miércoles

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 93

 55 (3)

 

Cuando recuperé la conciencia ya era de noche y yo estaba tirado abajo de la cama. Lo único que sobresalía era mi cabeza. Posiblemente me había arrastrado hasta allí y me había vomitado encima. Era un cobarde.

 

Al salir arrastrándome de allí abajo vi el espejo roto y la silla destrozada. La mesa estaba patas para arriba y traté de acomodarla. Pero de golpe me caí, porque tenía dos patas desencajadas. Traté de arreglarlas lo mejor que pude hasta que me volví a caer. La alfombra estaba enrojecida por el vino y los vómitos. Entonces descubrí una botella tirada que todavía tenía un poco de vino, me lo tomé y me puse a buscar otra. No encontré nada. Le puse la cadena a la puerta. Encontré un cigarrillo, lo prendí y me paré frente a la ventana a mirar la calle Temple. Era una linda noche.

 

Entonces alguien me golpeó la puerta.

 

-¿Señor Chinaski?

 

Era la señorita Kansas. No estaba sola. Pude escuchar los murmullos de sus amiguitos.

 

-¿Señor Chinaski?

 

-¿Sí?

 

-Quiero entrar en su pieza.

 

-¿Para qué?

 

-Para cambiarle las sábanas.

 

-Ahora no. Me siento mal.

 

-Es nada más que para cambiarle las sábanas. Lo hago en un minuto.

 

-No. Ahora es imposible. Venga mañana.

 

Los escuché murmurar y después bajar al vestíbulo. Me senté en la cama. Necesitaba desesperadamente una copa. Era sábado de noche y la ciudad entera estaba borracha.

 

¿Y si probaba a escaparme?

 

Me acerqué a la puerta y la abrí sin sacar la cadena, para poder vichar por la rendija. En lo alto de la escalera me estaba esperando arrodillado el amigo filipino de la señorita Kansas, con un martillo en la mano. Me miró haciendo una mueca y clavó un clavo en la alfombra. Pero estaba fingiendo arreglarla. Cerré la puerta.

 

Realmente necesitaba una copa y empecé a dar vueltas por la pieza. ¿Por qué todo el mundo podía estar emborrachándose menos yo? ¿Cuánto tiempo tenía que estar encerrado en aquella pieza de mierda? Volví a abrir la puerta, pero me encontré con lo mismo. El filipino me miró, hizo una mueca y le encajó otro clavo a la alfombra. Cerré la puerta.

 

Después agarré mi valija y empecé a llenarla con las pocas cosas que tenía.

 

Me quedaba algo de la plata que había ganado jugando, pero sabía que no alcanzaba para pagar todo lo que había roto. Además no me correspondía pagarlo, porque yo no tenía la culpa, verdaderamente: eran ellos los que tendrían que haber parado la pelea. Y para peor Becker había roto el espejo…

 

Abrí de nuevo la puerta con la valija en una mano y la máquina de escribir portátil en la otra. El filipino seguía allí. Entonces destrabé la cadena y corrí hasta la escalera.

 

-¡Eh! ¿Adónde va? -preguntó el hombrecito, manteniendo todavía una rodilla en el piso. Y cuando levantó el martilló le reventé la cabeza con la máquina de escribir. Hubo un sonido horrible. Bajé la escalera, crucé el vestíbulo y salí a la calle.

 

A lo mejor lo había matado.

 

Bajé corriendo por la calle Temple, encontré un taxi libre y me metí dando un salto.

 

-Bunker Hill -dije. -¡Y rápido!

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