las pasiones se cuenta la pasión por conocer, el impulso pasional que nos lleva a echar mano a los frutos del árbol de la ciencia. ¿Es que no existe acaso, aunque por desgracia sea muy rara, la pasión científica? […] Sin alguna pasión, difícil es que la ciencia ilumine; toda luz supone algún fuego, por pequeño que sea.

 

Aquella crisis, crucial en la vida del autor vasco, enderezó sus entendederas hacia un enfoque de la existencia más sentido y menos pensando, más vital y menos racionalizado (algo de lo que el propio Ortega tomaría atenta nota para barruntar y desarrollar su denominado “raciovitalismo”). El producto natural de este viraje fue la publicación, entre 1913 y 1914, de Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, si bien Unamuno nunca dejó de estar al tanto de los avances científicos de su época. Sus lecturas juveniles de Hegel y Spencer, asegura Villar Ezcurra, quedaron entonces obsoletas, o al menos insuficientes, pues fue convicción unamuniana que “la razón construye sobre irracionalidades”.

 

Aunque es de reseñar que Unamuno puso mucho cuidado en no desvirtuar los beneficios de una ciencia bien entendida, de una ciencia como impulso y pasión por el conocimiento, sino que más bien censuró los excesos de un mal comprendido intelectualismo que ponía la vida al servicio de la ciencia y la técnica, que puede convertirse en un positivismo despiadado, extremo y excluyente. En atinada explicación de la profesora Villar Ezcurra, “el relato de Unamuno era una sátira corrosiva del positivismo y los excesos de los estrictos métodos pedagógicos que cuando se aplican ciegamente, mecánicamente y sin amor, crean un mundo deforme, trágico y cómico a la vez. No conducen a la vida y al progreso soñado, sino a la destrucción del ser humano”.

 

Hay quienes se entregan a la ciencia como otros se entregan a la morfina: para acallar dolores íntimos; aquéllos del espíritu, estos otros últimos del cuerpo por lo común. Estudian insectos, los buscan, escudriñan y clasifican como quien colecciona sellos de franqueo; se buscan un entusiasmo, un mata-días, y se hunden en él.

 

El maravilloso y pedagógico libro compendiado y comentado por Alicia Villar Ezcurra nos muestra al Unamuno enfrentado –pero también a veces hermanado– con la ciencia, en una época repleta de intereses intelectuales encontrados en la que los avances técnicos comenzaban a hacer honda mella tanto en la interpretación de la vida humana y como en su puesta en práctica. El catedrático de griego no quiso quedarse al margen de un debate que permeó por entero el contexto académico de su tiempo, pero también el social y político. Unamuno detectó una “enfermedad espiritual” a la que llamó en ocasiones cientificismo y en otras intelectualismo, y de ella quiso sanar a su patria y a Europa toda. Nuestra más alta responsabilidad estriba no en conservarnos –en términos darwinianos–, sino, ante todo, en hacer y desarrollar un mundo lleno de sentido.

 

En inmejorables palabras de Villar Ezcurra, “siempre inquieto y anhelante, Don Miguel no quiso renunciar a la denuncia, ni a la creación del ideal que pudiera orientar la acción y el compromiso. En definitiva, buscó una ciencia y una religión que hicieran una vida más plena, más honda y más humana”. Un volumen imperdible, fundamental y necesario, hoy que, da la impresión, la ciencia y la tecnología adelantan con mucho a la capacidad de pensar las consecuencias de su aplicación.

 

Vivimos merced a la incertidumbre. Si al hombre más incrédulo en el más allá no le quedase en el último resquicio del alma una chispa de incertidumbre, un vago ¿quién sabe?, le sería la vida tan imposible como al más firme creyente, si no le quedase también otra chispa de incertidumbre, de que no hay un más allá de la muerte. La certeza absolutamente absoluta nos amargaría la vida tanto en un caso como en el otro, llevándonos a buscar la muerte o para salir cuanto antes de esta vida o para entrar cuanto antes en la otra.


(El vuelo de la lechuza / 18-2-2017)

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