miércoles

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (129)

 Los tres viejos (15)

  

Abierto el ventanillo, los compadres vieron, encima de una cama, sus ponchos y sus espuelas. Sobre la mesa, junto al poncho cuidadosamente doblado del Chancho loco, les fue dado distinguir varios prolijos montoncitos de guijarros.

 

-Empezando de adelante para atrás: ayer, como a mediodía, tres. Anteayer, ocho juntos. Unos días antes, cuatro un día y cinco otro. Y esta madrugada pasó uno de golpe… pero para el lado contrario… Ese era chasque de Don Juan, era fija…

 

-¡Juá! ¡Juá!

 

El Carancho interrumpió, airado:

 

-¿De qué se está riendo usté, compadre Lechuzón?

 

-¡De contento no más!

 

Volvió a mirar las piedritas, el Carancho. Y no pudo menos de protestar:

 

-¡Pero, doña! ¡Los ratos conversando con usté, y usté en esos tapujos!

 

-Bueno, esas cosas hay que dejarlas… -terció el Macá. -Ahora, todos somos uno. Vamos, si les parece, a dar un tajo. Y, con permiso de ustedes, me voy a poner la espada -agregó al ver que sus opresores se colocaban las espuelas y se emponchaban.

 

Entre largos rascos pasaron a la cocina, la Negra repartió platos, poniendo en cada uno una gran cucharada de fariña, y todos se distribuyeron en torno al asado. Perdido el temor, el Chanchito había ido a situarse junto al Macá, aunque sin conseguir ya que este le hiciera el menor caso.

 

A una seña del Carancho, el Lechuzón devolvió al policiano su cuchillo. El último en servirse fue el jefe. Con dolor veía llegado el momento de devolver también la excelente pistola. Escudriñaba en su mente por ver de hallar, todavía, algún defensor motivo de desconfianza. Pero allí reinaba una plácida claridad de mediodía. El olorcillo del asado, acentuado con tanto corte, lo desensimismó. Tomó una presa, se sentó con el plato en las rodillas, como los otros y dijo, resignado, al propietario:

 

-Aunque usté, por ahora, no lo precisa, yo, lo mismo, después que coma, le voy a hacer entrega de su pistola, estese tranquilo.

 

-¡Pero valiente!

 

La Negra rebanaba un gran pan (un poco afectada por la reconvención del Carancho y otro poco porque aun tenía una espina grande) cuando la dejó helada una bronca voz que resonó en el ambiente:

 

-¡Güen provecho, caballeros! ¡Esto sí que se pone bonito!

 

El Carancho se incorporó, pistola ajena en mano. Pero no pudo menos que sonreír, en su asombro, al ver lo que vio.

 

-¡Qué me dice! -exclamó el Lechuzón, queriendo dar un salto y contentándose con levantarse a dos manos, trabajosamente.

 

El Chimango, que se quiso echar atrás y que se contuvo de golpe al no hallar respaldo, cerró los ojos. Ya no precisaba ver nada más para el apogeo de su dicha…

 

Todo esto, especificado a riesgo de pecar nosotros de minuciosos, se debía a que quien estaba encuadrado por el marco de la puerta era el primo de Don Juan, el mismísimo compadre Zorrino.

 

-¡Digales, haga el favor, que usté me sentenció si yo hablaba! -soltó la Negra antes de que el recién llegado y el Carancho cayeran en brazos.

 

El Zorrino estrechó también a sus otros dos compañeros. Después, clavando ojillos de pocos amigos en el Macá, le preguntó:

 

-¿Y usté es prisionero o desertor?

 

El Macá, echándose el quepis sobre la cara al rascarse la nuca,

 

-¡Mire, si le voy a ser franco -dijo- todavía no sé qué puta soy!

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