Los tres viejos (8)
Para la contemplación
admirativa, desplegáronse las bandas azules y blancas, hechas trizas. En todos
los corazones la indignación hizo presa.
La vieja continuó:
-Cuando medio nos
serenamos, porque yo no me le iba a quedar callada, explicó el Comisario, y
puede que hay algo de cierto, que el finado andaba con mucha, pero con mucha
plata en el cinto después del remate de la quesería, y despertó codicia y le
armaron juego en “La Flor del Día” para robarlo, la mañana que él se extravió
por completo y empezó a hacer disparates. Que eso sí está probado. Según él
calculaba, el finado tenía el mal declarado hacía tres meses, por lo menos.
Desde que se mandó al pueblo a hacerse el poncho.
Los dos viejos matreros
miráronse entre meneos de cabeza. Pero nada dijeron. Eran todo oídos, el
pescuezo hacia adelante, tanto por prestarlos más como para mejor apreciar la
prenda que a dos manos insistía en presentarles su interlocutora.
-Me contó que el finado
empezó hace unos meses con la cosa de que, como oriental que él era, quería
andar con poncho del color de su bandera. Y que igual tenían que hacer los
argentinos, los paraguayos, los chilenos, también, y los brasileros. Y que el
que fuera más lindo, ganaba… ¡Francamente, yo no le hallo que sea estar mal de
la cabeza!
El Chimango estiró más el
cogote. Pero el viejo Carancho, que inclinado sobre el mate lo sorbía sin dejar
de mirar los restos del poncho ya doblado con engorro por la anciana, levantó
vivamente la cabeza.
-¡Valiente! -exclamó-.
¡Es una idea como cualquier otra! ¡Eso sería bonito! ¡Y nuestra bandera
triunfa! La única, la uniquita que medio le podría hacer fuerza… es la
argentina…
Una voz, la del Chimango,
tranquilizó:
-¡Pero qué le va a hacer
sin sol!
-¡Y con sólo tres listas!
-desdeñó la vieja.
Con profundo menosprecio,
el Carancho alzó los hombros. Y estos no volvieron a bajar porque, rudamente,
él subioles todo el cuerpo, en seguida, al ponerse de pie, trabuco en mano.
Había oído aproximarse gran chasquido de espuelas y, con el de las suyas
abandonando la cocina le salió al encuentro.
-¡Viene uno, compadre!
¡Viene como con rumbo al Paso! -anunció el Lechuzón.
La tanza del centinela
descendió en horizontal, señaladora. Un trabuco recién llegado se elevó, a su vez,
buscando en la misma dirección, y otro trabuco, aparecido de la cocina tras el
del jefe, se puso también en línea y recorrió el horizonte para ubicar la causa
alarmante.
Sobre la expectación de
sucesiones de colinas (verdes todas menos la coronada de pedregales asimismo en
derrame por su falda) casi identificándose con el granel de talas y coronillas;
a la izquierda y no lejos de un ombú situado como puntal entre el cielo y la
tierra, aquello era un punto, nada más. ¡Pero un punto que se movía, avanzante!
-¡Allá viene la novedá!
Bajó su trabuco al decir
esto, el Carancho. Fruncido el entrecejo, fue abatiendo el suyo el Chimango. A
las azules alturas la pica del Lechuzón orientó su medialuna. Y luego de un
instante en que parecieron vueltos piedra, los tres viejos dieron con lanzas,
trabucos y sombreros en tierra, para poder quitarse los ponchos, como presas de
la fiebre. Después, a una orden Carancho, recogieron las armas, se dispersaron
en remolino. Uno atropelló al palenque, otro se guareció bajo el ombú, el
tercero buscó la pared más próxima. Era para apoyarse en algo y quitarse, de
pasada, las espuelas…
¡Parece mentira!, tan,
tan útiles ellas estando a caballo y cómo son de funestas, sin embargo, cuando
ante un cuchillo o frente al sable que se viene buscando carne, trábanse en el
pasto o se enredan en el chiripá, o si, reculando de apuro, híncase en tierra
algún pico de su estrella…
-¡Haga el favor, guárdenos las prendas, doña!
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