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La patrona rubia y los
dos filipinos se quedaron en el vestíbulo, mirándome. Yo estaba descalzo y
hacía cinco o seis días que no me afeitaba, además de necesitar un corte de
pelo. Me peinaba una sola vez por día, de mañana, y me alcanzaba. Los
profesores de gimnasia vivían corrigiéndome la postura:
-¡Echá los hombros para
atrás! ¡Por qué mirás el suelo! ¿Qué mierda hay ahí abajo?
Yo nunca iba a inventar
ninguna moda ni ningún estilo. Mi camiseta blanca tenía manchas de vino, sangre
y vómitos, y estaba llena de quemaduras de cigarrillos y puros. Me quedaba tan
chica que llevaba el ombligo afuera. Los pantalones también me quedaban muy
apretados, y apenas me llegaban al tobillo.
Entonces les grité a los tres
que se habían quedado mirándome allá abajo:
-¡Suban a tomar una copa,
muchachos!
Los hombrecitos
intercambiaron una mueca y la patrona, una especie de Carole Lombard desvaída,
me siguió contemplando con impasibilidad. La llamaban Señorita Kansas. ¿Estaría
enamorada de mí? Usaba zapatos rosados de taco alto y un traje lleno de
lentejuelas negras que titilaban. Sus pechos daban la impresión de poder ser
vistos nada más que por reyes, dictadores, gobernantes y filipinos.
-¿Alguien tiene un
cigarrillo? -pregunté. -A mí se me terminaron.
Uno de los hombrecitos
que estaba parado al lado de la Señorita Kansas metió la mano derecha en su
saco para hacer saltar una caja de Camel que recogió hábilmente con la otra
mano, y después le dio un invisible golpecito que hizo asomar un cigarrillo largo,
verídico, único y listo para ser agarrado.
-¡Carajo! -dije.
-¡Gracias!
Cuando empecé a bajar la
escalera di un paso en falso y tuve que agarrarme del pasamanos para reajustar
el equilibrio. ¿Estaba borracho? Me acerqué al filipino que sostenía el paquete
y le hice una pequeña reverencia.
Agarré el Camel, lo hice
saltar en el aire y me lo encajé en la boca. Mi oscuro amigo permaneció
inescrutable y después hizo un cuenco con las manos para proteger una llama y
me prendió el cigarrillo.
Inhalé y exhalé.
-¿Por qué no suben a mi
pieza y nos tomamos un par de tragos, muchachos?
-No -dijo el enano que me
había dado fuego.
-A lo mejor podemos oír a
Beethoven o a Bach en la radio. Soy un tipo educado, ¿entienden? Soy un estudiante…
-No -dijo el otro enano.
Le di una gran chupada al
cigarrillo y después miré a Carole Lombard, alias Señorita Kansas y los volví a
mirar a ellos,
-Ella les pertenece a
ustedes. Yo no la quiero. Lo único que quiero es tomar un poco de vino con
ustedes en la fabulosa pieza 5.
No hubo respuesta. Yo me
empecé a balancear un poco mientras el vino y el whisky peleaban por voltearme.
Entonces les soplé un aro de humo mientras hacía oscilar el cigarrillo colgado
de la punta de la boca.
Yo sabía lo de las
navajas. En el poco tiempo que llevando viviendo allí había visto dos escenas
con navajas. Una noche escuché sirenas y cuando me asomé por la ventana vi un cuerpo
en la vereda de la calle Temple, iluminado por la luna y los faroles. Y otra
noche también vi otro cuerpo. Noches de navajas. El primer cuerpo que vi era de
un blanco y el otro el de uno de ellos. Y pude ver la sangre que les fluía y corría
por la calle hasta quedar goteando en la boca de tormenta, absurdamente…
Parecía mentira que pudiera existir tanta sangre en un solo hombre.
-Okey, muchachos -les
dije. -Sin rencor. Voy a seguir tomando solo.
Y empecé a subir la
escalera.
-Señor Chinaski -escuché
la voz de la Señorita Kansas.
Me di vuelta y la miré, custodiada
por sus dos amiguitos.
-Vaya a su pieza y
duerma. Y si se mete en otro lío, llamo al Departamento de Policía de Los
Angeles.
Le di espalda y seguí
subiendo la escalera.
Es imposible vivir en
ningún lado, ni en esta ciudad ni en ningún sitio de esta puta existencia es
posible vivir.
Encontré mi puerta
abierta. Quedaba la tercera parte de una botella de vino barato.
Abrí el armario y no encontré
ninguna otra botella. Pero sí estaba lleno de billetes por todos lados. Había
un rollo de veinte metido en un par de zapatos viejos con agujeros en la suela,
y en el cuello de una camisa colgaba un billete de diez, y había otros diez
asomando del bolsillo de un saco, aunque la mayoría de la plata estaba en el
suelo.
Agarré un billete, me lo metí en el bolsillo y después que salí para bajar al bar cerré la puerta con dos vueltas de llave.
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