por Silvina Friera
La gran novela del “degenerado
satánico” irlandés cambió la literatura del siglo XX con la consolidación
del monólogo interior. El Ulises (1922), esa vía láctea con
Dublín como sistema solar, es una épica moderna que narra un día en la vida de
Leopold Bloom y Stephen Dedalus, el 16 de junio de 1904, en la capital de
Irlanda. El libro del futuro que marcó un antes y un después, publicado en
París gracias a la librera y editora Sylvia Beach, permaneció en la
clandestinidad y durante más de una década se distribuyó de contrabando. Las
aduanas de Estados Unidos e Inglaterra estaban en alerta roja para confiscar y
quemar cualquier ejemplar que entrara por correo. “He escrito el Ulises para
tener ocupados a los críticos durante 300 años”, dijo James Joyce (1882-1941).
A 80 años de su muerte, siguiendo la ironía del escritor irlandés,
se podría afirmar que los críticos del mañana todavía tienen doscientos años
más para continuar descifrando este clásico de la literatura moderna.
“Si Dublín
desapareciera de la faz de la tierra, podría reconstruirse entera a partir de
las páginas de mi novela”, se jactó Joyce sobre todo lo que puso en juego en
el Ulises. El escritor nació el 2 de febrero de 1882 en el barrio de Rathgar, un
suburbio de la clase media de Dublín. Su padre John Joyce y su madre Mary Jane
Murray tuvieron quince hijos de los cuales cinco murieron. Joyce no fue el
primogénito, pero fue el mayor de los que sobrevivieron. Estudió en una de las
mejores escuelas de Irlanda, el Wood College de Clongowes, administrada por los
jesuitas, y completó su educación el University College de Dublín. El ambiente
dublinés para este lector de Henrik Ibsen (el escritor noruego se convirtió en
su primer modelo literario, incluso estudió noruego para leerlo en el idioma
original) se parecía a un pantalón que encogió demasiado después de un par de
lavados. Entonces decidió viajar a Francia para estudiar medicina. Pero su
familia estaba en la ruina económica y a eso se le sumó la enfermedad de su
madre, por lo que tuvo que regresar a Dublín.
A principios de junio
de 1904 conoció en la calle a Nora Barnacle, una mujer dos años mayor que
trabajaba como camarera en un hotel. La primera salida de la pareja fue el 16
de junio de 1904, día que quedaría inmortalizado en el Ulises. A
los 22 años dejó Dublín junto a Nora y vivió entre Trieste, Roma, París y
Zurich, donde murió el 13 de enero de 1941. Publicó los poemas de Chamber
Music (Música de cámara) en 1907 y los cuentos Dublineses (1914),
traducido por el cubano Guillermo Cabrera Infante, que indudablemente escribió
una parte de su propia obra bajo el influjo joyceano. Ediciones Godot reeditará
en marzo esos cuentos emblemáticos con traducción de Edgardo Scott. “Joyce
veía epifanías fulgurantes que surgían del torrente de la vida cotidiana”,
escribió Anthony Burgess. Para el escritor irlandés, en definitiva, un
cuento es una cadena de epifanías y revelaciones que los lectores deben
descubrir e interpretar.
¿Por dónde empezar a
leer al autor irlandés? Recomendar de entrada el Ulises, obra de
una complejidad y extensión (700 a 800 páginas, según la edición) que puede
ahuyentar al lector desprevenido, podría ser una puerta que se cierra y que
después no será fácil volver a abrir. Jorge Luis Borges decía que no había
leído por completo la novela y dudaba de que la mayoría lo hubiera hecho. Los
quince relatos de Dublineses, en cambio, se mueven en un
horizonte de legibilidad a través de ese cruce de fronteras con el realismo, el
naturalismo y el simbolismo. El territorio narrado despliega una “familiaridad”
en tensión con lo local, lo particular y lo nacional. Joyce escribió
esos cuentos en un contexto político y social en el que había un intenso
rechazo contra todo lo británico, que trataba de encorsetar la identidad
irlandesa dentro de modelos poco representativos de la cultura y la tradición
oral. En esas historias protagonizadas por hombres y mujeres de las clases
medias y bajas irlandesas buscó condensar la parálisis cultural, mental y
social de Dublín.
Retrato del artista
adolescente (1916) es una novela en la que aparece Stephen Dedalus, alter ego de
Joyce, un joven que pelea contra las convenciones de la sociedad
irlandesa, plataforma de lanzamiento del monólogo interior que
alcanzará su cumbre máxima con el Ulises, traducida por primera
vez al castellano en 1945 por el argentino José Salas Subirat, un empleado de
comercio que escribió libros de seguros y superación personal. Esa novela fue
tan elogiada como ninguneada. Aldous Huxley decía que era la novela más
aburrida de todos los tiempos. Virginia Woolf nunca disimuló su fastidio hacia
Joyce y hasta se lamentó haber interrumpido la lectura de Marcel Proust para
dedicarse al Ulises por recomendación de T.S. Eliot. “Todos
los mortales deberían unirse para honrar a Ulises; los que así no
lo hicieren, que se contenten con ocupar un rango inferior en las órdenes
intelectuales”, sentenció Ezra Pound. Las aguas se agitaron más cuando el libro
fue censurado. Para el Dublin Review “leer el Ulises es
un pecado contra el Espíritu Santo, el único pecado sin perdón de Dios”. Carl
Jung se refirió a la novela que desde la periferia se instaló en el centro de
la polémica literaria. “El estilo de Joyce es definitivamente esquizofrénico,
con la diferencia de que el paciente común no puede impedirse a sí mismo pensar
de esa forma mientras que Joyce hace a voluntad y, además, lo desarrolló con
sus fuerzas creativas”.
Durante diecisiete años escribió Finnegans Wake, publicada en 1939, novela más experimental aún, considerada una de las obras más difíciles de comprender de la literatura en inglés, “una concatenación de retruécanos cometidos en un inglés onírico y que es difícil no calificar de frustrados e incompetentes”, afirmó Borges. “Copiaba la vida con mayor vivacidad cuando seguía el dictado de su oído”, planteó Harry Levin en James Joyce, Introducción crítica. El oído del escritor irlandés que revolucionó la literatura del siglo XX era todopoderoso.
(Página12 / 23-1-2021)
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