por Rafael Narbona
Siempre he
imaginado la poesía de Bécquer como la nota de un arpa circulando por las
ruinas de una vieja abadía. El arpa simboliza el anhelo de descifrar la
realidad mediante la belleza y la analogía, lejos de la retórica del clasicismo
y la grandilocuencia romántica. En su concepción del verso, Bécquer
está más cerca del simbolismo que del romanticismo, pero su visión de la
historia y la moral se corresponde con la de un tradicionalista, lleno de
nostalgia por el pasado y enemistado con las ideas ilustradas y los valores de
la Revolución francesa. Influido por El genio del cristianismo de François-René de Chateaubriand, Bécquer concibió su obra como una
exaltación de la fe y de los sentimientos frente al escepticismo religioso y la
fría racionalidad de los philosophes. Si el arpa aboga por la
analogía como la única llave posible para comprender los misterios del
universo, las ruinas de la abadía recuerdan que la belleza es impotente sin el
concurso de la fe. ¿Fue Bécquer un reaccionario? Desde la perspectiva
del ideal de progreso de los ilustrados, solo cabe responder afirmativamente,
pues nunca ocultó su apego por el Antiguo Régimen y su fervorosa identificación
con el catolicismo. De hecho, lanzó anatemas contra el progreso científico y la
filosofía moderna, repudiando el libre examen y la autonomía moral. En
cambio, si nos limitamos a la perspectiva estética, Bécquer es un innovador,
pues su ruptura con el neoclasicismo no se estancó en la exaltación del
Romanticismo, sino que prefiguró el simbolismo, afirmando que la creación
lírica no debe gestarse en mitad de grandes emociones, sino desde la serenidad
del recuerdo, que permite vislumbrar el sistema de correspondencias que regula
el Cosmos. Bécquer es plenamente moderno, pues su interpretación de lo real no
es ingenua. El poeta no se limita a generar belleza. Su misión es hallar las
claves que esconden las apariencias, buscando el sentido último de las cosas.
Bécquer piensa que todo es Espíritu y suscribe la famosa frase de Novalis:
“Estamos más estrechamente ligados a lo invisible que a lo visible”. La poesía
no es un simple género literario, sino “la representación del alma”, por
utilizar una expresión del autor de los Himnos a la noche. No
es posible comprender las Rimas y las Leyendas de
Bécquer sin reparar en que su obra es una síntesis de neoplatonismo,
cristianismo y romanticismo, una combinación que anticipa las claves estéticas
del simbolismo y la concepción de la poesía como autobiografía espiritual.
Un poeta innovador
Carlos Bousoño afirma que desde
Bécquer se escribe de otro modo. Su técnica literaria se basa en el paralelismo
formal y el paralelismo conceptual. No emplea esos recursos de forma evidente,
sino con la habilidad de un escenógrafo que oculta con habilidad la
tramoya. Bécquer ha pasado a la posteridad como un clásico, pero lo
cierto es que para sus contemporáneos solo fue un periodista que publicó un
puñado de poemas. Salvo sus amigos, nadie le consideró un genio lírico, ni
calibró el potencial renovador que contenía su poética, cuidadosamente
elaborada desde la reflexión y el análisis. En el prólogo que escribió
para La Soledad, un libro de poemas su amigo Augusto Ferrán,
Bécquer explicó su concepción de la poesía: “Hay una poesía magnífica y sonora;
una poesía hija de la meditación y del arte, que se engaña con todas las pompas
de la lengua, que se mueve con una cadenciosa majestad, habla a la imaginación,
completa sus cuadros y la conduce a su antojo por un sendero desconocido,
seduciéndola con su armonía y su hermosura. Hay otra natural, breve, seca, que
brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una
palabra y huye, y desnuda de artificios, desembarazada dentro de una forma
libre, despierta, con una que las toca, las mil ideas que duermen en el océano
sin fondo de la fantasía… La una es fruto divino de la unión del arte y la
fantasía. La otra es la centella inflamada que brota al choque del sentimiento
y de la pasión”. Evidentemente, Bécquer cultiva esa poesía “natural,
breve, seca”, “desnuda de artificios” y con “una forma libre” que prescinde de
la pompa sonora y la majestuosidad. Eso explica que Rubén Darío, los
Machado, Juan Ramón Jiménez y la generación del 27 (especialmente, Luis
Cernuda) reivindicaran una poesía que ha sido acusada injustamente de cursi y
banal. Bécquer no es solo el poeta de las golondrinas, las campanillas
azules y los conventos sombríos. También es el poeta que medita sobre la relación
entre la imagen y el concepto, la intuición y la razón, la emoción y la
creación. Escribe Juan Ramón Jiménez: “Las Rimas de
Bécquer, como las de otros poetas muy personales y subjetivos, no son cursis en
sí mismas. Las hacen cursis sus imitadores, sus falsos comprendedores”. Bécquer
ayudó a Juan Ramón Jiménez a reinventarse, abandonando la sensualidad
modernista. Gracias a su poesía limpia y desnuda, recobró “la seguridad instintiva
de llegar algún día a mí mismo, y a lo nuevo que yo entreveía y necesitaba, por
mi propio ser interior”. Para Bécquer, la palabra poética no es algo que se
adquiere espontáneamente, sino el fruto del recuerdo tamizado por la reflexión.
Su meta es prescindir del artificio para llegar a lo esencial. O, lo que es lo
mismo, permitir al yo hablar, libre de lastres y distorsiones. Eso no significa
que la poesía sea fruto de una teoría. La expresión lírica siempre es la
estación final de un largo camino. Bécquer es un poeta místico y, como
tal, sabe que las iluminaciones no aparecen hasta que se han cumplido todas las
etapas de la ascesis. La mística no es un atajo, sino la culminación de un
proceso.
Jorge Guillén afirma que la imaginación
creadora de Bécquer no cesa de especular sobre lo fugaz y soñado, intentando
averiguar cuáles son los límites del conocimiento. Su poesía no es emotiva,
sino metafísica. Nace de una interpretación de la realidad heredada del
neoplatonismo. Lo real solo es la máscara de lo espiritual, pero no lo
apreciamos, pues no sabemos mirar, especialmente desde que la razón se erigió
en criterio supremo de intelección. Lo cierto es –como apunta Novalis- que “el
mundo espiritual está ya abierto para nosotros, ya es visible. Si cobrásemos de
repente la elasticidad necesaria veríamos que estamos en medio de ese mundo”.
La poesía de Bécquer gira alrededor de los sueños y lo evanescente. Su
tradicionalismo es una forma de distanciarse de la realidad inmediata, siempre
imperfecta, para refugiarse en el mito de una Edad Media cristiana, refinada y
luminosa. Bécquer observa con horror las convulsiones revolucionarias de la
época que le tocó vivir, donde una burguesía ascendente intentaba desplazar a
Dios por un nuevo ídolo: el progreso. Frente a ese fenómeno, el poeta sevillano
aboga por el regreso a la tradición y el ideal. Al igual que Novalis,
identifica a Europa con la Cristiandad y, como los trovadores de la Baja Edad
Media, exalta a la mujer. Dios es luz y lo femenino belleza. Bécquer nunca se
desviará de ese credo poético y filosófico.
Una vida desdichada
¿Cómo era Gustavo Adolfo Bécquer? Según el novelista y dramaturgo Julio
Nombela, uno de sus mejores amigos, tenía un carácter melancólico y
estoico: “Siempre fue serio. No rechazaba la broma, pero la esquivaba.
Nunca le vi reír; sonreír, siempre, hasta cuando sufría. Tampoco le vi llorar;
lloraba hacia dentro. Era paciente, sufrido, resignado, amante, bondadoso.
Sabía compadecer, perdonar, admirar lo bueno y ocultar asimismo lo mísero y
malo”. Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida nació en Sevilla el 17 de
febrero de 1836. Su padre fue el pintor José Domínguez Insausti, que utilizaba
un viejo apellido familiar para firmar sus cuadros como José Domínguez Bécquer.
Gustavo Adolfo y su hermano Valeriano, que se dedicará a la pintura, también se
apropiaron del apellido de origen flamenco. Los Becker o Bécquer eran una noble
familia de comerciantes que se instaló en Sevilla en el siglo XVI y que
prosperó hasta el extremo de poseer capilla y sepultura en la catedral. José
Domínguez Bécquer se especializó en pintar escenas costumbristas de la vida
andaluza. Su carrera fue corta, pues murió cuando Gustavo Adolfo solo tenía
cuatro años. A los diez años, el futuro poeta ingresa en el Real Colegio de
Humanidades de San Telmo, donde conoce a Narciso Campillo, que le enseña a
nadar en el Guadalquivir y a manejar la espada. No tardan en compartir
aficiones literarias, componiendo un drama disparatado, una novela satírica y
miles de versos que acaban quemando, conscientes de su mediocridad. En el Real
Colegio de San Telmo, Gustavo Adolfo fue alumno de Francisco Rodríguez Zapata,
discípulo de Alberto Lista, que le puso en contacto con la poesía lírica del
Siglo de Oro, Horacio y los poetas románticos. En 1847, los hermanos Bécquer
pierden a su madre, Joaquina Bastida Vargas y una tía materna los adopta. Algo
después, Gustavo Adolfo se marcha a vivir con su madrina, Manuela Monnheay
Moreno, una mujer joven de origen francés con un próspero comercio y una
selecta biblioteca. Allí lee a Chateubriand, madame de Staël, George Sand,
Balzac, Musset, Victor Hugo, Lamartine y Espronceda. Sin una vocación definida,
Bécquer estudia dibujo y pintura en el estudio de su tío paterno, que le auguró
que jamás sería un buen pintor y no pasaría de mediocre literato. Apasionado
por la ópera italiana, Bécquer aprende de memoria arias de Donizetti y Bellini.
Publica algunos artículos en periódicos locales y en 1852 aparece su primera
poesía amorosa en el periódico local La Aurora. En 1854 se
establece en Madrid, llevando una vida bohemia. Escribe con pseudónimo comedias
y libretos de zarzuela, y traduce del francés. Ocasionalmente, dibuja. Lee a
Byron, que le deslumbra, y a Heine, al que lee en las traducciones de su amigo
Eulogio Florentino Sanz. Concibe la idea de escribir una Historia de
los templos de España y viaja a Toledo, que se convertirá para él en
una especie de Atenas cristiana, un lugar al que peregrinar una y otra vez. En
1857 se manifiestan los primeros síntomas de la tuberculosis que acabará con su
vida. Consigue un modesto empleo en la Dirección de Bienes Nacionales, pero es
despedido cuando su jefe lo descubre escribiendo poemas. Vive en un pequeño
cuarto situado en la planta baja de una mísera pensión. Apenas tiene dinero
para comer y su estado de ánimo bordea la depresión. Su hermano Valeriano y su
patrona le prestan ayuda emocional y material. Empieza a escribir el primer
volumen de su proyectada Historia de los templos de España. Su idea
es estudiar el arte español, fundiendo religión, arquitectura e historia: “La
tradición religiosa es el eje de diamante sobre el que gira nuestro pasado.
Estudiar el templo, manifestación visible de la primera, para hacer en un solo
libro la síntesis del segundo: he aquí nuestro propósito”. Solo llegará a
escribir el primer tomo de su proyecto, que se publicará con ilustraciones de
Valeriano. En 1858 conoce a Julia Espín, cantante de ópera. Se enamora de ella
y escribe para ella las primeras Rimas, pero no es correspondido.
En esas fechas, descubre a Chopin, al que admirará con fervor el resto de su
breve vida. Entre 1859 y 1860, ama a una misteriosa dama de Valladolid a la que
se identificó durante mucho tiempo con Elisa Guillén, pero hoy se duda de su
existencia. Escribe en el diario conservador La Época y en
1860 publica sus Cartas literarias a una mujer, explicando la
poética que inspira sus Rimas. Se casa con Casta Esteban y Navarro,
con la que tiene tres hijos. Es un matrimonio desdichado, pues ella le engaña
con otro. Nunca llegará a saber si su tercer hijo es fruto de esa relación
adúltera. Entre 1860 y 1865, escribe en El Contemporáneo, cobrando
un pequeño sueldo por sus crónicas de sociedad y sus artículos sobre política y
literatura. Un agravamiento de su tuberculosis le obliga a pasar una temporada
con su hermano Valeriano en el Monasterio cisterciense de Veruela, levantado en
las faldas del Moncayo, Zaragoza. Allí escribe sus Cartas desde mi
celda y algunas de sus Leyendas, que ambientará en ese
escenario con un gran encanto para la sensibilidad romántica. Tras mejorar, se
marcha a Sevilla, donde su hermano pinta su famoso retrato, que hoy puede
contemplarse en el Museo de Bellas Artes y que revela una notable influencia de
Velázquez, pues concentra toda la expresividad en el rostro, fuertemente
iluminado, y deja el fondo en penumbra, logrando una aguda penetración
psicológica. El político conservador Luis González Bravo, amigo y mecenas de
los Bécquer, le consigue un puesto de censor con un sueldo de veinticuatro mil
reales, lo cual le permite volver a Madrid. El año 1868 es
particularmente dramático. Descubre la infidelidad de su mujer y desaparece el
manuscrito de las Rimas, que había confiado a González Bravo y
que probablemente ardió con la casa del político, incendiada por una turba
enloquecida. Pasa una temporada en Toledo como director de La
Ilustración de Madrid. El 23 de septiembre de 1870 muere su hermano
Valeriano, lo cual le sume en un profundo abatimiento. Un catarro invernal
agrava su tuberculosis y fallece el 22 de diciembre, tres meses después que su
querido hermano. Durante su agonía, pide a su amigo el poeta Augusto Ferrán que
queme su correspondencia e intente publicar sus versos: “Tengo el
presentimiento de que muerto seré más y mejor conocido que vivo”. Sus
últimas palabras fueron: “Todo mortal”. Sus amigos organizan una suscripción
pública para recaudar dinero y poder publicar su obra. El pintor Casado del
Alisal juega un papel fundamental en esta iniciativa, sin la cual no habría
visto la luz el trabajo literario del poeta. En 1871 aparece en dos volúmenes
la primera edición de las Obras Completas de Bécquer.
Todos los testimonios sobre la personalidad de Bécquer reiteran su
propensión a la seriedad y la melancolía. El escritor Eusebio Blasco señalaba
que el cuarto bajo en el que vivía al poco de llegar a Madrid “parecía una
cárcel… Su conversación como su persona, era triste. Todo lo veía bajo un
prisma distinto de los demás mortales. En cuanto tenía un puñado de duros, se
iba a Toledo o al monasterio de Veruela… no vivía a gusto sino en lugares
aislados y melancólicos: había algo de trapense en aquel hombre”. Bécquer
se declaraba “conservador, sin duda porque el lujo, la fastuosidad de que hacen
alarde estos partidos, se acomodaba mejor con su temperamento de
artista”. Julia Bécquer, hija de Valeriano, cuenta en sus Memorias que
los hijos de su tío Gustavo Adolfo fueron tan desdichados como su padre:
“El pequeño, Jorge, enfermizo, va a la guerra de Cuba; allí acaba de enfermar y
muere desamparado. El mayor, que se llamó Gustavo como él, poseía cualidades
excepcionales para el dibujo y la pintura, y aguardando ser pensionado para
Roma muere en la miseria”. Tanto sufrimiento parece el terrible pago de buscar
la “perfección imposible” (Vicente Aleixandre) en el arte. Lo cierto es que
–como apunta Pérez Galdós- gracias a Bécquer “la espontaneidad vuelve a ser la
fuente principal y más pura de la poesía, y el arte subjetivo sustituye al arte
conceptuoso y retórico, sin que tal novedad pueda considerarse entre nosotros
como imitadores de los alemanes”. Galdós nos dejó unas palabras sobre Bécquer
que condensan su peripecia vital y su aciago destino, pues la gloria llegó de
forma póstuma: “Muerto en edad prematura, lo mismo que su hermano el célebre
dibujante, ha tenido el triste privilegio, propio de los hombres notables de
nuestra edad, de recibir en el sepulcro las alabanzas y la recompensa que en
vano pidió cuando paseaba por las calles de Madrid, sin que nadie cayera en la
cuenta de que el talento es una aristocracia. No le faltaría al pobre escritor
el presentimiento de esa ovación póstuma, y demasiado conocería, que una vez se
quitara de en medio, los de aquí le perdonarían su superioridad”.
Una obra inefable
La fama de Bécquer se fundamenta en las Rimas, que
aparecieron póstumamente e inicialmente se titularon Libro de los
gorriones. Dado que Bécquer reconstruyó la obra de memoria después de que
se extraviara el manuscrito original durante la revolución de 1868, nunca
conoceremos la cronología exacta de los poemas. Solo sabemos que el primero se
publicó en 1859 y que en vida del poeta únicamente vieron la luz otros catorce.
Aun se discute si la ordenación que ha llegado hasta nosotros fue establecida
por Bécquer o por los amigos que se encargaron de la edición póstuma. Los
temas principales de las Rimas son la búsqueda de la
perfección artística, el enamoramiento, la pérdida, el desengaño, el fracaso,
la soledad, la angustia, la muerte. Es un universo con semejanzas con
el Canzionere de Petrarca y con la desolación del orbe lírico
de Leopardi, siempre en busca –infructuosa- del amor y la belleza. Dámaso
Alonso señala que Bécquer incorporó a la poesía española “lo sugerido y
callado, la velada armonía, el tono menor”. Esos hallazgos constituyen “una
profecía luminosa” del rumbo que adoptarán sus herederos literarios. Las Rimas deben
leerse como la historia de un idilio que trasciende lo meramente anecdótico
para expresar una meta existencial: “…por escuchar los latidos / de tu corazón
inquieto / y reclinar tu dormida / cabeza sobre mi pecho, / ¡diera, alma mía, /
cuanto poseo / la luz, el aire / y el pensamiento!”. Bécquer no trabajaba al
calor de las emociones, sino distanciándose de ellas: “…por lo que a mí toca,
puedo asegurarte que cuando siento no escribo. Guardo, eso sí, en mi cerebro
escritas, como en un libro misterioso, las impresiones que han dejado en él su
huella al pasar; estas ligeras hijas de la sensación duermen allí agrupadas en
el fondo de mi memoria hasta el instante en que, puro, tranquilo, sereno y
revestido, por decirlo así de un poder sobrenatural, mi espíritu las evoca, y
tienden sus alas transparentes, que bullen con un zumbido extraño, y cruzan,
otra vez a mis ojos como una visión luminosa y magnífica”.
Las Rimas son un poema de amor total, donde el yo se
expresa desde una subjetividad exacerbada, narrando sus peripecias
existenciales. Solo en tres ocasiones utiliza Bécquer la tercera persona. El verso
siempre nace de un yo que se dirige a un tú ausente. No se trata de un diálogo,
sino de la exaltación de un absoluto inalcanzable que se encarna fugazmente en
lo concreto, en lo femenino, y se aleja de inmediato. El poeta no habla
a una mujer, sino a un ideal: “¿Qué es poesía?, dices mientras clavas / en
mi pupila tu pupila azul; / ¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas? / Poesía…
eres tú”. Bécquer cultiva la insinuación, la sugerencia, lo incompleto,
pues siente que no encuentra las palabras adecuadas para expresar sus
sentimientos y ensoñaciones. Ella, el tú, la amada, son los nombres de un
ideal de carácter espiritual. “¿Y qué es la poesía –se pregunta Novalis- sino
la representación del alma?”. Bécquer piensa que Gérad de Nerval no se
equivocaba al afirmar que el sueño es “una segunda vida”. Dormir significa
acceder a un mundo invisible que no podemos conocer ni comprender por medio de
la razón. Bécquer cree que el mundo sensible, con sus imágenes, sonidos, luces
y olores, solo es el velo o el reflejo del mundo espiritual, verdadero origen
de la vida y destino último de la humanidad. El mundo del sentimiento, donde se
gesta la poesía, es el puente entre esas dos realidades. El poeta nos
guía hacia lo espiritual por dos caminos: uno sobrenatural, que desemboca en
Dios; y otro terrestre, que nos lleva a la mujer. Para Bécquer, la
poesía es amor y el amor es religión. Al igual que el Cántico
espiritual de san Juan de la Cruz, las Rimas buscan
el amor más puro y hermoso, el amor que es sinónimo de infinito. La luz es el
hilo que nos orienta en la oscuridad del mundo sensible, acercándonos a las
cimas intemporales del espíritu. Algo importante diferencia a san Juan de la Cruz
de Bécquer. El carmelita descalzo cultiva la abstracción, desdeñando lo
concreto. Santa Teresa de Jesús le recrimina que no se le entiende, que
espiritualiza demasiado. En cambio, Bécquer se aferra a lo concreto, a la
mujer, que es carne, luz, calor, frenesí. “Yo soy ardiente, yo soy morena, / yo
soy el símbolo de la pasión, / de ansias de goces mi alma está llena. / ¿A mí
me buscas? / -No es a ti: no”. Lo espiritual se manifiesta como luz, pero
también como belleza femenina. La mujer es una escala hacia ese
infinito que no podemos captar de forma abstracta, desencarnada.
En sus Cartas literarias a una mujer, Bécquer explica que
“la poesía es el sentimiento” y “el amor es la causa del sentimiento”. El
amor no es solo un afecto, un querer, sino “la suprema ley del universo”.
“Las mujeres son la poesía del mundo” porque nos permiten sentir, experimentar
esa ley cósmica. En último término, la poesía es religión, pues nos pone en
contacto con lo sublime, con esa verdad que se transparenta en la luz, forma impalpable
de lo divino. Las Rimas pueden leerse como
encantadores poemas de amor, pero eso significa quedarse en la superficie.
Han alcanzado una extraordinaria popularidad y eso tal vez ha ocultado su
significado último, rebajando a Bécquer a poeta que habla de sus amores y
desengaños, pero lo cierto es que contienen una metafísica de raigambre
neoplatónica y cristiana. Las Rimas reflejan el esfuerzo
de plasmar en formas la coincidencia del bien y la belleza como expresión
superior de una verdad trascendente. En las Cartas literarias a una
mujer, Bécquer nos explica que sus Leyendas obedecen al
mismo propósito. El pasado y los sueños pertenecen a ese mundo espiritual que
solo conocemos por medio de analogías y metáforas. Ni el pasado ni los sueños
gozan del respaldo sensitivo de lo inmediato, pero condicionan nuestra
existencia de forma decisiva. Si prescindimos del pasado, que es tradición, y
de los sueños, que son espíritu, nos exponemos a quedarnos sin una brújula
moral que guíe nuestros actos y sin esa esperanza, sin la cual la vida solo
puede ser desesperación. Bécquer concibió sus Leyendas como
apólogos que expresaban su ideología tradicionalista. María Rosa Lida
señala “el tono fuertemente ortodoxo y edificante” de narraciones como Creed
en Dios, donde todos sus personajes muestran falta de fe, vanidad,
sensualidad, orgullo, codicia, egoísmo. El narrador no simpatiza con ellos y
deja muy clara cuál es su alternativa: convertirse y arrepentirse o sufrir la
ira de Dios. Frente a esos personajes indignos, la voz narrativa elogia la
búsqueda de la trascendencia en el amor (Los ojos verdes) y el anhelo de
perfección en el arte (El Miserere). Los héroes de Bécquer son poetas
que inmolan sus vidas en la búsqueda del ideal. A veces, son seducidos por
espejismos y escogen el camino equivocado, desembocando en la locura o la
muerte, pero no condenan sus almas, pues han obrado movidos por el bien. En
las Leyendas, los personajes principales suelen ser arquetipos y
carecen de complejidad. En cambio, los secundarios –criados, guías, montoneros-
son dibujados con mucho más detalle, revelando el talento de Bécquer para la
caracterización psicológica. En el terreno de la prosa, el poeta no experimenta
tanta impotencia como en el de la lírica, donde confiesa que sabe “un himno
gigante y extraño”, pero “el rebelde, mezquino idioma” se resiste a expresarlo
con fidelidad y exactitud.
En sus cartas Desde mi celda, Bécquer subraya su apego a la
tradición: “En el fondo de mi alma consagro como una especie de culto, una veneración
profunda, por todo lo que pertenece al pasado”. Ese aprecio convive con
la desolación que le produce contemplar cómo se transforman las ciudades
españolas por culpa del progreso: “¿Dónde están las cancelas y las celosías
morunas? ¿Dónde los pasillos embovedados, los aleros salientes de maderas
labradas, los balcones con su guardapolvo triangular, las ojivas con estrellas
de vidrio, los muros de los jardines por donde rebosa la verdura, las
encrucijadas medrosas, los carasoles de las tafurerías y los espaciosos atrios
de los templos?”. En su inacabada Historia de los templos de España,
Bécquer explica que su fascinación por las iglesias, las sinagogas, las
columnas y la piedra verdosa nace de la búsqueda de la tradición escondida en
las formas: “Nosotros pensamos que la tradición es al edificio lo que el
perfume a la flor, lo que el espíritu al cuerpo; una parte inmaterial que se
desprende de él y que dando nombre y carácter a sus muros les presta encanto y
poesía”. Los poetas, que “guardan como un tesoro la memoria viva de lo que han
sentido”, sienten predilección por las ruinas. No es algo meramente estético,
sino un gesto coherente con su vocación de revivir lo que fue devorado por el
tiempo, garantizando su permanencia. En su artículo El castillo real de
Olite, Bécquer escribe: “Para el soñador, para el poeta, suponen poco los
estragos del tiempo; lo que está caído lo levanta; lo que no se ve, lo adivina;
lo que ha muerto, lo saca del sepulcro y le manda que ande, como Cristo a
Lázaro”. En un mundo en proceso de cambio, donde las revoluciones
burguesas cuestionan la herencia del pasado, Bécquer reivindica “la idea
cristiana, cuya expresión más genuina era la catedral, con sus líneas extrañas,
sus sombras y sus misterios”. A los poetas les corresponde ser los
guardianes de esa herencia, restituyendo el esplendor de esa Europa cristiana
donde los hombres se sentían hijos de Dios y no hojas moribundas flotando en el
río de la historia: “Solo un poder existe capaz de devolveros por un instante
vuestro perdido esplendor y hermosura: el poder de la exaltada mente del poeta.
Sí; yo puedo reanimaros”.
Melancólico, nostálgico, soñador, Bécquer nos enseñó que la verdadera aristocracia es un privilegio del espíritu. Su obra abrió nuevos cauces a la poesía, sin dejar de exaltar el pasado. Tradición y modernidad convergieron en un latido que aún se escucha en nuestra poesía, como la nota de un arpa que se hubiera quedado suspendida entre las ruinas de una vieja abadía.
(EL CULTURAL / 22-12-2020)
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