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Cuando estaba terminando
de bajar la colina sentí agitarse un gran arbusto y me di cuenta que me
perseguía la Reina de las Arañas. Y de golpe mi madre salió de ahí adentro y saltó
a la vereda.
-¡Henry, Henry! ¡No
vayas a casa porque tu padre te va a matar!
-¿Y cómo va a hacer, si
soy capaz de reventarlo a patadas en el culo?
-¡No, está furioso, Henry!
¡No vayas a casa porque te va a matar! ¡Hace horas que te está esperando!
Los ojos de mi madre
estaban ensanchados por el miedo y tenían un hermoso color castaño.
-¿Y qué está haciendo en
casa tan temprano?
-¡Le dieron la tarde
libre porque le dolía mucho la cabeza!
-¿Y vos por qué no estás
trabajando?
Ella había conseguido un
puesto de ama de llaves.
-¡Porque él vino a
buscarme! ¡Está furioso! ¡Te va a matar!
-No te preocupes, mamá.
Te prometo que si trata de tocarme le encajo una patada en el culo y ya está.
-Henry, ¡encontró tus
cuentos y los leyó!
-Yo jamás le pedí que los
leyera.
-¡Los encontró en un
cajón y se los leyó todos!
Yo había escrito diez o
doce cuentos cortos. Dale una máquina de escribir a un hombre y se vuelve un
escritor. Había escondido los cuentos debajo del papel del fondo del cajón
donde guardaba los calzoncillos y las medias.
-Bueno -dije. -El viejo
se puso a escarbar y se quemó los dedos.
-¡Dijo que iba a
matarte! ¡Dijo que ningún hijo suyo que escribiera cosas como esas podía vivir
bajo el mismo techo que él!
Le agarré el brazo.
-Vamos a casa, mamá, a
ver qué es lo que pasa…
-¡Henry, tiró en el
pasto toda tu ropa, tu máquina de escribir, tu valija y tus cuentos!
-¿Mis cuentos?
-Sí. También los tiró.
-¡Lo voy a matar!
La solté y crucé la calle
21 para bajar por la Avenida Longwood. Ella me seguía.
-¡Henry, Henry, no vayas
a casa!
La pobre mujer me agarraba
la camisa.
-Escuchame, Henry.
¡Conseguite un cuarto en cualquier lado! ¡Tengo diez dólares! ¡Alquilá algo por
ahí!
Me di vuelta. Ella tenía
los diez dólares en la mano.
-De ninguna manera -le
dije. -Voy a ir a casa.
-¡Henry, tomá la plata!
¡Hacelo por mí! ¡Hacelo por tu madre!
-Bueno, está bien…
Agarré el billete y me lo
embutí en el bolsillo del pantalón.
-Gracias. Esto es mucha
plata.
-Está bien así, Henry. Yo
te quiero, pero tenés que irte.
Y mientras me acercaba a
casa se puso a correr adelante mío. Hasta que de golpe vi todo tirado en el
jardín y en la vereda: mi ropa limpia y mi ropa sucia, la valija abierta, las
medias, los pijamas, las camisas y un sobretodo viejo. El viento estaba
haciendo volar mis papeles por todos lados y algunos se iban acercando a la
boca de tormenta.
Mi madre corrió por la
vereda hasta la casa y yo grité lo más fuerte que pude:
-¡DECILE QUE SALGA PORQUE
LE PIENSO PARTIR LA CABEZA!
Lo primero que recogí fueron mis manuscritos. Aquel fue el golpe más bajo de todos, porque era la única cosa que no tenía derecho a tocar. Pero mientras iba recogiendo las hojas empecé a sentirme mejor. Agarré todas las que pude, las metí en la valija sosteniéndolas con un zapato y después rescaté la máquina de escribir. Se le había roto el estuche pero parecía estar bien. A mi ropa sucia y a los dos pijamas que había heredado de él los dejé allí desparramados. Cerré la valija y empecé a caminar. Pude ver dos caras que me miraban detrás de las cortinas, pero después que subí por Longwood, crucé la calle 21 y subí la colina de Westview, ya ni pensaba en ellos. Me sentía más o menos igual que siempre. Ni alegre ni deprimido. Las cosas iban a seguir igual. Lo que tenía que hacer era tomar el tranvía “W” y después conectarme con otra línea que me llevara hasta el centro.
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