Carlos Javier González Serrano
En Más allá del bien y del mal, Friedrich Nietzsche escribía que “la forma aforística de mis escritos ofrece una cierta dificultad”, pero ésta se debe, explicaba el filósofo, a que el aforismo “hoy no se toma en serio”. Hasta bien entrado el siglo XIX, la filosofía fue presentada mayoritariamente (salvo en algunos casos –como los diálogos platónicos, las cartas de los clásicos griegos y latinos, los Ensayos de Montaigne o las sentencias epigramáticas de autores como La Rochefoucauld o La Bruyère–) a través de dilatados y complejos tratados que intentaban dar cuenta de los razonamientos del autor de turno. La manera peculiar en que Nietzsche presenta sus escritos responde a su vez a una necesidad anímica y no sólo temática; así lo consigna certeramente Jünger en su imprescindible libro sobre el pensador de Röcken, obra ya clásica recuperada por Herder y traducida por Juan Antonio Sánchez.
A juicio de Nietzsche, la filosofía puede -y debe- encontrar otro tipo de derivas lingüísticas. Una de ellas es el aforismo. En su opinión, esta forma de exponer los propios pensamientos tiene la ventaja de ofrecer al lector un texto aun por desmenuzar, de manera que nos sentimos interpelados y obligados a desarrollar todo un arte de la interpretación. Aunque Nietzsche no parece muy optimista al respecto, pues el aforismo demanda una sensibilidad y, a su vez, una capacidad que precisamente se ha perdido o parece olvidada, “una facultad que exigiría casi la naturaleza de una vaca […]: me refiero a la facultad de rumiar“.
Nosotros tenemos todos dentro de
nosotros mismos plantaciones y jardines desconocidos; y, para servirme de otra
imagen, todos somos volcanes que tendrán su hora de erupción; es verdad que
nadie sabe si tal momento está próximo o lejano. Dios mismo lo ignora.
La tesis de Jünger es que la tarea
que se propone Nietzsche, en su conjunto, es la de desvelar el carácter dionisíaco de la realidad y
delimitarlo frente a lo apolíneo. Parece indudable que la filosofía es, entre otros aspectos, una cuestión
de palabras, un problema al que ha de hacer frente el lenguaje. Y fue
Nietzsche quien hizo de esa conciencia lingüística una suerte de moral del
lenguaje. El propio filósofo explicaba en uno de los primeros cursos que
impartió en Basilea que “el que encuentra interesante el lenguaje se distingue
de quien sólo lo toma como medio para pensamientos interesantes”. Y más tarde,
en su curso sobre gramática latina, añadía que “todo pensamiento consciente no
es posible más que con la ayuda del lenguaje”. La intención de Nietzsche
queda bien clara en El crepúsculo de los ídolos, donde asegura
que su “ambición es la de decir en diez frases lo que otro dice en un libro, lo
que ningún otro dice en un libro…”.
Se quiere la libertad, mientras no se
tiene todavía el poder. Cuando se tiene el poder se quiere el predominio: si no
se consigue (si se es demasiado débil para conquistarlo), se quiere la
“Justicia”, esto es: un poder igual.
Jünger es tajante al respecto:
“Nietzsche no habría escrito su obra si no se hubiera tomado en serio a
Dioniso”, de cuyo estudio extrae dos lecciones fundamentales: el eterno retorno y el superhombre: “Yo enseño
–escribía Nietzsche–: el rebaño trata de conservar un tipo y se defiende contra
las dos tendencias contrarias, tanto la degenerativa, como la evolutiva. La
tendencia del rebaño se dirige hacia la tranquilidad y la conservación, no hay
nada creador en él”.
¡Extraño destino el del hombre! Vive
setenta años y piensa haber sido algo nuevo y nunca visto en su tiempo, y, sin
embargo, no es más que una onda en la que se continúa el pasado de los hombres,
y trabaja siempre en una obra de enorme duración, por muy efímero que se
sienta. Además, se siente libre y es, sin embargo, un reloj al que se ha dado
cuerda, sin fuerzas siquiera para ver distintamente esta obra ni para cambiarla
en una determinada dirección.
Además de autor prolífico, Nietzsche
abordó numerosísimos asuntos a lo largo de su carrera, aunque raramente de
manera sistemática: belleza, amor, ateísmo, moral, arte, cultura griega,
caridad, puritanismo, orgullo, libertad, muerte… y así hasta completar un
amplísimo y quizás inabarcable índice, del que Jünger se hace cargo con
logrado éxito a través de un ameno y claro lenguaje. Tal pluralidad
responde a la convicción nietzscheana de que “durante largo tiempo vivimos
como enigmas” (Ecce homo), lo que hace imprescindible un
tratamiento de amplias perspectivas.
Y es que, se quiera o no, el llamado mundo del ser es el mundo del devenir, que ha acabado soterrado bajo un extraño e incómodo imperativo: el que dicta cómo debería ser el mundo. “El hombre busca ‘la verdad’ –aseguraba Nietzsche en uno de sus fragmentos–: un mundo que no se contradiga, no engañe, no cambie, un mundo verdadero. […] No duda de que haya un mundo como debe ser; quisiera buscar el camino que conduce a él”, porque en esta vida, a cada paso, nos sentimos desamparados, inseguros, inermes: “Nosotros podemos imaginar más cosas de las que podemos hacer y vivir, lo que quiere decir que nuestro pensamiento es superficial y se satisface con la superficie”.
Es necesaria una declaración de
guerra de los hombres superiores a la masa. Por todas partes, la mediocridad se
coliga para hacerse el ama. Todo lo que reblandece, suaviza, […] obra a
favor del sufragio universal, o sea del dominio de los hombres inferiores. Pero
nosotros queremos ejercer represalias y sacar a la luz y llevar ante el
tribunal toda esta economía.
El giro definitivo que propone
Nietzsche, a través de su filosofía “para vacas”, para auténticos rumiantes,
consistirá en demoler, mediante un lenguaje visceral de sesgo trágico (en
tanto que acepta la realidad tal cual es), la relación entre un “mundo
aparente” y un “mundo verdadero”, reconduciéndola a estimaciones de valor, que
expresan, según el inmortal pensador, “condiciones de conservación y
crecimiento”. Una vida que no deja de interpretar… y de
luchar. “Vivir significa: rechazar sin descanso algo que quiere
vivir. Vivir significa: ser cruel e implacable contra todo lo que en nosotros
se hace débil y viejo, y no solamente en nosotros”.
¿Acaso significará vivir ser constantemente asesinos de lo que arremete contra la propia vida? Como asegura Jünger, hay en Nietzsche un continuo anuncio de “algo”, un algo que Jünger identifica con la tragedia, con la asunción del carácter trágico de la realidad. Así lo confesaba el propio Nietzsche en El nacimiento de la tragedia: “La tragedia se asienta en medio de este desbordamiento de vida, sufrimiento y placer, en un éxtasis sublime, y escucha un canto lejano y melancólico […]. El tiempo del hombre socrático ha pasado […]. Ahora osad sed hombres trágicos: pues seréis redimidos”.
El que no sabe dormirse en el dintel
del momento, olvidando todo el pasado; el que no sabe erguirse como el genio de
la victoria, sin vértigo y sin miedo, no sabrá nunca lo que es la felicidad y,
lo que es peor, no hará nunca nada que pueda hacer felices a los demás.
Pensar como vacas: porque la rumia ha
de llevarse a cabo teniendo en cuenta que las palabras nos estorban en nuestro
camino, pues “dondequiera que los hombres primitivos establecieron una palabra,
creyeron haber hecho un descubrimiento”, pero ¡de qué modo estaban
equivocados!, se asombra Nietzsche: la escritura fragmentaria, el
aforismo, es el único antídoto para curar los corazones metafísicos,
anhelantes de complicados y extensos sistemas en los que las “palabras
eternizadas” (que dan lugar a afectados fetichismos lingüísticos) hacen que sea
más sencillo que “uno se rompa una pierna antes que una palabra” (Aurora).
Para conquistar la verdad hay que
sacrificar casi todo lo que es grato a nuestro corazón, a nuestro amor, a
nuestra confianza en la vida. Para ellos es necesario grandeza de alma: el
servicio de la verdad es el más duro de todos los servicios.
Jünger presenta, con su suave pluma
de poeta, un libro certero, condensado y muy personal en el que no duda en
afirmar que son tres las únicas obras cerradas y fundamentales a tener en
cuenta en Nietzsche para formarse una idea general de su pensamiento: El nacimiento de la tragedia, Así habló Zaratustra y La voluntad de poder. Una tesis tan atrevida como
contundente que no dejará indiferente ni a expertos ni a legos. Una obra que
puede leerse como una introducción a Nietzsche pero también como una vía distinta,
alternativa, de desarrollo de su pensamiento. Un clásico actual y necesario
–entre tan abundante y en muchas ocasiones dudosa bibliografía secundaria sobre
Nietzsche– que se lee de principio a fin con placer intelectual y dinamismo.
Cuando la existencia del hombre deja de tener sentido aparece el superhombre. ¿Quién es ese nuevo habitante del planeta? Es el hombre mismo; el hombre capaz de vivir una vida en la que el sentido no se da, no hay. La destrucción de todos los sistemas jerárquicos y de valores no lo destruye él, porque en el fondo comprende que antes tampoco los había. Esa comprensión lo fortalece. Él mismo se convierte en su propio valor, en su propio sistema (Jünger).
(El vuelo de la lechuza / 14-2-2017)
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