por Carlos Javier González Serrano
Necesitaría un alma más saludable para aprender a
reposar. Para ser un hombre de acción necesitaría algo entre el cuerpo y el
alma de lo que no dispongo: puedo moverme, pero me falta el deseo.
Escribía Fernando Pessoa el 21 de noviembre de 1914 en sus notas más íntimas que, al fin, aquel día había tomado “de una vez por todas y de manera definitiva” una decisión: “la decisión de ser Yo”, de asumir “el reto de intentar vivir a la altura de mí mismo”, de “despreciar la idea de la vocación”. Aquella jornada, Pessoa quería ser él, serlo para siempre, sin existir a través de las impresiones de otros: “Sólo quiero verme tal y como mi temperamento innato me exige que sea, como mi Genio, tan innato como mi temperamento, espera que sea”.
¿Pero quién fue Fernando Pessoa (1888-1935)? Hermida Editores suma a su ya nutrida colección de clásicos un documento tan arrebatador y sincero como dulcemente sensible, imprescindible para cualquier lector del inmortal escritor lisboeta interesado en su periplo vital y en el trasfondo del desarrollo de sus obras: se trata de los Diarios completos de Pessoa, en traducción de Gonzalo Torné, volumen en el que además se incluye una selección muy enjundiosa de fragmentos del Libro del desasosiego en la que las confesiones y los apuntes autobiográficos toman la voz cantante.
Poco antes de aquel crucial 21 de noviembre de 1914, un desorientado Pessoa de apenas veintiséis años (que recuerda, en muchos puntos, al más joven Leopardi) aseguraba que “ni sé quién soy ni sé cómo es mi alma”. Deseaba con todas sus fuerzas y con “sinceridad” dirigirse hacia sí mismo, hacia el núcleo de su yo más hondo e interior, pero, a la vez, se percataba de un suceso tan extraño como desconcertante: creía que nunca había dejado de (auto)traicionarse, pues siempre se había visto oprimido entre dos intenciones –en ocasiones de signo opuesto– y ambas le parecían igualmente procedentes, aunque se tratara de extremos antagónicos. De ahí que no dudara en asegurar: “Me siento múltiple”. Incluso llega a pensar que todo ello no es más que un signo inequívoco de demencia (uno de sus grandes pavores), que una vida partida, desdoblada, resulta imposible de llevar sana e incluso libremente, ya que los impulsos acaban por hacernos decantarnos, al fin, en un sentido o en otro.
Hay un miedo que me ataca con una
intensidad muy superior a lo que las palabras son capaces de expresar: el miedo
a volverme loco. Este miedo es tan vivo en mí que sin duda es una fuente de
locura.
En estos textos damos con un Pessoa particularmente natural y confiado.
A través de ellos se nos permite acceder, como privilegiados espectadores,
a las recónditas, intrincadas y a veces paradójicas profundidades de
su ánimo, tan complejo y poliédrico. En noviembre de 1907 apuntaba
que “Tengo ideas que no comprendo y que tampoco me atrevo a pensar en
profundidad por miedo a descubrirlas. La mera posibilidad de estudiarlas me
asusta, me provoca vértigo intelectual…”.
Desde muy joven se manifiesta el marcado individualismo pessoano, cuando reconoce que no tiene amigos y que, muy posiblemente, jamás los tendrá, pues alcanzar una “auténtica intimidad” con alguien resulta casi imposible cuando no se encuentran espíritus afines: “Conmigo no encaja ningún carácter, los temperamentos disponibles en este mundo son palidísimos reflejos de la manera de ser a la que yo espero encontrar para convertirla en mi amigo íntimo”. Sin embargo, y en contraste, nunca abandonó su particular anhelo patriótico de colocar a su país, a su nación y a su pueblo a la altura que él creía debía estar.
Pessoa es, precisamente, un perpetuo buscador de sí mismo. No otra cosa hace en sus obras, firmadas por tantos y tan plurales heterónimos que, pasado el tiempo, alcanzaron la misma o superior fama que el propio Fernando Pessoa. Él mismo se define en estos diarios, en una expresión que recuerda a Ortega y Gasset cuando el filósofo español se refiere a la misión del ser humano, como un náufrago. Es decir: como un individuo solitario que, además, desea estar solo y que únicamente puede confiar en sí mismo. Lo fundamental, empero, es que todos pasamos los mismos trances, si bien de maneras distintas y acorde a nuestra templanza moral y a nuestra hondura intelectual: “El hombre que sufre padece igual vestido de seda que bajo una colcha rasgada”.
Nadie debe reírse de nadie. Nadie debe burlarse de nadie. Ni siquiera admito risas interiores. La vida humana es demasiado triste y sórdida para incitar a nadie a reír.
Pero, por otro lado, topamos con el Pessoa más filantrópico, adorador de las posibilidades humanas –aunque consciente, bien es cierto, de las escasas fuerzas del hombre para llevarlas a efecto–:
Mi infinito amor hacia la humanidad
me consume hasta la raíz. También el deseo de obrar bien, de ayudar a los más
débiles, de acometer milagros.
En el siguiente fragmento ambas caras se aprecian muy claramente (30 de
octubre de 1908):
Dudo mucho que el mundo haya conocido
a una persona más cariñosa o tierna que yo, un hombre tan colmado de bondad,
tan bien predispuesto al afecto y al amor. Y estoy seguro de que no existe un
alma más aislada que la mía. Mi soledad, que quede claro, no es el fruto de una
serie de circunstancias externas, sino internas. Me aclaro: al lado de mi
ternura y de mi bondad inmensas, oculto un rasgo de carácter opuesto: un cúmulo
de tristeza y egoísmo que, por un lado, debilita e impide la propagación de mis
cualidades internas y, por otro, me hace parecer delante de los otros como un
personaje frío y
Un juego caleidoscópico de contrastes, quizá
irresoluble, por el que el propio Pessoa se siente abrumado: “¡El horror, el
horror, el horror! Cuántas dudas”. El genio de Lisboa se sorprende a cada paso
de su estado de ánimo, de sus pensamientos, sensaciones y sentimientos, como si
no fueran suyos y tuviera que dar cuenta de ellos, justificarlos y a veces
exonerarlos ante el tribunal de su propia conciencia. Pessoa es el eterno Doppelgänger, una imagen o espectro de sí mismo, un
otro de sí mismo: “Soy mi propia sombra, voy a la caza de sombras.
En alguna ocasión me he detenido en la orilla de mí mismo y dudo si soy un
majadero o un misterio profundísimo”.
Estos Diarios completos nos sitúan ante un Pessoa arrollador, pujante, indomable. En ellos asistimos a la formación de un ánimo en franca contradicción consigo mismo, consciente de ello y asediado por la necesidad de dar solución al enigma de la existencia: la dotación de sentido a sabiendas de que, por mucho que imploremos, nunca podremos (al menos en vida, y quién sabe si más allá) librarnos de nosotros, de eso que Schopenhauer llamó nuestro fastidioso o pesaroso yo (leidigen Selbst).
Pessoa clamó por ello en numerosas ocasiones, incluso a un Dios en el que a veces se sintió obligado a creer para satisfacer su honda necesidad metafísica: “Señor, líbrame de mí”. Aunque jamás, incluso apelando a la divinidad, dejó de sentirse solo e incomprendido. Su incansable actitud de buscador de la esquiva verdad sólo le condujo a un lugar –un tanto inhóspito–: la posibilidad de comprenderlo y experimentarlo todo, incluso de disfrutarlo y de sufrirlo, sólo hace que “me quede en nada, en nada [de nuevo Leopardi]. Es como si la noción de todo lo que podría tener y sentir, de todo cuanto quiero, me anulase”. Y es que acaso la única respuesta sea el silencio…:
El amor más grande nunca será aquel que se puede expresar mediante palabras limpias y dulces. El amor más grande tampoco será aquel que se expresa frotando suavemente una mano contra otra. El amor más grande es aquel que no puede expresarse, del que ni siquiera se puede hablar.
(El vuelo de la lechuza / 11-11-2017)
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