por Maira Álvarez
Kintsugi es una antigua práctica japonesa que consiste en usar oro o
plata líquida para reparar objetos de cerámica. El oro se usa para soldar los
fragmentos, lo que hace a la pieza final más valiosa, no solo por la presencia
del metal precioso sino por la singularidad del objeto resultante: cada tazón o
plato mostrará un aspecto diferente e irrepetible, único gracias a esas vetas
que lo hacen tan valioso.
La palabra “kintsugi”
se escribe con el kanji 金 継 ぎ, que respectivamente significa “oro” (金) y “arreglo” (継 ぎ). Literalmente podemos traducirlo como “fijación
con oro” o incluso “parche dorado”. Hay vestigios de que las primeras técnicas
de reparación rudimentaria se remontan a la época Jomon, 10.000 AC. Sin
embargo, la leyenda cuenta que cuando en el siglo XV el Shogun Ahikaga
Yoshimasa rompió su taza de té favorita, encargó a los artesanos que la
reparasen para que fuese utilizable y digna de su cargo. Estos artistas
mezclaron laca con polvo de oro y dieron a su taza una segunda vida con un
aspecto magnífico.
Siglos después, las
piezas reparadas con el arte del kintsugi son valiosísimas y únicas. Las tazas
de té con signos de Kintsugi, espejos de la vitalidad del destino, son las más
apreciadas. Nunca es posible romper dos objetos de la misma manera, así que el
resultado final siempre será una obra de arte única en el mundo.
La lección que nos
enseña esta milenaria técnica nipona es que la verdadera perfección, tanto
estética como interior, puede surgir de la imperfección y las heridas. Algunos
estudiosos han llamado a esta técnica "el arte de aceptar el daño",
en el que no se debe avergonzar ni ocultar las heridas, sino realzarlas.
Kintsugi sugiere
diferentes significados: la ruptura no representa el final del objeto, por el
contrario, sus fracturas se vuelven preciosas. Debemos tratar de obtener algo
de una experiencia negativa, de esta manera podemos mejorar y comenzar de nuevo
más fuerte que antes.
La conexión entre
reparar un plato y repararnos a nosotros mismos es inevitable. Ahora mismo, en
plena crisis del coronavirus, la vida nos está vapuleando y aprender
resiliencia es más importante que nunca; tenemos que tener la capacidad de
lidiar con eventos traumáticos de una manera positiva, reconstruirnos siendo
positivos y aprovechar las oportunidades que ofrece la vida y reorganizarla
frente a las dificultades que surgen.
Una persona
resiliente es una persona que, a pesar de experimentar circunstancias adversas
o situaciones desagradables, logra enfrentar efectivamente las dificultades y
darse un nuevo impulso que le permitirá alcanzar objetivos y percibir una buena
calidad de vida y bienestar, a pesar de todo.
Son los momentos
oscuros que hemos experimentado los que definen a las personas únicas que somos
hoy. Nuestras experiencias, nuestras heridas, las enseñanzas recibidas, el
aprendizaje de nuevos significados estructuran nuestra personalidad y guían
nuestro comportamiento.
Vivimos en una
sociedad de consumo en la que con la misma facilidad desechamos una taza rota
(aunque fuese nuestra favorita) como a una pareja. Nos atrae el brillo de lo
nuevo, el desafío de la caza y preferimos reemplazar a solucionar nuestros problemas.
El portorriqueño Bad Bunny, ganador hace unas semanas del premio al Mejor Compositor del Año resume nuestra filosofía actual en una de sus canciones “la vida es un ciclo y lo que no sirve, yo no lo reciclo”.
Y así tiramos trozos
a la basura, bloqueamos a las personas en nuestras redes y si nos equivocamos,
huimos y nos escondemos bajo la falsa promesa de “no volverlo a hacer”.
Lo que enseña el Kintsugi
Este arte nos enseña a valorar el pasado y nuestros errores, no a despreciarlo. Podemos ver las experiencias negativas como momentos terribles en nuestra vida, o podemos verlas como una fase de crecimiento esencial (e inevitable) que nos hace crecer y ser más conscientes. Las dificultades y errores que hemos cometido en nuestra vida son las que nos han hecho ser como somos. Kintsugi a menudo se asocia con la capacidad de recuperación, la capacidad de levantarse siempre después de una caída.
Podríamos compararnos
con una pieza de cerámica, sin embargo nuestra vida no es estática: vivimos,
amamos, odiamos y sufrimos. Cada una de estas acciones nos rompe y tenemos
lesiones físicas y emocionales. Pero al caernos, siempre nos levantamos y
seguimos viviendo. Y con el tiempo, esas heridas se convierten en cicatrices.
Muchas veces estas huellas nos acompañan toda nuestra vida, rellenando nuestra
“mochila” y dirigiendo nuestras futuras elecciones.
Depende de nosotros
saber cómo curamos nuestras heridas, y ese es el significado que podemos sacar
del Kintsugi. Si dejamos que el dolor se asiente y nos emponzoñe tendremos una
reparación rudimentaria, como la de aquellos japoneses del período Jomon; pero
si aprendemos de nuestros traumas y nos levantamos, nuestra cicatriz dorada se
convertirá en una medalla, una reparación de oro digna del Shogun.
Nada es eterno pero llorar no sirve para borrar el pasado ni nos traerá soluciones a nuestro presente. Hay que aceptar el daño y aprender a buscar soluciones para el futuro. Si para reparar cerámica usaban laca y polvo de oro, para repararnos a nosotros tenemos que centrarnos en nuestros puntos fuertes. Tenemos que fomentar nuestra autoestima, descubrir en nosotros mismos habilidades en las que destaquemos. Querernos y potenciar al máximo hábitos saludables como dormir y alimentarnos bien y reducir nuestro estrés. Aprender a ser más bondadosos con los demás, y sobre todo con nosotros mismos (somos los críticos más destructivos). Ser optimistas ante la vida. Y sobre todo, tener mucha paciencia. En el Kintsugi es más importante esperar a que las piezas suelden que la mezcla con las que la pegan. En la vida real, es el tiempo el que cicatriza las heridas.
(LA RAZÓN / 2-8-2020)
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