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Cuando recuperé la
conciencia ya era de noche y yo estaba tirado abajo de la cama. Lo único que
sobresalía era mi cabeza. Posiblemente me había arrastrado hasta allí y me
había vomitado encima. Era un cobarde.
Al salir arrastrándome de
allí abajo vi el espejo roto y la silla destrozada. La mesa estaba patas para
arriba y traté de acomodarla. Pero de golpe me caí, porque tenía dos patas
desencajadas. Traté de arreglarlas lo mejor que pude hasta que me volví a caer.
La alfombra estaba enrojecida por el vino y los vómitos. Entonces descubrí una
botella tirada que todavía tenía un poco de vino, me lo tomé y me puse a buscar
otra. No encontré nada. Le puse la cadena a la puerta. Encontré un cigarrillo,
lo prendí y me paré frente a la ventana a mirar la calle Temple. Era una linda
noche.
Entonces alguien me
golpeó la puerta.
-¿Señor Chinaski?
Era la señorita Kansas.
No estaba sola. Pude escuchar los murmullos de sus amiguitos.
-¿Señor Chinaski?
-¿Sí?
-Quiero entrar en su
pieza.
-¿Para qué?
-Para cambiarle las
sábanas.
-Ahora no. Me siento mal.
-Es nada más que para
cambiarle las sábanas. Lo hago en un minuto.
-No. Ahora es imposible.
Venga mañana.
Los escuché murmurar y
después bajar al vestíbulo. Me senté en la cama. Necesitaba desesperadamente
una copa. Era sábado de noche y la ciudad entera estaba borracha.
¿Y si probaba a escaparme?
Me acerqué a la puerta y
la abrí sin sacar la cadena, para poder vichar por la rendija. En lo alto de la
escalera me estaba esperando arrodillado el amigo filipino de la señorita
Kansas, con un martillo en la mano. Me miró haciendo una mueca y clavó un clavo
en la alfombra. Pero estaba fingiendo arreglarla. Cerré la puerta.
Realmente necesitaba una
copa y empecé a dar vueltas por la pieza. ¿Por qué todo el mundo podía estar emborrachándose
menos yo? ¿Cuánto tiempo tenía que estar encerrado en aquella pieza de mierda?
Volví a abrir la puerta, pero me encontré con lo mismo. El filipino me miró,
hizo una mueca y le encajó otro clavo a la alfombra. Cerré la puerta.
Después agarré mi valija y
empecé a llenarla con las pocas cosas que tenía.
Me quedaba algo de la
plata que había ganado jugando, pero sabía que no alcanzaba para pagar todo lo
que había roto. Además no me correspondía pagarlo, porque yo no tenía la culpa,
verdaderamente: eran ellos los que tendrían que haber parado la pelea. Y para
peor Becker había roto el espejo…
Abrí de nuevo la puerta
con la valija en una mano y la máquina de escribir portátil en la otra. El
filipino seguía allí. Entonces destrabé la cadena y corrí hasta la escalera.
-¡Eh! ¿Adónde va?
-preguntó el hombrecito, manteniendo todavía una rodilla en el piso. Y cuando
levantó el martilló le reventé la cabeza con la máquina de escribir. Hubo un
sonido horrible. Bajé la escalera, crucé el vestíbulo y salí a la calle.
A lo mejor lo había matado.
Bajé corriendo por la
calle Temple, encontré un taxi libre y me metí dando un salto.
-Bunker Hill -dije. -¡Y rápido!
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