por Juan Cruz
Almudena Grandes
lleva la escritura en su ADN
En su casa,
enfrentada al ordenador en el que escribe sus novelas, encuentra la calma
Cotilla confesa por
necesidad profesional, publica este mes ‘Las tres bodas de Manolita’
Es la tercera
novela de las seis que configuran ‘Episodios de una guerra interminable’
Hablemos primero
sobre la calma…
Esa desconocida…
Quise plantearle esa
cuestión a Almudena Grandes porque es muy difícil asociar a esta mujer grande,
de risa asaltada por el humo del tabaco y de ojos inquisitivos y cariñosos, con
la palabra calma. Su casa, donde escribe “desde que los demás se van a clase o
al trabajo”, respira sosiego y recuerdos, pero ella misma solo se calma cuando
escribe. “Para mí la escritura es como una vida paralela”.
Así que ahí se
serena, en ese escritorio que hubiera envidiado Galdós, aunque quién sabe qué
hubiera hecho su admirado novelista canario ante este ordenador inmenso que
mira Almudena desde que se queda sola.
Su nueva obra, que
sale ahora publicada por Tusquets, se titula Las tres bodas de Manolita y
es el tercero de seis episodios en los que se propuso contar
la interminable posguerra española. Cuando lo abres y comienzas a leer
esta escritura minuciosa y calma, en seguida te viene a la mente aquella
Almudena activa, que no para ni en la casa ni en el mercado ni en la calle ni
en los bares, donde habla e inquiere con una velocidad que ya lleva su nombre,
la velocidad de Almudena.
Pues aquí se apacigua, y de ahí proceden estos volúmenes. Alrededor del
ordenador están sus cajas estrujadas de tabaco, hay fotos de amigos (el poeta
Ángel González es como uno de los santos laicos de estos altares) y hay
abundante material gráfico de los libros que ya publicó, sobre todo de
estos Episodios de una guerra interminable al que
corresponde Las tres bodas de Manolita.
Es una casa (en la
que vive con su marido, el
poeta Luis García Montero) de la que ahora se van los hijos
(“van y vienen, viven cerca”), pero donde hay sillones y sillas por doquier, y
mesas, y rincones que, cuando se hace de noche (sobre todo si hay partido y
juega el Atlético de Madrid, su equipo), se llenan de amigos, entre los que
estuvo Ángel González y entre los que siguen viniendo Joaquín Sabina, Chus
Visor, Benjamín Prado… Es un hogar, por así decirlo, de familia numerosa, acaso
como estos propios libros de Almudena Grandes.
Así que es dos
Almudenas, la que vive en el barullo y la que se queda sola en casa. “Aprendí hace
mucho tiempo que para escribir novelas tenía que aislar mi vida verdadera de la
vida de la novela… Lo que no puede pasar es que cuando seas feliz, todo lo que
pase en la novela sea estupendo, y que cuando estés mal, todo lo que ocurra en
el libro resulte un horror”.
Para que se concentre
en la obra, “el escritor ha de gestionar la soledad”. Esa respiración solitaria
es la que confiere sosiego: “Cuando me levanto, entro en mi despacho, enciendo
el ordenador y me enfrento a lo que he escrito, entro en un espacio que es
exclusivamente mío y en el que no dejo que nada me preocupe”.
Va sola, escribe
sola, pero en la cabeza hay un volumen de hechos, de diálogos y personajes.
Como en Las tres bodas de Manolita. Me la imagino dando
manotazos a la vida cotidiana para encerrarse al fin con toda esa enorme
familia de ficción. “Me da vergüenza contar estas cosas, sobre todo en los
institutos, porque los chicos me miran como si fuera una médium con
experiencias paranormales… La verdad es que tengo un sistema de trabajo que me
permite saber mucho de la novela antes de empezarla; antes de escribir la
primera palabra, trabajo durante meses en un cuaderno”.
En los cuadernos se cuenta la historia a sí misma, traza los personajes
por separado, cómo son, qué les ha pasado… Es como si construyera un edificio
en el que hay cronologías, sucesos, gente, y todo eso está en la cabeza que al
fin se sienta delante del ordenador que hubiera envidiado Galdós… Pero cuesta
imaginar que tuviera ya las seis novelas de la serie en la cabeza. “Me enganché
a la historia contemporánea de España cuando estaba empezado a escribir El corazón helado (2007). Desde
entonces solo leí libros relacionados con la posguerra, solo veía cine de
posguerra, y vi fotos, todas las fotos que pude de esa época… Un día ya me
imaginé las seis novelas y vi que era capaz de contármelas a mí misma… Supongo
que porque tengo la suerte de mezclar memoria y cotilleo, las condiciones que
debe tener un novelista según Juan Marsé”.
Muy cotilla “porque
con la propia vida no vas a ninguna parte, necesitas nutrirte de la de los
demás”, y además has de tener mucha memoria “para almacenar y poder contar
cuando te conviene”. Un día llamó a su editor en Tusquets: “Juan Cerezo estaba
en Londres, y se quedó de piedra cuando le dije que iba a empezar a escribir
una serie de seis novelas. ‘¿Por qué seis?’, me dijo”. Se acordó de don Benito Pérez Galdós y de sus
Episodios nacionales.
Pero ímpetu y Almudena es lo mismo, ¿no?
Bueno, sí; ímpetu
cuando acierto, pero también cuando me equivoco. Es verdad que soy enérgica…
Y habrá tenido
momentos lánguidos…
Que han sido
normalmente buenos; pero también he tenido episodios de desactivación. Es
verdad que soy muy tenaz, es un rasgo de mi carácter: nunca doy una causa por
perdida.
Una vez escribió (Castillos de cartón, 2004): “Estábamos en 1984 y
teníamos veinte años, Madrid tenía veinte años, España tenía veinte años y todo
estaba en su sitio”. Ahora el tiempo lo ha roto todo, ¿o lo hemos roto
nosotros? “No creo que haya sido el tiempo; aquel fenómeno era verdadero, yo lo
vi, era adolescente en una ciudad y en un país adolescente. Como todos los
momentos de gran felicidad en la vida de las personas, de las naciones, tenía
un porcentaje importante de ilusión; era real porque las ilusiones y las
fantasías son reales, pero esa exaltación tenía bases frágiles. Y ahora
vivimos, como decía José Álvarez Junco, en una democracia
hermética, en un país anonadado”.
Como observadora de
las heridas que quedaron, ¿cuándo acabó la guerra? “Cuando llegó la democracia…
¿Sabes por qué mi protagonista se llama Manolita y por qué en todas partes hay
una Manolita? Son homenajes distintivos de los que te das cuenta después de
poner ese nombre a la Manolita de Las bicicletas son para el verano, de Fernando
Fernán-Gómez. Al final de esa obra, el niño le dice al padre: ‘Pero, papá, ahora que
se ha acabado la guerra, el verano que viene me podré comprar una bicicleta
porque ya estaremos en paz’. Y el padre le dice: ‘Hijo, no ha llegado la paz.
Ha llegado la victoria’… Es lo que creo que pasó en España, y en Manolita… se
repite mucho: una joven muy desarmada, que no es de buena familia ni tiene
dinero, de repente observa que la paz se ceba con ella, la echan de casa,
encarcelan a su padre, se queda con unos niños pequeños, y en seguida empieza a
sentir que la paz ha traído otra guerra a su vida. Para esta gente, la guerra
se terminó cuando llegó la democracia, cuando se cerró el paréntesis de aquella
guerra prolongada por la paz, que no fue una paz, sino una victoria, como decía
Fernán-Gómez”.
Todos los libros de
Almudena pueden contar la historia de Almudena, la de sus padres, la de sus
barrios madrileños… En sí misma, la historia de su padre, Manolo, es una
novela: ferretero, vividor, mujeriego, obsesionado “porque me fuera bien en la
vida, porque me dieran premios”… Y la de la madre, Benita (todos la llamaban
Moni), que murió cuando la escritora tenía 22 años…
Bisabuelos y abuelas excéntricas o desaparecidas, historias familiares
que parecen habitantes de los cuadernos de sus ficciones, y cuyo enunciado solo
sería otra novela de Almudena Grandes. De todo ello, una
curiosidad: ¿por qué se enfadó con su madre? “No fue enfado exactamente. Ocurre
que una persona te puede querer mucho, pero no comprenderte en absoluto… Lo que
sucedió con ella pasó con todas las mujeres de mi generación… Cuando las madres
de las mujeres italianas, por ejemplo, eran feministas y quemaban el sujetador,
mi madre vivía en el siglo XIX, en un país donde el estatuto jurídico de las
mujeres era decimonónico, y el código penal, ni te lo cuento… Esa diferencia
producía un elemento inconsciente de hostilidad hacia nuestras madres. Había un
océano de incomprensión muy grande que las mujeres que han tenido la suerte de
no perder a su madre tan pronto han podido resolver. Después de haber llorado a
mi madre, lloré un montón con la dedicatoria de Usos amorosos de la posguerra
española, de Carmen Martín Gaite, que dice: “A los hijos de las mujeres de mi
generación con la esperanza de que entiendan mejor a sus madres”.
Manolo, el padre, fue
un cómplice, sin embargo. Vivió hasta 2005. “Era un trueno, un señor muy
inclasificable. Tenía 73 años cuando murió, mi madre había muerto con 47… Si
Freud me hubiera conocido a mí, el complejo de Edipo se hubiera llamado
Almudena porque estaba enamorada de mi padre y del padre de mi padre. Era un
francotirador total, un trueno…”.
Mi padre siempre temía que yo fracasara. Ahora, cuando me dan un premio
u ocurre cualquier cosa que le hubiera halagado, yo digo: “¡Qué putada, papá,
qué putada…, si en realidad te lo habrías pasado mejor que yo!”.
La calma, pues…
La calma hubiera sido
que él estuviera aquí todavía, que estuviera mi madre… Pero la vida es así de
cabrona. Ya no están ellos, pero en general me siento una persona afortunada.
En la puerta de salida hay unos papeles con versos de Cernuda, de Ángel González, de Bécquer. Los deja la hija de Luis, Irene, que hasta hace nada vivía con ellos. Y con ellos se ha quedado Elisa, la hija de ambos. “Sí, la vida es sabia y cabrona, pues te acaba jugando la pasada habitual, y ahora me encuentro diciéndole a mi hija adolescente las cosas que mi madre decía, haciendo lo que ella hacía… Es normal, es así, solo que yo tuve la mala suerte de perder a mi madre a los 22 años”. La oyes hablar y entiendes que después del trueno de la vida y de las nostalgias que esta deja, la escritura calme el semblante de Almudena Grandes.
(EL PAÍS SEMANAL / 6-3-2014)
No hay comentarios:
Publicar un comentario