1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en
colaboración con la Universidad de Poitiers.
1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes /
2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.
Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola
HISTORIA
Y FICCIÓN
III.
LA AUSENCIA DEL PADRE (2)
También puede suceder que
ella desaparezca totalmente de la ficción, suscitándose entonces tensiones. Es
el caso de Juntacadáveres y La novia robada, donde la orfandad de
Moncha Insurralde la empuja hacia la extravagante aventura del Falansterio, y
después a entablar misteriosas relaciones con la pareja homosexual formada por
Barthé, el farmacéutico de Santa María, y su joven socio. En la variante de El
astillero, la madre se verá forzada a cederle su lugar a una legión de tías
torpes e intercambiables que se encargarán de la educación de Angélica Inés:
Díaz Grey sólo había
visto de cerca dos veces a la hija de Petrus. La primera cuando, después que se
instalaron en la casa de Puerto Astillero y antes de que muriera la madre, la
chica -tendría entonces cinco años- se clavó un anzuelo en una pierna. Es
seguro que de encontrarse Petrus en la casa la hubiera llevado en su automóvil
hasta la Clínica Médica de la Colonia, atravesando Santa María, prefiriendo que
la criatura perdiera sangre, olvidado de que había una chapa de médico frente a
la plaza nueva, y sordo a toda iniciativa de recordárselo. Pero el viejo, es
decir el Petrus de entonces, el mismo de ahora pero con las patillas negras y
más rígidas, debía estar haciendo cálculos en la capital, entre reuniones de
futuros y probables accionistas, o andaría por Europa comprando máquinas y
contratando técnicos. De modo que fue la madre o la tía de turno la que tuvo que
afrontar la situación y cada una de las probabilidades de ésta prometía: la
muerte, la renquera, la furia vindicativa de Petrus (55)
Pero la imagen materna
también puede encontrarse asociada a connotaciones mucho más desequilibrantes,
como en el caso de El infierno tan temido, donde se desarrolla en forma
progresiva una visión literalmente demoníaca de la madre cuando la mujer de
Risso, nueva Medea, no duda en atacar lo que él tiene de realmente vulnerable:
su hija. Conviene aclarar, para mayor exactitud, que Gracia no es la madre sino
la madrastra de la niña; de ahí la ferocidad irresponsable de su venganza. Sea
lo que fuere, ella encarna sustitutivamente a la figura materna, a la que
agregará una gravitación tan inesperada como perversa:
Un hombre que había
estado seguro y a salvo y ya no lo está, y no logra explicarse cómo pudo ser,
qué error de cálculo produjo el desmoronamiento. Porque en ningún momento llamó
yegua a la yegua que estuvo repartiendo las soeces fotografías por toda la
ciudad, y ni siquiera aceptó caminar por el puente que yo le tendía,
insinuando, sin creerla, la posibilidad de que la yegua -en cueros y alzada
como prefirió divulgarse, o mimando en el escenario los problemas ováricos de
otras yeguas hecha famosas por el teatro universal-, la posibilidad de que
estuviera loca de atar. (…) Y hablaba fríamente conmigo, sin aceptar mis ruegos
de que se emborrachara. Se había equivocado, insistía: él y no la maldita
arrastrada que le mandó la fotografía a la pequeña, al Colegio de Hermanas. Tal
vez pensando que abriría el sobre la hermana superiora, acaso deseando que el sobre
llegara intacto hasta las manos de la hija de Risso, segura esta vez de acertar
en lo que Risso tenía de veras vulnerable. (56)
La excepcionalidad de
estos últimos textos citados no hace más que confirmar, en todo caso, que la
imagen de la madre constituye, por lo general, un factor de equilibrio y
armonía. Ella es objeto de un afecto que puede transmutarse en extraña
veneración y hasta en atracción carnal, lo que no es en absoluto ajeno a la
ambigüedad del culto mariano, particularmente extendido en América Latina, ni
al antjconformismo y el gusto por la provocación propios de Juan Carlos
Onetti. No resulta sorprendente, por lo
tanto, la frecuencia con que la madre aparece nombrada en las ficciones
onettianas, a veces en forma algo velada (a través de la toponimia de Santa
María o del sobrenombre de la ex-amante de Stein, Miriam, por ejemplo), ni de
las aproximaciones que se establecen entre la idea misma del amor como plenitud
sensual y la evocación del cuerpo materno. Hasta puede parecer, en varias
novelas -Tierra de nadie, Tiempo de abrazar, La vida breve, Dejemos hablar
al viento- que el único refugio verdaderamente deseado es el vasto,
generoso y acogedor cuerpo de la madre:
Atontado y sin comprender,
así como yo escuchaba el ruido de la ropa sacudida en la azotea de enfrente, el
ritmo irregular de los ronquidos de Gertrudis y el pequeño silencio alrededor
de la cabeza de la mujer en el departamento vecino.
Oír llorar a Gertrudis, seguro
de que continuaba dormida. “Mi mujer, corpulenta, maternal, con las anchas
caderas que dan ganas de hundirse entre ellas, de cerrar los puños y los ojos,
de juntar las rodillas con el mentón y dormirse sonriendo (57)
Pero esta erotización
caprichosa que revela las pulsiones incestuosas de muchos héroes onettianos, no
modifica en absoluto la función equilibrante asignada a la figura de la madre.
Lo que contribuye, en cierta medida, a subrayar indirectamente aunque con más
agudeza todavía, la necesidad de una presencia paterna: el otro polo afectivo
capaz de generar una nueva coherencia emocional.
Notas
(55) El astillero, Santa
María IV – pp. 112-113.
(56) El infierno tan
temido, en Cuentos completos, p. 121.
(57) La vida breve, Cap. 2, p. 22.
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