por Miguel Barral
Tuvieron que pasar justo 60 años desde que Marie Curie ganó el Nobel
de Física en 1903 para que una mujer volviera a recibir el galardón. Fue la
alemana Maria Goeppert-Mayer, quien formuló un modelo de capas que
por fin permitía entender cómo funciona el núcleo de los átomos. Su dominio de
las matemáticas que gobiernan la mecánica cuántica le llevó a esa hazaña, que
supuso un impulso decisivo para la física nuclear y de partículas. Goeppert
brilló en un campo tradicionalmente reservado a los hombres —hasta 2018 ese
premio no volvió a reconocer a otra mujer— y a ella el reconocimiento le llegó
tras una larga carrera científica “de prestado”: pasó muchos años sin cobrar ni
por sus investigaciones ni por su labor de profesora universitaria.
Ese largo camino, lleno de obstáculos, empezó cuando el padre de Maria
se convirtió en catedrático de pediatría de la prestigiosa Universidad
de Gotinga (Alemania), entonces un referente mundial en el estudio de
la matemática y la física. Así floreció la vocación de Maria Goeppert-Mayer (28
junio 1906–20 febrero 1972), que en 1924 superaba el examen de acceso y era
admitida como estudiante de matemáticas. Pero aquella fascinación inicial pronto
chocó con la que le despertó la física cuántica, entonces en plena ebullición,
tras asistir a un seminario impartido por Max Born. Finalmente, Maria
se decidió a estudiar Física. Sin embargo, nunca renunció a su primera pasión
y, de hecho, su sólida formación matemática fue una formidable aliada a lo
largo de su trayectoria, permitiéndole alcanzar explicaciones teóricas de
procesos que no podrían ser comprobados experimentalmente hasta muchos años
después.
DE
VOLUNTARIA AL PROYECTO MANHATTAN
Tras completar sus estudios, se licenció con una innovadora tesis en la
que justificaba teóricamente el proceso de doble fotón (la
absorción simultánea de dos fotones por un átomo); algo que solo pudo
confirmarse experimentalmente tres décadas después. Ese mismo año, en 1930, se
casó con Joseph Mayer, un estudiante de química estadounidense y emigró a
Baltimore (EEUU), donde su marido había sido contratado por la Universidad
Johns Hopkins. Aquel traslado marcó el inicio de una paradójica trayectoria
profesional. Mientras sus más reputados colegas valoraban el talento de Maria y
ansiaban contar con su colaboración, durante años ninguna institución académica
le ofreció un puesto de trabajo retribuido. Acompañó a su marido en
un periplo por diferentes universidades estadounidense y trabajó como voluntaria en
sus departamentos de física, para poder seguir investigando.
Entre traslado y traslado, en la Universidad de Columbia pudo trabajar
con Enrico Fermi, con quien
estableció una relación que resultó decisiva en su carrera. Fue el genial
físico italiano quien le propuso que profundizase en estudio de la estructura
interna de los átomos. En 1941 recibió su primera oferta de trabajo como
profesora de ciencias, en el Sarah Lawrence College; y, al año
siguiente, comenzó a trabajar como investigadora con el objetivo de
obtener uranio-235, como parte del programa atómico estadounidense.
Su participación en el Proyecto Manhattan le llevó también a realizar una
estancia en 1945 en Los Alamos, donde colaboró con Edward Teller en las
investigaciones para desarrollar la bomba de hidrógeno.
UN VALS DE
NEUTRONES Y PROTONES
En 1946 los Mayer se trasladaron de nuevo, esta vez a la Universidad de
Chicago, donde Joseph obtuvo el puesto de catedrático en el nuevo Instituto de
Estudios Nucleares. Poco después, y a instancias de Fermi, Maria fue reclutada
como física sénior del flamante Argonne
National Laboratory. Allí comenzó a estudiar el origen y formación de
los átomos de los distintos elementos químicos, en función de la composición de
su núcleo. Esa era entonces una de las cuestiones candentes de la ciencia, y
llamaba mucho la atención que hubiera unos “números mágicos” (2, 8, 20, 28, 50,
82 y 126) de nucleones: los átomos que tenían esos números concretos de
neutrones y de protones resultaban mucho más estables y abundantes que el
resto. Hasta entonces, en la comunidad científica prevalecía la idea del
núcleo atómico como una gota líquida, una mezcla homogénea; sin embargo, Maria
Goeppert veía claro que, dentro del núcleo, los protones y los neutrones se
distribuían en capas, según su nivel de energía. Esas capas podrían
explicar los números mágicos. Pero algo no acababa de encajar: las fuerzas de
repulsión entre esos nucleones son tan elevadas que tal estructura ordenada
parecía imposible.
Goeppert-Mayer demostró que el núcleo del átomo está formado por capas
cerradas en las que parejas de neutrones y protones tienden a acoplarse juntos.
Crédito: AG Caesar
Ella y Fermi discutían una y otra vez sobre el tema, hasta que un día él
le dio la pista clave: “¿Has encontrado algún indicio de acoplamiento
spin-órbita?”. Gracias a su habilidad matemática, Maria Goeppert pudo elaborar
inmediatamente una demostración de que así era: el núcleo estaba formado por
capas cerradas en las que parejas de neutrones y protones tendían a
acoplarse juntos, “como en un vals en el que algunos bailarines giran en un
sentido y otros en el contrario”, tal y como a ella le gustaba explicar.
Aquella idea, y sobre todo su demostración matemática, le valieron el premio Nobel de Física en 1963. Poco antes, en 1960, por fin había alcanzado un puesto acorde a sus méritos como catedrática en la Universidad de San Diego. Allí, el periódico local anunció el premio de Maria Goeppert con un titular propio de un extraño suceso: “Una madre de San Diego gana el premio Nobel”.
(OpenMInd / 19-2-2020)
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