por
MARTÍN SALABERRY
Esta entrevista fue realizada para integrar -como una forma de reflexión confesional y teórica del proceso creativo del autor- la cuarta edición aumentada de la poesía completa de Hugo Giovanetti Viola, que desde 1989 recoge sus textos bajo el título unitario de Puro verso. La producción corresponde a elMontevideano Laboratorio de Artes, que realizará un lanzamiento internacional teledirigido como lo hizo a partir de 2020 con tres títulos narrativos emblemáticos de Giovanetti Viola: “Viaje al fin del miedo / Creer o reventar” / “Voyage au bout de la peur / Croire ou crever”) en edición bilingüe, “Yo el Protector / Memorial personal de Pepe Artigas” (en un doble formato textual y de audiolibro) y “Morir con Aparicio”, el clásico fundacional de la nueva novela histórica uruguaya.
¿En
qué momento pensás que se produjo tu “nacimiento poético”?
Yo
no tengo la menor duda de que lo que podría llamarse mi “nacimiento poético” se
produjo en el pequeño y sombrío altillo del Paso Molino donde pintaba mi padre,
que había ingresado al Taller Torres García en 1950. Él escribía y jugaba al
ajedrez (a nivel de élite) desde la adolescencia, poseía una exquisita
capacidad de valoración y se fue formando solo. Yo nací en el 48, y cuando
tenía tres o cuatro años subía al altillo todas las santas noches (cuando él
volvía de laburar en un registro de casimires donde su tío político y después
su primo segundo lo explotaron infamemente durante toda la vida) y me sentaba a
verlo trabajar (ya fuese en la pintura al óleo, la cerámica o la taracea) con
música clásica o tanguera de fondo. Era un ambiente muy mágico, y algunos fines
de semana lo visitaban Collell, Gurvich o Guillermo Fernández. Nada menos. Y
entre los tres y los cinco años también empecé a pintar bajo su pacientísima
guía unos sorprendentes cuadros al óleo (habilidad / facilidad de “impregnación
amniótica” que perdí enseguida, al entrar a la escuela) y a escuchar los poemas
de Julio Herrera y Reissig, Federico García Lorca y Nicolás Guillén que a mi
Gran Padre se le ocurrió leerme con sistematicidad. En aquel tiempo no existían
los Jardines de Infantes y yo todavía no sabía leer ni escribir, pero podía
recitar de memoria largos fragmentos del Romance de la Guardia Civil
Española, Oblación abracadabra o el Velorio de Papá Montero, por
ejemplo. Allí surgió la cosa. Mi primer poema lo escribí recién a
los diez años, pero la infalibilidad del tempo giusto de aquellos tres
tigres no se me borró jamás. Y guardo como una especie de diploma académico
algo que sentenció Cortázar en París en 1974 (cuando me animé a tocarle el
timbre de pesado y logré que me leyera un fajo de ochenta poemas, porque me
sentía al borde del colapso psíquico): “Usted no falla nunca en la construcción
rítmica, Giovanetti. Yo no tengo ese don”.
Pero
tengo entendido que cuando te “escapaste” a París hacía muchos años que habías abandonado
la poesía.
Sí,
la abandoné entre los dieciséis y los veinticinco años. Fue en el liceo que
empecé a escribir mucho porque me había enamorado enloquecidamente de la
muchacha más linda del turno intermedio (siendo un pobre petiso con la boca
enrejada por las terribles ortodoncias de aquel momento) y como era imposible
conquistarla sancochaba unos menjunjes becquerianos horribles y otros
nerudianos apenas pasables, hasta que un día Guillermo Fernández me prestó la
obra completa de Vallejo y entonces me la devoré en dos o tres meses y empecé a
sentirme una especie de Caballero de la Fe kierkegaardiano y artiguista y
torresgarciano y obduliovarealiano para quien no había imposibles. Aquella fue
la primera de las cuatro sincronías cósmicas con las que el universo me
encaminó hacia la búsqueda de mi tesoro difícil de encontrar (Jung
dixit). Los otros tres puntos de inflexión surgieron a partir del conocimiento
de los Beatles (en el 64), El pozo de Onetti (en el 65, cuando se
reditó) y la primera traducción al español de París era una fiesta de
Papá Hem (en el 67). Y en un viaje de una semana que hicimos a Porto Alegre en
enero del 63 con el grupo de cuarto año de liceo fui capaz de vomitar a vuela
pluma treinta páginas llenas de párrafos como este: Yo tengo fe, silencio
mío y aprendiz / tú a veces tienes Dios y a veces tienes tiempo. / Nuestra
coloración inverosímil, / comprende la llama cienfueguina / que a veces hay, o
hubo. / Nuestra coloración / conoce las cruces blancas de las iglesias, / las
partes buenas de lo bueno, / las partes despertantes de lo oscuro. / Nuestra
coloración, sirve. Vale decir: a fuerza de un cotidiano laburo fanatizado
pude llegar a elaborar covers aceptables del Cholo, así como un año
después berrearía las primeras canciones beatleras con la banda del barrio (los
pioneros y amadísimos Hammers) o novelaría mis propias confesiones de
watercló a lo Eladio Linacero (lo que me permitió llegar a ser amigo del
mismísimo Onetti), además de empezar a soñar con el voyage au bout de la
peur: un París que para mí fue un infierno en lugar de una fiesta.
¿Y
al final conquistaste a la muchacha del liceo? ¿Le leías tus poemas?
Sí,
pero fue un triunfo peor que el de Pirro. Porque ella empezó a pedirme que le
mostrara los poemas y al final me dio el sí en Porto Alegre y a los tres días
me abandonó en Montevideo. Y aunque quedé con la mandíbula más partida que
Muhammad Alí, con el tiempo entendí que mi empuje adorador había podido rajar a
cabezazo limpio el cielorraso lógico igual que el Charlie Parker que
remodeló Cortázar en El perseguidor (cuando todavía le importaba más
pisar el cielo sobrehumano de Dylan Thomas que el casillero más alto de la
rayuela utopista). Vale decir: gracias a la poesía empezó a crecer mi
costilla celeste destinada a sustituir a la celosa y paralizante hegemonía
materna que reinaba en mi ánima.
¿Y
qué fue lo que te aportaron los Beatles a nivel poético?
La
entrada definitiva en la valoración paradigmática de la canción, que
para mí es la forma literaria suprema que existe en el mundo. Y aunque
los muchachos de Liverpool no se destacaban especialmente por sus textos, su
polisemia plurilingüística sigue siendo capaz de peinarle la desesperación a la
humanidad entera. Cada día con más eficacia. Hace 54 años que me gano la vida
dando clases de guitarra (gracias a la insondable generosidad y maestría de
Olga Pierri, que fue, sin lugar a dudas, la Torres García de la guitarra
uruguaya y generó discípulos como su “sobrijo” Álvaro Pierri e Ignacio
Giovanetti, mi hijo, que pertenecen a la élite más exquisita de la música
americana contraconquistadora que nos representa en Viena) y puedo
asegurar que los Fab Four son los principales elegidos por los alumnos
de todas las edades.
Pero
me da la impresión de que el factor principal que te hizo abandonar la poesía
durante tantos años debe haber sido la novelita que considerás una especie de
cover de El pozo y la subsiguiente y muy precoz “carrera narrativa”
que empezaste a los veinte años.
Xatamente.
Aunque lo insólito es que escribía prosa (los dos primeros insufribles libros
que publiqué entre el 70 y el 72, El ángel y La rabia triste, además
de un cuento bastante más potable, La infanta y el borracho, que ganó un premio en un concurso de Marcha
e integró una antología del semanario del “glamour intelectual seudo-revolucionario
pequeñoburgués” hegemonizado por la desparejísima y más bien nefasta generación
del 45) organizando un flujo rítmico donde se entrelazaban muy
disimuladamente los alejandrinos desdoblados en hemistiquios
heptasilábicos, los endecasílabos, los octosílabos, etc. Y me daba un trabajo
infernal, pero aquello era una especie de imperativo maniático ingobernable. Y
lo curioso es que ni siquiera Onetti o Saúl Ibargoyen (el maestro y hermano que
me guió hasta las puertas salvíficas de Notre Dame con la sabiduría de un Virgilio
y dos años después me salvó de la cárcel por tener los güevos necesarios para
no “cantarles” mi nombre a los milicos mientras lo torturaban) o Jorge Medina
Vidal o Hugo García Robles llegaron a captar aquella especie de farsesca
operación “gato por liebre” que le proponía al lector. Pero el día que conocí a
Félix Grande en Madrid, el poeta flamenquero me preguntó por qué escribía
prosa en verso. Así nomás. Me cagó. Y enseguida agregó (cosa por la que
siempre le estaré agradecido): “Eso puede estar ocultando una gran necesidad de
escribir poesía”. Y pocos meses después, ya en París, tuve que darle toda la
razón del mundo. Dios no quiere cosas chanchas, chaval.
¿Cómo
fue el proceso de llegada a la resurrección de la poesía en París?
Bueno,
más que resurrección yo le llamaría un segundo nacimiento. Porque los tres o
cuatro primeros meses me dediqué a jugar a ser el joven Hemingway tachoneando
una policial muy chirle y muy amorfa en los cafés (ahora ya no utilizaba las
muletas del tempo giusto lírico y eso me complicaba exasperantemente la
articulación de la frase) hasta que un día me di cuenta de que aquel cover
chandleriano no daba para más y sepulté en el bolso las sesenta o setenta
páginas truncas que nunca me he animado a tirar a un container, no entiendo
bien por qué. (A lo mejor se transforman, junto con muchos otros papeles
inéditos de esos que persiguen los investigadores que analizan mis obras en las
cátedras de literatura hispanoamericana, cosa que empezó a hacer en La Sorbonne
el legendario factótum carolino Olver Gilberto De León ya en los años 90, en
una herencia capaz de sacar de algún apuro a mis nietos o mis bisnietos. Y no
lo digo en joda, porque desde 2016 hay alguien que pide más de mil pesos en el
mercado libre por el manuscrito de una canción que debo haber perdido actuando
en algún boliche. Lo triste es que es gracioso.) Pero lo cierto es que al
sepultar aquel socotroco que se iba a llamar Nadie respirará en tu oscuridad
quedé caído de espaldas levantando las patas hacia las estrellas como un
escarabajo pelotero sin un mísero pedacito de estiércol para alquimizar. Y
entonces fue que apareció a salvarme una muchacha habitada por la Virgen María.
Bénédicte.
Sí,
la actualmente notoria escritora y docente Bénédicte Froissart, que vive hace
décadas en Montreal. Ella tenía quince años y te encaraba fingiendo una
conducta de muchacha fácil, pero el universo sabe muy bien lo que hace. Porque
aquella infanta de sonrisa cinquecentista y resplandor divino resultó
ser una mezcla de Beatrice Portinari y Dulcinea del Toboso para mi miseria
de amor, y lo que se produjo fue un mítico touch mutuo que dura
hasta el día de hoy (nos reconectamos a través de Facebook en 2011, cuando yo
me vine a vivir solo al Cuartel de Lepanto y seguimos mandándonos emoticones
con corazoncitos y hasta planeando jolivudescos viajes de reencuentro.) Nunca
fuimos pareja ni nos besamos comme il faut (aunque estuvimos al borde)
pero nuestra liason platónica tampoco puede ser considerada una amistad.
Es amor. Y amor del bueno, como dice el clásico mexicano que
versionó Serrat. Porque ella ama mis libros.
De
lo que se desprendería que fue por tu Señora que volviste a escribir poesía.
Es
que yo volví a nacer cuando Ella me hizo enamorar irreversiblemente
de la vida. Y ahí empecé a escribir de veras: sin mundo literario a
la vista ni ego desaforado ni sed de gloria. Nada. O mejor dicho: todo. Había
que parir poesía con vuelo y gracia de profundidad y claroscuro
contrarreformista o reventar. Y entonces empecé a autoexigirme aquel nivel
de depuración de orfebre que había conocido tan chiquito recitando a
Herrera y Reissig. Mi trabajo tenía que ser lo más perfecto posible porque
de alguna manera la Virgen me reclamaba que yo fuera su Hijo con mayúscula.
(Y Jesucristo fue el poeta más premiado de la morgue, diría el
Indio Solari.)
Pero
vos ni siquiera te sentías religioso.
Una
persona que llega a la adoración se vuelve consciente o
inconscientemente religiosa. O sea: visualiza y persigue la llegada a otra
dimensión del ser que tiene apenas una especie de apoyatura vehicular
en el mundo terrenal. Es como si el resplandor de la silueta amada se
transformara en una ventana a través de la cual pudieras contemplar el paraíso.
(¡Oh cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados / formases de
repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados!,
balbuceó en una mazmorra San Juan de la Cruz, con un strogonoff de gusanos
burbujeándole en la espalda.) Y ahora, después de dos divorcios y de haber
vivido maravillosos momentos de armonía familiar que terminaron por
transformarse en un reguero de bocanadas de sangre (Federico dixit) y un
desparramo de pedacitos de almas que ni siquiera se saludan, te puedo
asegurar que entre el llamado amor divino y el llamado amor humano no
hay ninguna diferencia. Y si no se ama así, no se ama hacia lo eterno.
Conozco muy pocas parejas que hayan durado compactamente toda la vida,
porque en general en esta sociedad burguesa se termina jugando a construir
un “matrimonio feliz” pour la galerie, ya sea para criar hijos
que nos compensen la falta de autoestima y nos inflacionen el ego o para transformar
a los nietos en rehenes que nos permitan desahogar un rencor sin capacidad de
perdón legítimamente religioso (la iglesia no debería ser un teatro donde
la mayoría de los obsequiosos madrinas y padrinos ni siquiera se persignan
con fe) o para manipular un patrimonio económico que se
vuelve más sagrado que la identidad espiritual (Engels tenía razón) o para no
estar solo, simplemente. Así de lamentable. Por otra parte, sólo pueden
ayudarse a vivir mutuamente un hombre y una mujer que no necesitan nada de
nadie. Si no hay bodas interiores en cada uno de los dos,
kaput. (Regalame Pernigotti por la noticia)
Vos
volviste de París con un poemario terminado que bautizaste París póstumo.
Y demoraste bastante en volver a agarrarle la mano a la prosa.
Es
que yo nunca había accedido a la construcción de una prosa incanjeable por la
sencillísima razón de que en mis entretelas todavía no era yo. Un
edípico-narcisista es incapaz de amar y crear de verdad hasta que la
intemperie lo obliga a transformarse en un San Jorge empecinado en robarle la
fuerza a su dragón neurótico. Y fue mi Gran Padre el que me sugirió (con
un acerado trasluz ocular de perentoriedad, porque él jamás me dio órdenes)
que retomara mis planes de ir a pasar el plato con la guitarra en la ciudad
de las miradas muertas (como bautizó impagablemente Álvaro Moure Clouzet a
la fiesta móvil de Hemingway) donde el Espíritu Santo occidental había
sido desguazado casi irreversiblemente por la guillotina. Y mi insólita
misión terminó siendo algo así como la de reencontrar ese tipo de Gracia de
Invencibilidad contraconquistadora (Lezama Lima dixit) que le aportó
Torres García a nuestra Republiqueta de Salsipuedes, cuarenta años antes. Y
fue cuestión de vida o muerte en un sentido no solamente simbólico, porque viví
cerca de un año armado a cuchillo (Cervantes nos enseñó muy bien que con la
apertura de la jaula de los leones no se jode, botija.) Y logré que París
póstumo fuera mi primer libro sólido, pero cuando me zambullí en el
comienzo de lo que terminaría por ser Morir con Aparicio me sentía
completamente desvalido: sin frase propia. Se me mezclaban las
referencias de Hemingway, Faulkner, Onetti, Lowry, Salinger, etc. Y tuve que
fajarme y esperar y trabajar muchísimo, hasta que construyendo los minicuentos
de Cantor de mala muerte, entre el 77 y el 78, empezó a aparecer algo
como un sistematismo de resplandores simétricos en los colores de las vocales y
en el hojaldre contrapuntístico y rítmico del jadeo de la frase que con el tiempo me di cuenta que provenía
de la influencia sinestésica de la Sinfonía Concertante para vientos de Mozart
y algo del color-sonido del mejor García Márquez (un autor de aliento genial
que lamentablemente nunca se terminó de religar con los arquetipos
universales).
¿Y
fue en ese momento que recurriste a los recursos líricos que ya tenías
dominados y depurados?
Es
que aparecieron por su cuenta: desde el inconsciente mismo. Me acuerdo que el
Bocha Benavides estaba contra lo que llamaba peyorativamente una prosa
modernista, pero él entendía mucho de poesía, no de narrativa. Y yo no le
di la menor pelota y busqué concretar la depuración de mis historias con
elementos líricos. Eso es lo mío. Una búsqueda cada vez más minimalista y
más geométrica. (Escribo sobre campos y cantidad de líneas delimitadas, como el
supremo Alighieri.) Y también es evidente, en ese aspecto, la influencia
de Torres García, que me inundó las entretelas desde que tuve uso de
conciencia.
En
el poema que le dedicaste a Brigitte Bardot te referís a la poesía vaginal
que vaga en tu retina. ¿Podés ampliar el significado de ese verso?
No.
Porque fue exactamente esa impresión irreductiblemente abstracta la que me
trasmitió cuando le canté Los ejes de mi carreta sentado a medio metro
de ella en el borde de una glamorosa piscina tropeziana. Pero lo que sí me
gustaría agregar es que recién ahora (casi medio siglo más tarde) me doy cuenta
de por qué el universo me concedió la gracia de ser fotografiado agarrándole
la cintura al más endiosado símbolo numínico de la belleza mundial. Carajo:
¡esa fue una especie de medalla que la arquitectura divina le puso al mendigo
pasaplatos por haber empezado a hacer arte como Dios manda! ¡Te
pesqué, musa venusina! Porque como vos decís, parafraseando a Dylan
Thomas, ya era capaz de parir el chispazo poético que irrumpe donde ningún
sol brilla.
¿Y
cómo pensás que irrumpe ese chispazo poético?
Bajtin
te contestaría que esa hipnosis o dación envolvente se obtiene sosegando
el vértigo del vértice ético-cognoscitivo de la verdad
relativa hasta absolutizarla en comunión con el alma del otro.
Y que sin crear esos oasis estéticos capaces de producir una completud
colectiva no seríamos capaces de soportar este infierno tan querido. En las
cuevas prehistóricos un solo bisonte mágicamente tallado era capaz de
abrigarle el miedo a toda una tribu. Porque lo que se caza para
sobrevivir en cuerpo y alma es la inefabilidad luminosa, diría el
amigo Levrero.
¿Cómo
reaccionás cuando la gente escucha este tipo de analogías junguianas con cara
de estar soportando a un bipolar delirante?
Sonriendo
con mucha pena. Porque en este ilógico y caótico coágulo terrestre los
verdaderos “delirantes” (o fabuladores neuróticos con cielorraso
positivista) son los que “no deliran”. Vale decir: no se
atreven a aceptar los escandalosos mensajes sagrados que nos llegan de
la caverna cósmica del inconsciente. (Tolstoi dixit: ¿Cómo hubiésemos
podido inventar a Dios si no existiera?). Pasa lo mismo que cuando
Kierkegaard puntualizaba que lo raro en este mundo no es estar
desesperado, sino no estar desesperado. Es recién al atreverse a
pegar el salto inmortal hacia el abismo que separa a la
angustia de la verdad revelada que se nos aparece (como un puente
que llega hacia una orilla que nunca podemos ver con los ojos carnales) el todopoderoso
arcoiris de la fe. Y es nada más que en el momento de elegir ese riesgo
que el indeciso índice de la mano izquierda del caído Adán de la Capilla
Sixtina puede romper el himen de lo imposible. (San Juan de la Cruz: ¡Oh
llama de amor viva, / que tiernamente hieres / de mi alma en el más profundo
centro!; / pues ya no eres esquiva, / acaba ya, si quieres; / rompe la tela de
este dulce encuentro.) Entonces te
das cuenta de que las gloriosas causalidades que solemos llamar milagros
no son ni más ni menos que plegarias atendidas, y la mayor
parte de las veces cuando menos lo esperabas. Porque en esta conexión no
hay lógica que valga.
Vos
empezaste a publicar tu poesía en un Montevideo más chueco y enfermo que nunca,
no solamente dictatorializado por la bestialidad del fascismo criollo sino por
la hegemonía popular de algunos falsos profetas que se hicieron idolatrar
dorándole la píldora a una revolución que jamás terminó de existir. ¿Cómo viviste esa época?
Con
respecto a esos falsos profetas vacuamente contestatarios o
pontificadores -mitos de cartón piedra que nos sigue imponiendo un
establishment cultural que se trabaja una pose “progre” y fomenta una estética
inocua que ha llegado a ser galardonada con el Premio Reina Sofía, el Cervantes
(excluyendo el caso de Onetti, por supuesto, que se lo tenía recontramerecido),
los Grammy o hasta el tan prostituido Oscar- te diría que van a ser
puntualmente envainados por el olvido, como siempre pasó. Y les deseo de todo
corazón que la nada (que fue en lo único que realmente creyeron, porque
jamás se la jugaron pariendo un arte religado con el faro del fondo del mundo)
los ayude. Pero habría que aclarar, en cambio, que durante la década más negra
de la dictadura -entre el 75 y el 85- me sentí más acompañado que nunca, porque
la resistencia cultural masiva surgió de la mismísima raíz artiguista y la
experiencia de publicar semiclandestinamente en las gloriosas Ediciones de la
Balanza que fundó Rolando Faget fue algo digno de Purificación. Y lo mismo me
pasó cuando empecé a escribir letras de canciones para Washington Carrasco y
Cristina Fernández. Porque se trabajaba con una fe sobrevoladora de las
miserables rivalidades político partidarias generadas por las egolatrías
utopizantes o logieras. Vale decir: la mordaza total nos hizo volver a
constelar un heroísmo nacido en el Ayuí, que alcanzó su punto más alto el 27 de
noviembre de 1983, cuando medio millón de orientales nos plantamos a puro amor
y güevos/ovarios a exigir la renuncia de un puñado de monstruos que mataban en
la calle y ese día no se animaron a zumbarnos un mísero helicóptero. (Lo
terrible es que cuatro décadas después, y restaurada la “democracia”
supuestamente justiciera, la mayoría de esos dinosaurios charygarcianos duerman
la siesta con la tranquilidad de saber que van a reventar completamente
impunes, pactos masónicos mediante.) Puajjjj!!!!
Quiere
decir que el auge de la mediocridad y el “ninguneo” cultural tontovideano del
siglo XXI (el de la “posverdad”) recrudece a partir de la caía de la dictadura.
Lo
que pasa es que la dictadura que no cayó nunca es la del consumismo
salvaje, un sistema capaz de incendiarnos la fe para vender tristeza.
Esa alienación barbárica sigue caminando con más imperturbabilidad que
Johnnie Walker. Gobierne quien gobierne. Y zafar de ese enchalecamiento global
es casi tan imposible como hacer verdadero arte. Aunque es
posible. La difusión que hemos logrado a nivel mundial con elMontevideano
Laboratorio de Artes (ideado por el extraordinario cineasta multimediático
Álvaro Moure Clouzet) en los últimos quince años, por ejemplo, es una prueba de
que en el laberinto tecnológico también pueden filtrarse los virus
artiguistas.
¿Has
pensado en cuál va a ser tu epitafio de cierre de este viaje hacia la luz
eterna al que Jung no le llamaba la muerte sino la gran aventura?
Ya
lo escribí, y va a cerrar lo que yo llamo mi diario poético (un work
in progress titulado Hombre solo adorando que empecé a acollarar en
2019) y es una de esas tankas rimadas que esculpo mentalmente a cualquier hora
del día o de la noche:
(Epitafio)
Lo único santo
que le agregué a la
vida
fue un gran
espanto.
Parí mi llamarada
y vi a Dios en mi
Amada.
Cuartel Artiguista de la calle Lepanto / marzo de 2021
No hay comentarios:
Publicar un comentario