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A LA BÚSQUEDA DE UNA IDENTIDAD EN LA OBRA DE JUAN CARLOS ONETTI (36) - MARYSE RENAUD

  

1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la Universidad de Poitiers.

1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.

 Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola

 

HISTORIA Y FICCIÓN

 

III. LA AUSENCIA DEL PADRE (2)

 

También puede suceder que ella desaparezca totalmente de la ficción, suscitándose entonces tensiones. Es el caso de Juntacadáveres y La novia robada, donde la orfandad de Moncha Insurralde la empuja hacia la extravagante aventura del Falansterio, y después a entablar misteriosas relaciones con la pareja homosexual formada por Barthé, el farmacéutico de Santa María, y su joven socio. En la variante de El astillero, la madre se verá forzada a cederle su lugar a una legión de tías torpes e intercambiables que se encargarán de la educación de Angélica Inés:

 

Díaz Grey sólo había visto de cerca dos veces a la hija de Petrus. La primera cuando, después que se instalaron en la casa de Puerto Astillero y antes de que muriera la madre, la chica -tendría entonces cinco años- se clavó un anzuelo en una pierna. Es seguro que de encontrarse Petrus en la casa la hubiera llevado en su automóvil hasta la Clínica Médica de la Colonia, atravesando Santa María, prefiriendo que la criatura perdiera sangre, olvidado de que había una chapa de médico frente a la plaza nueva, y sordo a toda iniciativa de recordárselo. Pero el viejo, es decir el Petrus de entonces, el mismo de ahora pero con las patillas negras y más rígidas, debía estar haciendo cálculos en la capital, entre reuniones de futuros y probables accionistas, o andaría por Europa comprando máquinas y contratando técnicos. De modo que fue la madre o la tía de turno la que tuvo que afrontar la situación y cada una de las probabilidades de ésta prometía: la muerte, la renquera, la furia vindicativa de Petrus (55)

 

Pero la imagen materna también puede encontrarse asociada a connotaciones mucho más desequilibrantes, como en el caso de El infierno tan temido, donde se desarrolla en forma progresiva una visión literalmente demoníaca de la madre cuando la mujer de Risso, nueva Medea, no duda en atacar lo que él tiene de realmente vulnerable: su hija. Conviene aclarar, para mayor exactitud, que Gracia no es la madre sino la madrastra de la niña; de ahí la ferocidad irresponsable de su venganza. Sea lo que fuere, ella encarna sustitutivamente a la figura materna, a la que agregará una gravitación tan inesperada como perversa:

 

Un hombre que había estado seguro y a salvo y ya no lo está, y no logra explicarse cómo pudo ser, qué error de cálculo produjo el desmoronamiento. Porque en ningún momento llamó yegua a la yegua que estuvo repartiendo las soeces fotografías por toda la ciudad, y ni siquiera aceptó caminar por el puente que yo le tendía, insinuando, sin creerla, la posibilidad de que la yegua -en cueros y alzada como prefirió divulgarse, o mimando en el escenario los problemas ováricos de otras yeguas hecha famosas por el teatro universal-, la posibilidad de que estuviera loca de atar. (…) Y hablaba fríamente conmigo, sin aceptar mis ruegos de que se emborrachara. Se había equivocado, insistía: él y no la maldita arrastrada que le mandó la fotografía a la pequeña, al Colegio de Hermanas. Tal vez pensando que abriría el sobre la hermana superiora, acaso deseando que el sobre llegara intacto hasta las manos de la hija de Risso, segura esta vez de acertar en lo que Risso tenía de veras vulnerable. (56)

 

La excepcionalidad de estos últimos textos citados no hace más que confirmar, en todo caso, que la imagen de la madre constituye, por lo general, un factor de equilibrio y armonía. Ella es objeto de un afecto que puede transmutarse en extraña veneración y hasta en atracción carnal, lo que no es en absoluto ajeno a la ambigüedad del culto mariano, particularmente extendido en América Latina, ni al antjconformismo y el gusto por la provocación propios de Juan Carlos Onetti.  No resulta sorprendente, por lo tanto, la frecuencia con que la madre aparece nombrada en las ficciones onettianas, a veces en forma algo velada (a través de la toponimia de Santa María o del sobrenombre de la ex-amante de Stein, Miriam, por ejemplo), ni de las aproximaciones que se establecen entre la idea misma del amor como plenitud sensual y la evocación del cuerpo materno. Hasta puede parecer, en varias novelas -Tierra de nadie, Tiempo de abrazar, La vida breve, Dejemos hablar al viento- que el único refugio verdaderamente deseado es el vasto, generoso y acogedor cuerpo de la madre:

 

Atontado y sin comprender, así como yo escuchaba el ruido de la ropa sacudida en la azotea de enfrente, el ritmo irregular de los ronquidos de Gertrudis y el pequeño silencio alrededor de la cabeza de la mujer en el departamento vecino.

Oír llorar a Gertrudis, seguro de que continuaba dormida. “Mi mujer, corpulenta, maternal, con las anchas caderas que dan ganas de hundirse entre ellas, de cerrar los puños y los ojos, de juntar las rodillas con el mentón y dormirse sonriendo (57)

 

Pero esta erotización caprichosa que revela las pulsiones incestuosas de muchos héroes onettianos, no modifica en absoluto la función equilibrante asignada a la figura de la madre. Lo que contribuye, en cierta medida, a subrayar indirectamente aunque con más agudeza todavía, la necesidad de una presencia paterna: el otro polo afectivo capaz de generar una nueva coherencia emocional.

 

Notas 

(55) El astillero, Santa María IV – pp. 112-113.

(56) El infierno tan temido, en Cuentos completos, p. 121.

(57) La vida breve, Cap. 2, p. 22.

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