Los tres viejos (10)
Con fastidio el Carancho había
advertido que estaba locuaz de demasía. Ante el tono de imperio, el Macá
descabalgó, y quedó con el caballo de la rienda, escuchando otra vez. Porque el
Carancho, al ver lo diligente del descenso, a pesar de su reflexión consideró caballeresco
no extremar el rigor y aclarar las dudas.
-No hay guerra, ni nada,
oigaló. Pero Don Juan está perseguido por la autoridá, nosotros hemos tomado su
partido, y usté es prisionero de nosotros.
-¡Pah! ¿Entonces ustedes
son de la gente de él? -preguntó a un mismo tiempo con asombro y creciente
desconfianza.
-Todavía no nos hemos
incorporado; pero puede darnos, no más, ese nombre. ¡Entregue las armas!
Y al ver que el Macá iba
a obedecer, el viejo Carancho, receloso, modificó la orden.
-¡Deje esa mano quieta!
Él mismo retiró la
pistola. Lo que no tocó fue una manea que oendía al lado de la canana.
Preguntábase dónde pucha el miliciano había dejado su recado, cuando
aparecieron el Chimango y el Lechuzón. Viendo venírsele, a este por la
izquierda y a aquel por la derecha, otro trabuco más y semejante lanza, el Macá
pensó que estaba en pleno último momento. Resistirse era inútil. Y menos sin la
pistola, ya. Decidió, pues, dejar hacer, aguardando con decoro el gran
acontecimiento, aunque se moría se moría por satisfacer su curiosidad antes de
morir.
El Carancho entregó al Lechuzón
la espada y al Chimango su propio trabuco y el cuchillo del prisionero.
Después, empuñando como suya la excelente pistola policial, retrocedió dos
pasos para ordenar:
-Ahora, marche a dejar su
caballo.
Cabizbajo, a paso de
entierro bajo su abrumamiento, obedeció el joven soldado.
-¡Lo peor es que a mi
Sargento lo dejo colgado! ¡Esa, esa es la cosa! -pensaba.
De pronto, ya casi
llegando a la enramada, se le produjo una conmoción en la mente. Allí, en ella,
el ser que tan sorpresivamente había provocado el vuelvo le quedó sentado y de
espada entre las piernas. Le llamó la atención al Macá, y reconoció en el
aparecido al mismísimo Sargento Cimarrón, quien empezó a repetirle una de sus
hazañas… El joven Asistente la recordó de inmediato. Al pie del Mangrullo de la
Comisaría, cierta tibia noche, bajo las estrellas, habíala oído por la primera
vez, sin la menor variante. Lo que cambiaba era el modo de volvérsela a hacer
escuchar su superior. El acento de modestia con que en aquella pasada ocasión
el protagonista refirió hasta los momentos más relevantes de su empresa, ahora
era sustituido por un insinuante tono de consejo. Esto hacía surgir con recién
revelado valor aleccionante detalles que en la anterior oportunidad hasta
innecesarios bien pudieron parecer…
Extrañamente, asimismo,
en su oyente el discurso también variaba de efecto.
Sin sombra de aquel su
arrobo del mangrullo, el Asistente apreciaba la repetición como quien está
abocado a ser sometido sobre el particular a un tenaz interrogatorio. Se bebía
las palabras. Y así, en esa actitud, volvía a escuchar que, en aquel antiguo
trance, el Sargento Cimarrón interpuso el cuerpo entre sus contrabandistas
opresores y las patas de bayo de las mentas; maniobra esta que el joven
miliciano ya llegado a la enramada, imitó al agacharse a manear su malacarita,
poniendo mucho cuidado en lo que ahora volvía a oír en su mente. En tal forma,
haciéndose pantalla para el mirar del Carancho y sus compadres, el Macacito
siguió procediendo como en la lejana vez su jefe; es decir: situó la manea
bastante altito; y uno de los botones fue introducido apenas, apenas en el ojal
de la presilla, con lo que quedó como para desprenderse al más leve contacto;
apenas al toque de pie, no más.
-Yo les voy a ser franco
-dijo incorporándose más que reanimado con la inigualable asistencia que estaba
recibiendo. -Yo creo que esto no es para tanto. Porque…
-¡Silencio y pase para
adentro! Lo que está diciendo usté es una estratagema. Sepa que por ese lado no
va a hallar picada. Nosotros somos veteranos y usté es muy muchacho para
nosotros.
-No, pero mire, don, que…
-¡Silencio, ordeno!
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